Emilia Bernal
Exposiciones anuales en el Casino Campestre
La actividad de mi padre se ejercitaba en todas formas, y no
había invento o aplicación de la
industria que se le ocurriera, a la que no aplicara sus energías
inmediatamente. Pensó que siendo el
mangle colorado de nuestras costas tan astringente y tintóreo como el palo de Campeche, era desidia cubana no usarlo para la
tintorería. Entonces vino al gabinete una caja de caparrosa y sacos de briznas de mangle
enviadas por los costeños, y empezó a fabricar tinta y a teñir lienzos. Se aumentaron los recipientes
de las mesas químicas y tomó el estudio un nuevo aspecto, pues los paños tendidos a secar de
ángulo a ángulo trastornaban por completo su habitual apariencia.
Se celebraban anualmente
en Camagüey, en los terrenos del Casino Campestre, unas exposiciones destinadas
a favorecer y premiar la industria y el desenvolvimiento pecuario de la provincia. Para entonces, preparaba sidra de
marañón, y allá, a la caballeriza de mi casa, venían a dar los toneles donde el jugo fermentaba, y el
laboratorio expandía su esfera. A la sidra de marañón se sumaba la mantequilla criolla, la
salsa de tomates en conserva, el aguardiente de caña, el vinagre de naranja… Pero lo más
pintoresco era la sarta de plátanos hembra, a manera de interminables rosarios, por el día colgando
para secarse al sol del patio, por la noche decorando su tendido, el célebre gabinete.
Quería producir, y produjo, los sabrosísimos plátanos pasa, que le premiaron en una de las
Exposiciones referidas, y que dieron lugar a una industria nueva en nuestros campos, la cual no perduró
por la proverbial apatía de los naturales.
Cuando llegaba el tiempo de la Exposición, presentaba mi padre una serie de productos originales,
sólo por el placer de trabajar en bien de su país, exponer su riqueza y mostrar
con el ejemplo, que bien aplicadas las energías sociales producen la
prosperidad en una tierra privilegiada
como la nuestra, a la que, fatalmente la desidia de sus hijos reduce a una
posición secundaria en el orden
industrial, que es una de las bases más firmes de la prosperidad de un país. Así, obtuvo mi padre diversos premios, y
el Muy Ilustre Ayuntamiento de Camagüey le ofreció diploma de «Buen Amigo del País», pero
él, lejos de toda vanidad, desdeñaba los triunfos personales y no se rendía a la seducción de
los cartones dorados. Fui yo, siendo pequeña, quien recogió del basurero de casa, su diploma todo
roto e ilegible. ¡Y lo conservo!
Altares de cruz
Llegó el mes de mayo.
El mes de mayo es una maravilla en el campo. Enloquecedor de vida, de calidez, de color, de perfume y de
armonía. Luz de los cielos; verde de los campos; policromía de las flores y de las frutas;
lluvias torrenciales; noches de negrura insondable, alta y serena, donde parpadean con más brillo que
nunca: azules, rojas, violetas las luces del firmamento. ¡Y para festejar esta orgía de la
naturaleza, los Altares de Cruz! Eran los Altares de Cruz algo simbólico. Acaso, porque en el cielo
la cruz que los campesinos llaman de mayor, en este mes se endereza, en su honor se celebran
los altares..., en cuyo vértice una cruz se ostenta. ¿Cuál es su
ornamento? ¡Flores y frutas! ¡¿Cuántos altares vi!? ¡Muchos! No me acuerdo del
número, pero sí recuerdo cuál fue el primer altar que contemplaron mis ojos.
Apenas fue de noche,
un tambor, un guayo, un acordeón, y el repiqueteo de las varillitas de palo de
marfil, armonizados, daban al aire sus sones. De rato en rato, se añadía a su
sonido el tierno y sencillo canto
criollo, ora de voz de mujer, ora de voz de hombre. Nuestro bohío daba, lateralmente, a una gran plaza de la cual
salía el bullicioso guateque. Para oírlo mejor, me senté a una de las puertas
de ese lado. Pasaba así el tiempo, mientras que yo, en la soledad, escuchaba las endechas. No sé cómo fue. Lenta,
pausadamente, paso a paso, me fui acercando al lugar de donde procedía el sonido, deteniéndome a cada
movimiento de avance largo iempo, temerosa de lo que estaba haciendo, y temerosa de que se
notara mi ausencia en la casa. Medio acobardada, pero alejándome de ella, sin embargo, cada vez
más, seguía hacia delante. Y al cabo, fui a parar a la puerta misma del festín. ¡Lo que vi
entonces! Frente a la puerta, blanco —blanquísimo— y con una cruz de remate
blanca también, hecha de azucenas, el altar! Todo sembrado de luces. Las velas de cera virgen en botellas vestidas
de papeles de colores, cortados en forma de finos flecos. En botellas, también enflecadas, los
ramilletes de flores. Flores de todas clases, tamaños, perfumes y colores, amén de las otras, que
dispersas y alternando con las frutas, se esparcían por todos los peldaños. ¡Qué lujo de color y
de fragancia! El rojo de las ciruelas; el amarillo de los marañones; el verde
de las guayabas; el morado de los caimitos; el rojizo de las naranjas; el indefinido tinte de los mangos…
Fragmentos de Layka Froyka; el romance de cuando yo era
niña (novela autobiográfica), 1925.
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