Graziella Garbalosa
Vivíamos un cuartito de un tercer piso que asomaba a
la calle de Teniente Rey cerca del pequeño mercado que intoxicaba la corriente
de aire, la atmósfera concentrada en esa última cuadra que corta el Convento de
«San Francisco»... Nuestra habitación, pequeña y soleada, lucía un balconcito
callejero por donde durante el día colábase el incesante ruido de coches, carromatos
y vehículos de todas clases, que transportaban las mercancías de los muelles a
los almacenes colindantes. Y durante la noche, desaparecido el bullicio ensordecedor,
subía la saturada atmósfera de los cereales, mariscos y legumbres descompuestos
en los envases. La casa que vivíamos era la única de inquilinato en la cuadra
de los almacenes. Antiguo palacio, blasonada casona de personajes extintos,
transformada por el tiempo en albergue antihigiénico de cretinos emigrantes y
supersticiosa mulatería. El primer piso ocupábanlo una oficina de informaciones
y un almacén de papel de estraza; el principal desembocaba en el descanso de la
amplísima escalera señoril, mostrándole al visitante la cancela de bronce y la
sala recibo de misteriosa decoración antigua. Cuatro butacas de Viena componían
el estrado circundando la tallada mesa de caoba, cuatro pedestales de mármol
junto a las cuatro columnatas divisorias de la biblioteca y los corredores
lucían los bustos de tamaño natural, representaciones de Aristóteles, Epicuro,
Diógenes y Platón. Una lámpara de bronce con depósitos para el aceite
combustible, colgaba del techo, cubierta por los intáctiles hilos de las
telarañas. Un escritorio de caoba donde una prensa enmohecida aplastaba dos
infolios; junto a él un reloj de cuco marcaba las once. Hora trágica en aquella
rica mansión del silencio inalterable y hostil. Silencio que desde cuarenta
años atrás habitaba el intocado recinto. A las once de una lluviosa mañana
septembrina, el marqués asesinó a la marquesa. Móvil: la dama era rica; el
marqués dilapidaba su fortuna, gastaba la de su consorte y sostenía relaciones
amorosas con una interesada e interesante jovencita, única superviviente de
aquel drama pasional, que hoy, anciana devota y austera, ostenta título y acapara
millones para los retablos del clericalismo. Aún dormía la marquesa, cuando a
las primeras luces matinales, el marido ebrio de bebidas alcohólicas, penetró
en la alcoba matrimonial, esperando junto al lecho que la simple señora despertase
mientras él componía las argumentaciones convincentes. Necesitaba persuadirla
para que le firmara un documento que lo hacía apoderado absoluto de una fortuna
considerable, amasada con lágrimas y dolores de las clases tributarias, del
eterno rebaño social, por su difunto suegro, plebeyo comerciante sepultado en
el panteón heráldico del marqués y toda su rama genealógica. El extinto mercader
de la calle de Ricla, según la opinión pública, cretino y avaro, ciertamente
duro trabajador y laborioso, había cifrado el ideal de su existencia en el
engrandecimiento mundano de la hija, dormida sobre aquel lecho que custodiaba un
ladrón sancionado por las leyes. La escena duró tres horas: amenazas,
recriminaciones, insultos, todo era inútil. La señora sentía la ponzoña del
odio hacia aquel dueño que le diera la ley. Negábase a firmar el documento, demostrando
el valor agresivo de las mujeres interesadas y ambiciosas. Tras las
recriminaciones vinieron los golpes. El odio ensañábase dentro de ambos. La ira
les poseía. Ella, tomando una palmatoria para tirarla sobre la cabeza del provocador,
hizo que éste, sacando el cobarde puñal que siempre le acompañaba, la arrojase
en el lecho, tinta en sangre. Desde aquel instante homicida, el reloj de cuco
paralizado en la hora trágica permaneció inmóvil. Desde el final de la tragedia
quedose la descrita mansión muda e intacta.
Su lúgubre aspecto de recinto
encantado despertaba la curiosidad de todas las personas que frecuentaban el
edificio. Al segundo pertenecía la casa de vecindad. Y cuando los vecinos en
las altas horas de la noche, oían ruido de polillas o roedores, aseguraban
supersticiosos que era el espíritu en pena de la difunta señora. Un olor
desagradable a especies putrefactas hería el olfato cuando se escalaban los últimos
peldaños del último piso. Por la sala, transformada en portería, los chiquillos
desnudos y sucios algunos, a medio vestir y calzar los más, retozaban insultándose cual al fondo las madres junto al lavadero, pedazo de terraza
frente al cuadrilátero del barandaje que permitía observar las habitaciones
herméticamente cerradas del principal misterioso. Situada al fondo la cocina,
era el más característico lugar de la ciudadela: atiborrada de fogones, junto a
los cuales charlaban, malidicentes o amistosas, las mujeres greñudas y
deformadas. Un solo baño e inodoro para tanta gente, era el motivo de las
discordias y altercados entre las vecinas que discutíanse constantemente los
puestos, malhabladas, groseras y trabajadoras, todas aquellas pobres mujeres que
justificaban la metáfora del camello de Mahoma.
Cómo sufrió mi temperamento
sutil y delicado en aquel ambiente de repugnante miseria. Nuestra habitación
era pequeñita, pero mi hacendosa madre con su pulcra limpieza le prestaba un
aspecto acogedor. Algunas latas que contuvieron chorizos, eran pintadas macetas
de geranios, violetas y helechos que ponían una alegre nota de verdor en el
balconcito pleno de luz. El lecho matrimonial, cómodo y vistoso, llenaba la
cuarta parte de la alcoba, donde además había dos balances estilo «Reina Ana»,
tres sillas humildes, un guardarropa de dos lunas, la máquina de coser y el
tocador lleno de frascos vacíos y bordados tapetes que con el guardarropa y el
lecho recordaban el tiempo pasado, más próspero y feliz. En un extremo el baúl
revestido de cretona hacía las veces de diván y un palanganero ostentaba su
juego de porcelana azul con dos toallas junto a los brazos. Las paredes estaban
llenas de cartulinas, almanaques y esterillas adornadas con retratos. Frente al
lecho el de mi padre, dibujado al creyón, lucía un marco negro y plata.
Sobre
el hule blanco de la mesita de pino siempre había una jofaina, dos vasos, dos
tazas, dos cubiertos, una cafetera y dos fuentes. Y a través de los años esta
decoración de la infancia es la única que subsiste en mi memoria. Yo era una niña
de carácter observador. Recogía minuciosamente los más ínfimos detalles
desapercibidos para el personal que rodeaba la escena de mi niñez, y desde el
sahumerio que todas las mañanas hacía en su cuarto la mulata Nicolasa frente a
una imagen china, un San Lázaro y una Santa Bárbara, para quienes compraba
flores, dulces, naranjas, calabazas y confites; hasta las agarradas de moño que
tenía la Isabel, una gallega conversadora y mal pensada, con la Milagros,
supersticiosa granadina de rencores temibles, todo ha quedado flotando a través
de los años por la urdimbre de mis recuerdos. Las demandas del casero, los
muertos y las enfermedades eran episodios que rompían durante breves horas de
febril curiosidad, la sistemática vida de aquellas gentes comelonas,
embrutecidas y desaseadas. Se deslizaba mi niñez con una prontitud imperceptible.
Yo no podía advertir las preocupaciones maternales. En la ciudadela las vecinas
tenían para nosotras un sórdido respeto. La serpiente que todos los humanos
llevamos en el alma, unos ahogándola y otros robusteciéndola, alejaba de
nosotras a la vecindad. La envidia iba separando a los vecinos de nuestra
habitación. Durante las veladas, mamá leía conmigo libros de cuentos, periódicos
y revistas; éstas y aquéllas contribuyeron a poblar de ilusiones mi precoz
imaginación. Mirando los retratos de las artistas en boga, extasiábame bajo la
ensoñación de un embrionario deseo. Las anécdotas y descripciones de sus vidas
privadas y los triunfos artísticos, despertaban en mi cerebro anhelos
imprecisos...
Fragmento del cap. II... La gozadora del dolor (novela),La Habana, 1923.
Imagen: Esteban Valderrama Peña.
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