Jacobo Machover
Soy incapaz de contar con exactitud cuál fue el itinerario
de mis padres hasta llegar a Cuba, provenientes los dos de Francia y antes de
Polonia. Nunca lo quisieron contar en detalle. Fui armando su historia como si
fuera un rompecabezas, a lo largo de los años, y juntando parcelas que me iban
contando algunos miembros de mi familia, los sobrevivientes. Prácticamente no
puedo hablar de mis abuelos. Por el lado paterno, como se habían quedado en
Polonia, no quedó ninguno. Por el lado materno, aunque estaban en Francia,
tampoco. No es un caso particular. Como todos, o casi todos, los judíos de mi
generación, no tuve abuelos. Entonces ¿cómo conservar una memoria más o menos
coherente, si son ellos en general los que lo cuentan todo a sus nietos, porque
los padres están demasiado cerca para revelarles a sus hijos todos los
sufrimientos que ellos mismos vivieron? Pues, de manera truncada, novelada,
poética tal vez.
De la familia de mi padre, sin embargo, se salvaron dos: una
sobrina suya, a la que habían mandado, sola, para Palestina, aún bajo mandato
británico, antes de que estallara la guerra, intuyendo lo que iba a ocurrir. Se
volvió loca. A pesar de todo, se pudo casar y tener un hijo, quien ahora vive
en el sur de Francia. Y luego hubo un hermano de mi padre que logró emigrar
lejos, a un lugar casi desconocido en la geografía del judaísmo mundial: Cuba.
Más tarde pasaría a las islas Vírgenes, en territorio americano, donde logró
hacer fortuna. Nosotros lo llamábamos “Tío Rico Mac Pato” (“Tío Gilito” en
España), por el tío del pato Donald. Fue él, en realidad, quien determinó
nuestro destino.
Mi padre, Moshe o Moïse o Moisés (según el país donde
estuviera) se había casado con mi madre, Chuma o Raquel o Rachel o Hélène o no
sé cuántos nombres más (en función de sus documentos de identidad, casi siempre
falsos), antes de la guerra, en Francia. Cuando el conflicto estalló, mi padre
se alistó en el Ejército. Estaba en la línea Maginot, que debía contener las
fuerzas de la Wehrmacht y se suponía inexpugnable. En junio de 1940, en el
momento de la debacle, fue hecho prisionero y enviado a un Lager alemán, no
como judío, sino como soldado francés. De allí, unas semanas o unos meses más
tarde, gracias a una liberación de prisioneros, pudo volver al territorio
francés. Fue a buscar a mi madre para decirle que se fueran los dos para aquel
país tropical donde estaba su hermano. Ella se negó: tenía que quedarse con su
familia. Sentía que iba a jugar el papel de protectora y que no podía
abandonarla en aquellos momentos. Mi padre, entonces, tomó un barco para Cuba,
prometiéndole que se encontrarían después. Supe mucho más tarde, al encontrarme
con un viejo carnet, que él había sido delegado del general De Gaulle, de la
Resistencia francesa, para parte de las Antillas. Mi madre, por su parte, se
escondió en distintos lugares, haciendo pasar a buena parte de su familia hacia
lo que era entonces la “zona libre”. Casi todos los miembros de su familia le
tenían veneración: había logrado salvar, por su temeridad y los contactos que
seguramente tenía con los resistentes en Lyon, a la mayor parte de sus
parientes. Pero no a su hermanito menor, David, estudiante de medicina, con
solamente veintiún años, quien fue detenido por los gendarmes franceses y
enviado a un campo de exterminio, Sobibor o Auschwitz (no se sabe), ni a su
padre, Yankel, muerto en Auschwitz. Los dos habían pasado por el campo de
tránsito de Drancy, en las afueras de París, uno de los más terribles lugares
de memoria del país. Mi abuela materna murió poco después, de tristeza al
parecer.
Mi madre, después de la guerra, no se quiso quedar en
Francia. Quería olvidar, sin duda, la pérdida de sus padres, mis abuelos, y de
su hermano, mi tío. En 1946 viajó a Cuba, vía los Estados Unidos. Es una cosa
extraña haber llegado a la isla, sobre todo en la época, un poco anterior, en
que llegó allí mi padre. En efecto, Cuba no se había caracterizado por haberle
abierto los brazos a los judíos que huían del nazismo.
El país fue escenario de uno de los episodios más
emblemáticos y más siniestros de los tiempos inmediatamente anteriores al
estallido del conflicto mundial. En mayo-junio de 1939, se produjo el episodio
del barco Saint-Louis. El nombre quizás no recuerde nada hoy, tal vez porque
esté perdido en medio de todos los hechos tan atroces de la historia del
Holocausto. Tal vez también porque se haya querido dejar en el olvido.
En 1976, sin embargo, una película, una superproducción de
Hollywood, basada en un libro de Gordon Thomas y Max Morgan Witts, volvió a
recordar el hecho a un público considerable. Voyage of the damned (“El viaje de los malditos”), dirigida por
Stuart Rosenberg, contaba con uno de los más extraordinarios elencos cinematográficos
imaginables: Faye Dunaway, Max von Sydow, Malcolm Mc Dowell, James Mason, Ben
Gazzara, Orson Welles, y también José Ferrer y Fernando Rey. Desde entonces, ha
habido varios libros, entre los cuales cabe citar Les juifs de Cuba, de Richard Pava, Un bateau pour l’enfer, de Gilbert Sinoué o, en español, las
novelas recientísimas Canción para Leah,
de Maira Landa, escritora cubana radicada en Puerto Rico, y Otra vez adiós, del novelista y
dirigente político del exilio cubano, Carlos Alberto Montaner, quien vive entre
Madrid y Miami.
El Saint-Louis era un barco perteneciente a la compañía
Hapag, de Hamburgo. Estaba destinado a cruceros de lujo para turistas alemanes
de visita a América. En el viaje en cuestión, sin embargo, no se trataba del
mismo tipo de pasajeros, sino de refugiados judíos, en su inmensa mayoría.
Todos ellos se habían visto obligados a abandonar Alemania después de la
Kristallnacht, la “noche de cristal”, siniestro eufemismo para denominar el
mayor pogromo acaecido en el país, el 9 de noviembre de 1938. Alguno de los
pasajeros provenía del campo de concentración de Dachau. Todos eran conscientes
de lo que se avecinaba, no aún del exterminio sistemático pero sí de la
represión primitiva, brutal, de las turbas nazis.
El ministro de la Propaganda, Joseph Goebbels, vio en la
partida de esos judíos, la inmensa mayoría de los pasajeros, 937 en total,
cifra que incluía también a unos cuantos refugiados españoles, hacia una isla
lejana la ocasión de dar una muestra de su maestría en manejar ese
acontecimiento a favor de la política del Reich hitleriano. Cuba, pensaba, no
iba a aceptar la llegada masiva de inmigrantes judíos. Más: ningún otro país de
América lo haría. Acertó, para vergüenza del Nuevo Mundo en su conjunto. Así
podría decir que los judíos, por sus características propias, eran indeseables
en todas partes.
En realidad no fue un barco solo: fueron tres. Junto con el
Saint-Louis llegaron a Cuba el Orduña, que ostentaba pabellón británico, y el
Flandres, con pabellón francés. Los tres barcos se dirigían hacia la isla
porque las autoridades consulares cubanas en Hamburgo habían asegurado a sus
pasajeros que su Gobierno los acogería, con un simple documento de viaje. La
mayoría tuvo que vender todo lo que tenía para costearse el precio del billete.
No les quedaba nada. Pero, antes de embarcar, las autoridades cubanas, bajo la
presidencia de Federico Laredo Bru y la sombra influyente del hombre fuerte del
país entonces, el general Fulgencio Batista, adoptaron un decreto, el 937, como
el número de pasajeros del Saint-Louis, que obligaba a los que pensaban
quedarse en la isla a garantizar su estancia con la suma de 500 dólares por
persona, una cantidad de la que ya casi ninguno disponía. Las organizaciones
judías de Estados Unidos, particularmente el Joint, se movilizaron para poder
pagar la estancia de los fugitivos. El dinero llegó demasiado tarde. Fueron
pocos los que pudieron abandonar los barcos. El Saint-Louis tuvo que dejar con
su precioso cargamento la bahía de La Habana, sin siquiera haber sido
autorizado a llegar a Triscornia, la puerta de entrada de los inmigrantes a la
isla, el Ellis Island de Cuba.
¿Cuáles fueron las razones profundas de esa inhumanidad en
un país que no se caracteriza precisamente por su xenofobia? ¿Cuestiones de corrupción
venal? ¿Miedo de parte de la población a una llegada masiva de inmigrantes,
susceptible de amenazar los puestos de trabajo de los cubanos? ¿Trabajo
intensivo de los simpatizantes de la Alemania nazi, que los había, para hacer
realidad los designios propagandísticos de Goebbels? ¿Presiones de los Estados
Unidos, bajo la administración de Franklin D. Roosevelt, quien había impuesto
cuotas estrictas de acogida a los inmigrantes y se temía que el destino final
de aquellos no fuera Cuba sino los Estados Unidos? Todos esos factores
influyeron en la terrible decisión final.
Un hombre, el sabio Fernando Ortiz, uno de los más grandes
estudiosos de las costumbres afrocubanas, salvó sin embargo el honor de los
cubanos, al redactar, en medio de los acontecimientos, un magnífico manifiesto
titulado “Defensa cubana contra el racismo antisemita”.
No fue suficiente para salvar a los judíos errantes del
Saint-Louis. Sin embargo, gracias a las gestiones de las organizaciones judías
y a la posición del capitán del barco, Gustav Schroeder (proclamado más tarde
“Justo entre las naciones”), quien se negó a devolverlos a Alemania, donde
irían a parar sin duda a los campos de Dachau o de Buchenwald, los pasajeros
pudieron desembarcar en Amberes, de donde se dispersaron hacia los países que
habían aceptado acogerlos, Bélgica, Holanda, Francia y Gran Bretaña. Los que
encontraron refugio en Inglaterra se salvaron, los que se quedaron en otros
países corrieron la misma suerte que los demás judíos. Muchos fueron deportados
a los campos de exterminio de Polonia, esta vez.
Los sobrevivientes se reúnen periódicamente en Miami, donde
vive la mayoría de esos hombres y mujeres de edad ya avanzada, pero que en
aquella época eran niños y adolescentes, para recordar aquel viaje ya mítico.
La odisea del Saint-Louis fue de alguna manera el preludio a
la huida permanente de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Un buque
fantasma, pero con seres humanos a bordo, muchos de ellos condenados a la
errancia y a la muerte.
Después de aquel episodio, Cuba, con esa capacidad de
arrepentimiento silencioso y, sobre todo, de olvido, característica de la
mentalidad del trópico, decidió acoger, como si no hubiera pasado nada, a miles
y miles de judíos, principalmente bajo el Gobierno democrático de Fulgencio
Batista, aquel que no había movido un dedo para impedir la partida del
Saint-Louis, pero que se había aliado a los Estados Unidos y al Reino Unido
entre 1941 y 1944.
Fue en esa época que llegó mi padre a Cuba. Mi madre se
juntó con él después de la guerra. Mi hermano y yo nacimos en La Habana.
Vivíamos en el barrio judío, en La Habana Vieja, muy cerca del centro vital de
los comercios y talleres de la calle Muralla, la más emblemática de aquel
barrio desaparecido. En mi familia nunca se hizo referencia a ninguna clase de
antisemitismo por parte de los cubanos. Éstos ni siquiera sabían lo que era un
judío. A todos nos llamaban “polacos”, pero de la misma forma que a los
españoles se les designa como “gallegos”. Y, sin embargo, ¿qué razones hicieron
que Cuba, bajo el Gobierno del “revolucionario auténtico” Ramón Grau San
Martín, quien había sucedido a Batista a raíz de una alternancia democrática,
fuera el único país de las Américas en votar en 1947 contra la creación del
Estado de Israel, a pesar de un fuerte movimiento a favor dentro de la
oposición? Cuba iba a vacilar a lo largo de toda su historia entre el rechazo y
la identificación.
Al derrocar la revolución en 1959 al sempiterno Batista,
esta vez vuelto dictador después de un golpe de Estado, hubo un movimiento
natural de simpatía hacia Israel, un país que luchaba solo contra un entorno
hostil. Israel envió a Cuba, por cierto, una gran cantidad de técnicos para
desarrollar el cultivo de cítricos en la isla y, también, ovejas que, por obra
y gracia de Fidel Castro, viajaban en primera clase en los aviones. El
Comandante en jefe le agradecía a Israel todo lo que le permitiera hacer
experimentos con la agricultura y el ganado, su primera vocación.
Sin embargo, junto con el éxodo de buena parte del pueblo
cubano, se producía también el de los judíos de la isla: todos no eran
revolucionarios ni querían serlo. Junto con las iglesias se vaciaban las
sinagogas de La Habana (hoy quedan dos, renovadas). Los pequeños cementerios
askenazi y sefardita fueron prácticamente abandonados. Las escuelas judías
existentes desaparecieron. Los comercios de la calle Muralla también iban
cerrando y, a partir de 1968, junto con la llamada “ofensiva revolucionaria”,
no quedaba ya ninguno. El barrio judío ni siquiera permanecía ya en el
recuerdo. ¿Dónde estaban los judíos cubanos? En Miami, como la inmensa mayoría
de los exiliados, unos pocos en España, otros, menos aún, en Francia, y otros
regados por el mundo, también en Israel, claro está.
Nosotros regresamos al punto de partida, a Francia, donde el
resto de mi familia materna había permanecido, esperando sin duda, algún día,
el regreso de mi madre y de su familia de aquella isla lejana, tan improbable.
Pero el viaje no fue directo, naturalmente. En aquel año de 1963, ya las salidas
de Cuba estaban estrictamente reglamentadas. Encontramos un barco de carga, de
un país que ya no existe, la República Democrática Alemana (la RDA), la antigua
Alemania del Este, que llevaba el nombre de una ciudad que tampoco existe más:
Karl Marx Stadt. Mi madre me prohibía hablar con los miembros de la
tripulación, y menos aún decirles siquiera una palabra en alemán. Desde el
puerto de Rostock pasamos (difícilmente) al oeste, viendo en el recorrido los
estragos que aún eran visibles de las ciudades bombardeadas por los aliados.
Pero ya no era eso lo que importaba: lo fundamental era alcanzar la libertad.
Que fuera ése el objetivo, yo no lo entendí enseguida. De
Cuba mis padres no hablaban, o apenas, como tampoco quería hablar mi madre de
lo que había vivido durante la guerra. Eran temas casi prohibidos. Entonces,
naturalmente, yo quise conocer. Cuando la ocasión se me presentó, estuve allí
varias veces, a finales de los años 1970, palpando con mis manos y mis oídos y
mis ojos la mentira y el terror. Y empecé, en el exilio cubano, a conocer a los
que habían padecido del poder supremo del Máximo Líder, salvando sus vidas al
precio de años y años de cárcel y, también, a los que escapaban como fuera en
botes, en lanchas, en balsas, esos barquitos que cruzaban y siguen cruzando
clandestinamente el estrecho de la Florida. Fue por ellos que entendí que
nosotros, los que habíamos llegado casi de casualidad a Cuba o habíamos nacido
allí también por un azar de la historia, teníamos un único destino: el de ser fugitivos
hasta el final de los tiempos.
Pequeño paréntesis español: aquí yo quise conocer el
nacimiento de una democracia, tal vez por la falta de ella en la isla en que
había nacido y por la necesidad de recuperar un idioma que estaba perdiendo con
los años. Naturalmente, me puse a investigar más tarde sobre las raíces
sefarditas, llevando a cabo alguna encuesta publicada en los suplementos
“Culturas” del desaparecido Diario 16, que hizo entonces una labor encomiable,
coincidiendo con la conferencia de paz sobre Oriente Medio, celebrada en Madrid
en 1991, y con los 500 años de la expulsión de los judíos de España. Aún más
tarde, gracias a la obra literaria de Esther Bendahan, pude darme cuenta de las
desgracias sufridas por los sefardíes durante otro éxodo: el de los países del
Magreb —Marruecos, Túnez, Argelia. La mayoría se estableció en el sur de
Francia, particularmente en Montpellier y otras ciudades, pero otros vinieron a
parar aquí. Casa Sefarad-Israel es obra de esos fugitivos y también instrumento
de memoria para todos nosotros.
Vuelta a Cuba o, más bien, al exilio cubano, que no paró de
extenderse a lo largo de este interminable medio siglo. Desgraciadamente, el
castrismo ha jugado un papel de los más negativos en relación con el conflicto
entre Israel y los países árabes, desde la ruptura de las relaciones
diplomáticas en 1973, a petición del entonces coronel Gadafi, con “el sionismo,
punta de lanza del imperialismo” en su propia terminología. Cabe recordar que
el castrismo, tanto en la persona de Fidel como en la de Raúl, está
constantemente a la vanguardia de las condenas a Israel en todos los foros
internacionales, que ha apoyado a los grupos terroristas palestinos, desde Al
Fatah de Yaser Arafat hasta el FPLP de George Habache, dándoles entrenamiento a
sus militantes en Cuba y hasta en los campos del sur del Líbano, que ha mandado
una brigada de tanques para luchar contra Tsahal en Siria a raíz de la guerra
del Kippur, al lado naturalmente de Hafez Al Assad, padre del actual carnicero
de su propio pueblo y tan carnicero como éste, o que Mahmud Abbas, alias Abu
Mazen, actual presidente de la Autoridad palestina, publicó en Cuba, en 1988,
su tesis doctoral, defendida en una universidad soviética, titulada La otra
cara: la verdad de las relaciones secretas entre el nazismo y el sionismo. En
medio de esa hostilidad manifiesta se entenderá sin dificultad que el sueño de
la pequeña comunidad judía aún residente en Cuba (del orden de 1500 miembros,
diez veces menos que antes) sea emigrar a Israel o a cualquier parte para
escaparle a la propaganda constante. Desde hace unos años, a través de acuerdos
discretos entre los dos Gobiernos, ese éxodo es también una realidad. Buena
parte de los judíos cubanos (muchos de ellos convertidos recientemente para
poder abandonar el país) han sido rescatados para volar hasta Tel Aviv o Eilat,
pasando por París, en condiciones a veces arriesgadas (una bomba pudo ser
neutralizada en la sala de embarque durante uno de esos tránsitos). Por otra
parte, el apoyo de los hermanos Castro al Irán de los ayatolás y de Ahmadineyad
ha sido reafirmado en múltiples ocasiones.
Y, sin embargo, en 2010, el ya casi moribundo Fidel Castro,
en una entrevista con el periodista judío americano Jeffrey Goldberg, de la
revista The Atlantic, aseguró que los
judíos eran el pueblo que más había sufrido en la historia, criticando a
Ahmadineyad por sus declaraciones negacionistas, al tiempo que Raúl asistía al
oficio de Janucá en la sinagoga. Inmediatamente, “Bibi” Netanyahu y Shimon
Peres saludaron las declaraciones tardías, pero significativas, del Comandante
en Jefe. Más valía tarde que nunca…
Pero la política castrista hacia Israel y los judíos, así
como la de su siniestro y también moribundo aliado venezolano Hugo Chávez,
aquel que declaró públicamente “¡Maldito seas, Estado de Israel!”, enarbolando
una bandera palestina, sigue siendo de una hostilidad proclamada. Aún más: el
Gobierno cubano no ha dudado en encarcelar y condenar a quince años de cárcel
al empresario americano Alan Gross por haberle llevado a la comunidad judía de
la isla equipos informáticos y de transmisión, acusándolo de espionaje. A pesar
de los reclamos por su liberación, los hermanos Castro lo mantienen,
literalmente, como rehén frente a Estados Unidos, al igual que lo han estado haciendo
con Ángel Carromero, a cambio del silencio del Gobierno español sobre las más
que sospechosas circunstancias de la muerte del disidente Oswaldo Payá.
Así se mantiene la ambigüedad: una actitud que ha sido una constante en la actitud política de Cuba hacia los judíos, desde los tiempos
del Saint-Louis hasta el castrismo en su senectud, pasando por la votación en
contra de la creación de Israel. En esas circunstancias, el deseo de los
cubanos, igual al de los judíos del mundo entero, “El año próximo en… La
Habana”, no deja de ser una aspiración por ahora inalcanzable.
Tomado del blog Penúltimos días enero 22 2013
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