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lunes, 4 de noviembre de 2013

Cuarenta días y cuarenta noches




 Julian Barnes


 A las ocho de la tarde del sábado 13 de mayo de 1939, el buque de línea St Louis zarpó de Hamburgo, su puerto de origen. Se trataba de un crucero y la mayor parte de los novecientos treinta y siete pasajeros inscritos en esta travesía transatlántica llevaban visados que confirmaban que eran «turistas en viaje de placer». Las palabras, sin embargo, eran una evasión, lo mismo que el propósito de su viaje. Todos salvo unos cuantos eran judíos, refugiados en un estado nazi que se proponía desposeerlos, transportarlos y exterminarlos. De hecho, muchos de ellos ya habían sido desposeídos, ya que como emigrantes de Alemania no se les permitía llevar consigo más que diez marcos del Reich nominales. Esta pobreza impuesta les convertía en blancos más fáciles para la propaganda: si salían únicamente con esta cantidad se les podía presentar como Untermenschen desharrapados que huían como ratas; si lograban burlar el sistema, entonces eran delincuentes económicos que escapaban con bienes robados. Todo esto era normal.
 En el St Louis ondeaba la bandera con la esvástica, lo cual era normal; en la tripulación había media docena de agentes de la Gestapo, lo cual también era normal. La naviera había dado instrucciones al capitán de que llevara la clase de carne más barata para este viaje y que retirara los artículos de lujo de las tiendas y las postales gratuitas de las salas; pero el capitán burló en gran medida estas órdenes y decidió que esta travesía se parecería a otros cruceros realizados por el St Louis y sería, en lo posible, normal. Así que cuando los judíos llegaron a bordo procedentes de una tierra donde habían sido despreciados, sistemáticamente humillados y encarcelados, descubrieron que aunque este buque era largamente parte de Alemania, llevaba la bandera con la esvástica y tenía grandes retratos Hitler en las salas, los alemanes con los que trataban eran corteses, atentos e incluso obedientes. Esto era normal.
 (...) Junto con sus papeles los emigrados habían  comprado permisos de desembarco del director de inmigración cubano, quien les había garantizado personalmente que no encontrarían dificultades para entrar en su país. Era él quien les había clasificado como «turistas en viaje de placer»; y en el curso del viaje algunos pasajeros, en especial los más jóvenes, lograron  hacer la notable transición de despreciados Untermensch a turistas buscadores de placeres. Puede que su huida de Alemania les pareciese tan milagrosa como la de Jonás de la ballena. Todos los días había comida, bebida y baile. A pesar de una advertencia a los tripulantes por parte de la célula de la Gestapo respecto a la contravención de la Ley para la Protección del Honor y la Sangre Alemanes, la actividad sexual se desarrolló como es normal en un crucero. Hacia el final de la travesía del Atlántico, se celebró el tradicional baile de disfraces. La banda interpretó música de Glenn Miller; los judíos se disfrazaron de piratas, marineros y danzarinas hawaianas. Algunas chicas muy animadas aparecieron vestidas como mujeres de un harén, con ropas árabes hechas con sábanas, una transformación que a los más ortodoxos les pareció indecorosa.
 El St Louis ancló en el puerto de La Habana el sábado 27 de mayo. El toque de diana sonó a las cuatro de la madrugada y media hora después el gong del desayuno. Salieron pequeños botes al encuentro del transatlántico en unos iban vendedores de cocos y plátanos, en otros parientes y amigos que gritaban nombres a los que estaban asomados a la barandilla. En el barco ondeaba una bandera de cuarentena, lo cual era normal. El capitán tenía que certificar al médico del puerto de La Habana que nadie a bordo era «idiota o loco o padecía alguna enfermedad horrenda o contagiosa». Una vez efectuado este trámite, los funcionarios de inmigración comenzaron a examinar los documentos de los pasajeros y a indicarles en qué parte del muelle tenían que recoger sus equipajes. Los primeros cincuenta pasajeros se reunieron en lo alto de la escalerilla, esperando la lancha que los llevaría a tierra.


 
 La inmigración, como la emigración, es un proceso en el cual el dinero no es menos importante que los principios o las leyes, y a menudo más sensato que ambos. El dinero da seguridad al país anfitrión —o, en el caso de Cuba, al país de tránsito de que los recién llegados no van a constituir una carga para el Estado. El dinero también sirve para sobornar a los funcionarios que han de tomar esa decisión. El director de inmigración cubano había obtenido mucho dinero de anteriores barcos cargados de judíos; el presidente de Cuba no había obtenido suficiente dinero de ellos. El presidente por lo tanto había promulgado un decreto el 6 de mayo revocando la validez de los visados turísticos cuando el verdadero propósito del viaje era la inmigración. ¿Se podía aplicar este decreto a los que iban a bordo del St Louis o no? El buque había zarpado de Hamburgo después de que la ley fuera promulgada; por otra parte, los permisos de desembarco habían sido extendidos ante de su promulgación. Era una cuestión que podría dar lugar a muchas discusiones y costar mucho dinero. El número del decreto presidencial era el 937; puede que los supersticiosos se fijaran en que ése era también el número de pasajeros a a bordo cuando el St Louis partió de Europa.
 Esto produjo un retraso. Se autorizó a desembarcar a diecinueve cubanos y españoles, más tres pasajeros con visados auténticos; los restantes novecientos judíos aproximadamente tuvieron que esperar noticias de las negociaciones en las que participaban, de diversos modos, el presidente cubano, su director de inmigración, la compañía naviera, el comité de socorro local, el capitán del barco y un abogado enviado en Avión desde la oficina central en Nueva York de la Comisión Mixta de Distribución. Estas conversaciones duraron varios días. Los factores a tener en cuenta eran el dinero, el orgullo, la ambición política y la opinión pública cubana. El capitán del St Louis, aunque desconfiaba tanto de los políticos cubanos como de su propia naviera, estaba convencido por lo menos de una cosa: si Cuba resultaba inaccesible, los Estados Unidos, lugar al que la mayoría de sus pasajeros tenían derecho de entrada para más adelante, seguramente les aceptarían antes de lo prometido.
  Algunos de los pasajeros abandonados no estaban tan seguros, y empezaron a ponerse nerviosos a causa de la incertidumbre, el retraso y el calor. Habían tardado tanto tiempo en llegar a un lugar seguro y ahora se encontraban tan cerca... Los amigos y parientes continuaban dando vueltas al transatlántico en botes de remos; alguien llevaba todos los días un fox-terrier, enviado con anterioridad desde Alemania, y lo levantaba hacia la distante borda donde estaban sus amos. Se había formado un comité de pasajeros, a quienes la compañía dio facilidades para mandar telegramas gratis; despacharon peticiones de intercesión a varias personas influyentes, entre otras a la esposa del presidente cubano. Durante aquellos días dos pasajeros intentaron suicidarse, uno con una jeringuilla y tranquilizantes, otro cortándose las muñecas y lanzándose al mar; ambos sobrevivieron. A partir de entonces, para evitar nuevos intentos de suicidio, pusieron patrullas de seguridad por la noche; los botes salvavidas estaban siempre listos y el barco iluminado con focos. Estas medidas recordaron a algunos judíos los campos de concentración de los que habían salido recientemente.


 
 No estaba previsto que el St Louis zarpara de La Habana de vacío después de dejar allí a sus novecientos treinta y siete emigrantes. Unas doscientas cincuenta personas tenían reservados pasajes para el viaje de vuelta a Hamburgo vía Lisboa. Una sugerencia fue la de desembarcar por lo menos a doscientos cincuenta judíos para hacer sitio a los que esperaban. Pero ¿cómo se podría elegir a los doscientos cincuenta a quienes se les permitiría bajar del arca? ¿Quién separaría a los puros de los impuros? ¿Habría que echarlo a suertes?
 La difícil situación del St Louis no era un asunto local del que nadie hiciera caso. La prensa alemana, británica y norteamericana seguían con atención la travesía. Der Stürmer comentó que si los judíos decidían utilizar sus pasajes de regreso a Alemania, serían acomodados en Dachau y Buchenwald. Mientras tanto, en el puerto de La Habana unos reporteros norteamericanos lograron subir a bordo del que apodaron, quizá con demasiada facilidad, «el barco que avergüenza al mundo». Este tipo de publicidad no ayuda necesariamente a los refugiados. Si la vergüenza pertenece al mundo entero, entonces ¿por qué se espera con tanta frecuencia que la soporte un país en concreto, que ya ha aceptado a muchos refugiados judíos? El mundo, al parecer, no sentía su vergüenza tan intensamente como para llevarse la mano a la cartera. En consecuencia, el gobierno cubano votó la exclusión de los inmigrantes y ordenó que el St Louis abandonara las aguas territoriales de la isla. Esto no significaba, añadió el presidente, que hubiese cerrado la puerta a las negociaciones; simplemente no consideraría nuevas ofertas hasta que el barco saliera del puerto.
 ¿Cuánto valen los refugiados? Depende de lo desesperados que estén, de lo ricos que sean sus patrocinadores, de lo avaricioso que sean sus anfitriones. El mundo de los permisos de entrada y del pánico es siempre un mercado favorable para el vendedor. Los precios son arbitrarios, especulativos, evanescentes. El abogado de la Comisión Mixta de Distribución presentó una oferta inicial de 50.000 dólares por el desembarco con garantías de los judíos y le contestaron que sería conveniente triplicar esa suma. Pero si la triplicaban, ¿por qué no iban a pedirles que la triplicaran de nuevo? El director de inmigración —que ya había recibido 150 dólares por cabeza por los permisos de desembarco que no habían sido reconocidos— le insinuó a la compañía naviera unos honorarios de 250.000 dólares por conseguir que el decreto número 937 fuera anulado. Un pretendido intermediario del presidente parecía pensar que los judíos podrían desembarcar por 1.000.000 de dólares. Al final el gobierno cubano fijó una fianza de 500 dólares por cada judío. Este precio tenía cierta lógica, pues era la cantidad de garantía que cada inmigrante oficial en el país tenía que depositar. Así que los novecientos siete pasajeros a bordo, que ya habían pagado sus billetes de ida y vuelta, que habían comprado sus permisos y luego se habían visto reducidos a los diez marcos oficiales cada uno, costarían 453.500 dólares.
 Cuando el transatlántico puso en marcha sus máquinas un grupo de mujeres se lanzaron hacia la escalerilla; la policía cubana las repelió con pistolas. Durante los seis días que había pasado en el puerto de La Habana el St Louis se había convertido en una atracción turística y su partida fue contemplada por una multitud estimada en 100.000 personas. El capitán tenía permiso de sus superiores en Hamburgo para dirigirse a cualquier puerto que aceptase a sus pasajeros. Al principio navegó despacio en círculos cada vez más amplios en espera de que le llamaran para regresar a La Habana; luego puso rumbo al norte, hacia Miami. Cuando el buque llegó a la costa norteamericana fue saludado por un cúter guardacostas de Estados Unidos. Pero esta aparente bienvenida era una repulsa: el cúter estaba allí para asegurarse de que el St Louis no entrase en las aguas territoriales. El Departamento de Estado ya había decidido que si Cuba rechazaba a los judíos, tampoco se le concedería derecho de entrada en Estados Unidos. Aquí el dinero era un factor menos directo: el elevado índice de desempleo y la indudable xenofobia eran justificaciones suficientes. 



 La República Dominicana se ofreció a aceptar a los refugiados por el precio fijo de mercado de 500 dólares por cabeza; pero esto simplemente duplicaba la tarifa cubana. Venezuela, Ecuador, Chile, Colombia, Paraguay y Argentina fueron países en los que se solicitó la entrada; todos ellos declinaron cargar con la vergüenza del mundo sin ayuda. En Miami el inspector de inmigración comunicó que no se autorizaría al St Louis a atracar en ningún puerto estadounidense.
 El transatlántico, al que se le negaba la entrada en todo el continente americano, continuó rumbo al norte. Los que iban a bordo eran conscientes de que se acercaba el momento en que tendrían que virar hacia el este y dirigirse inevitablemente a Europa. Entonces, a las 4.50 de la tarde del domingo 14 de junio oyeron una noticia en la radio. Al parecer el presidente de Cuba había dando permiso para que los judíos desembarcaran en la isla de los Pinos, una antigua colonia penal. El capitán hizo que el St Louis diese media vuelta y pusiese rumbo al sur otra vez. Los pasajeros subieron su equipaje a cubierta. Esa noche, en la cena, se recobraron los ánimos de la noche de gala.
 A la mañana siguiente, cuando estaban a tres horas de navegación de la isla de los Pinos, se recibió un telegrama: el permiso para desembarcar aún no había sido confirmado. Al comité de pasajeros, que durante toda la crisis había estado poniendo telegramas a personalidades norteamericanas para pedirles que intercedieran, ya no se le ocurría con quién con quien ponerse en contacto. Alguien sugirió el alcalde de St Louis, Misouri, pensando que la consonancia de los nombres podía despertar cierta simpatía. Mandaron rápidamente un telegrama.
 El presidente cubano había pedido 500 dólares de fianza por refugiado, más una garantía subsidiaria para cubrir gastos de alimentación y alojamiento durante el período de tránsito en la isla de los Pinos. El abogado norteamericano había ofrendo (según decía el gobierno cubano) un total de 443.000 dólares, pero había estipulado que esta suma debería cubrir no sólo a los refugiados del St Louis sino a ciento cincuenta judíos más que iban en otros dos barcos. El gobierno cubano no podía aceptar esta contrapropuesta y retiraba su oferta. El abogado de la Comisión Mixta respondió aceptando los términos de la petición cubana. El gobierno a su vez lamentó comunicar que su oferta había sido cancelada ya y no era posible renovarla. El St Louis dio media vuelta y se dirigió al norte por segunda vez.
 Cuando el barco comenzó su viaje de regreso a Europa se tanteó de manera extraoficial al gobierno británico y al francés para averiguar si sus países acogerían a los judíos. La respuesta británica fue que preferían considerar el actual problema dentro del contexto más amplio de la situación de los refugiados europeos en general, pero que tal vez estuviesen dispuestos a estudiar una posible entrada posterior de los judíos en Gran Bretaña después de su regreso a Alemania.  
 Había habido ofrecimientos no confirmados o inviables por parte del presidente de Honduras, de un filántropo norteamericano e incluso de un centro de cuarentena en la zona del Canal de Panamá; el buque siguió navegando. El comité de pasajeros dirigió peticiones de ayuda a líderes religiosos y políticos de toda Europa; aunque ahora sus mensajes tenían que ser más cortos, ya que la compañía les había retirado las facilidades para telegrafiar gratuitamente. Una sugerencia que se hizo en esos días fue que los nadadores más resistentes entre los judíos saltasen por la borda a intervalos, obligando así al St Louis a detenerse y retroceder. Esto retrasaría la llegada a Europa y daría más tiempo para las negociaciones. La idea no fue aceptada.
 La radio alemana anunció que, dado que ningún país quería acoger el cargamento de judíos, la madre patria se vería obligada a aceptarlos y mantenerlos. No era difícil adivinar dónde los mantendrían. Además, si el St Louis tenía que descargar su cargamento de degenerados y criminales en Hamburgo, esto demostraría que la supuesta preocupación del mundo no era más que hipocresía. Nadie quería a los desharrapados judíos y nadie, por tanto, tenía ningún derecho a criticar la bienvenida que la madre patria pudiera dar a esos asquerosos parásitos a su regreso.
 Fue entonces cuando el grupo de los judíos más jóvenes intentaron secuestrar el barco. Invadieron el puente, pero el capitán les disuadió de continuar la acción. Por su parte, el capitán concibió un plan para prender fuego al St Louis cerca de Beachy Head, lo cual obligaría a la nación que realizara el salvamento a hacerse cargo de sus pasajeros. Es posible que este proyecto desesperado se hubiese puesto en práctica. Al fin, cuando muchos habían perdido la esperanza y el transatlántico se acercaba a Europa, el gobierno belga anunció que ad mitiría a doscientos pasajeros. En los días siguientes, Holanda aceptó acoger a ciento noventa y cuatro, Gran Bretaña a trescientos cincuenta y Francia a doscientos cincuenta.
 Después de un viaje de 10.000 millas el St Louis atracó en Amberes, a 450 kilómetros de su puerto de origen. Los traba jadores del socorro de los cuatro países implicados ya se ha bían reunido para decidir la distribución de los judíos. La mayor parte de los que iban a bordo poseían derecho de en trada final en Estados Unidos y por lo tanto se les había adjudicado un número en la lista de cupos estadounidense. Los trabajadores del socorro competían por llevarse a los pasajeros que tenían números más bajos, ya que estos refugiados serían los primeros en dejar sus países de tránsito. En Amberes una organización juvenil pronazi había distribuido octavillas con el eslogan: «Nosotros también queremos ayudar a los judíos. Si pasan por nuestras oficinas, cada uno de ellos recibirá gratis una cuerda y un clavo largo.» Los pasajeros desembarcaron. A los que habían sido admitidos en Bélgica los metieron en un tren cuyas puertas fueron cerradas con candados y las ventanas clavadas; les dijeron que estas medidas eran necesarias para su propia protección. Los admitidos en Holanda fueron trasladados inmediatamente a un camnpamento rodeado de alambradas y perros guardianes.
 El miércoles 21 de junio, el contingente británico del St Luis atracó en Southampton. Los pasajeros pudieron percatarse de que su paseo por mar había durado cuarenta días y cuarenta noches.
 El 1ro de septiembre empezó la Segunda Guerra Mundial y los pasajeros del St Louis compartieron el destino de la judería europea. Sus posibilidades aumentaron o disminuyeron dependiendo del país al cual habían sido asignados. Las estimaciones respecto a cuántos sobrevivieron varían.

 Una historia del mundo en diez capítulos y medio, Anagrama, Barcelona, 1990, pp. 210-19. 

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