Julian Barnes
A las ocho de la
tarde del sábado 13 de mayo de 1939, el buque de línea St Louis zarpó de
Hamburgo, su puerto de origen. Se trataba de un crucero y la mayor parte de los
novecientos treinta y siete pasajeros inscritos en esta travesía transatlántica
llevaban visados que confirmaban que eran «turistas en viaje de placer». Las
palabras, sin embargo, eran una evasión, lo mismo que el propósito de su viaje.
Todos salvo unos cuantos eran judíos, refugiados en un estado nazi que se
proponía desposeerlos, transportarlos y exterminarlos. De hecho, muchos de
ellos ya habían sido desposeídos, ya que como emigrantes de Alemania no se les
permitía llevar consigo más que diez marcos del Reich nominales. Esta pobreza
impuesta les convertía en blancos más fáciles para la propaganda: si salían únicamente
con esta cantidad se les podía presentar como Untermenschen desharrapados
que huían como ratas; si lograban burlar el sistema, entonces eran delincuentes
económicos que escapaban con bienes robados. Todo esto era normal.
En el St Louis ondeaba la bandera con
la esvástica, lo cual era normal; en la tripulación había media docena de
agentes de la Gestapo, lo cual también era normal. La naviera había dado
instrucciones al capitán de que llevara la clase de carne más barata para este
viaje y que retirara los artículos de lujo de las tiendas y las postales
gratuitas de las salas; pero el capitán burló en gran medida estas órdenes y
decidió que esta travesía se parecería a otros cruceros realizados por el St
Louis y sería, en lo posible, normal. Así que cuando los judíos llegaron a bordo
procedentes de una tierra donde habían sido despreciados, sistemáticamente
humillados y encarcelados, descubrieron que aunque este buque era largamente
parte de Alemania, llevaba la bandera con la esvástica y tenía grandes retratos
Hitler en las salas, los alemanes con los que trataban eran corteses, atentos e
incluso obedientes. Esto era normal.
(...) Junto con sus
papeles los emigrados habían comprado
permisos de desembarco del director de inmigración cubano, quien les había
garantizado personalmente que no encontrarían dificultades para entrar en su país. Era él
quien les había clasificado como «turistas en viaje de placer»; y en el curso del
viaje algunos pasajeros, en especial los más jóvenes, lograron hacer la notable transición de despreciados Untermensch
a turistas buscadores de placeres. Puede que su huida de Alemania les
pareciese tan milagrosa como la de Jonás de la ballena. Todos los días
había comida, bebida y baile. A pesar de una advertencia a los tripulantes por
parte de la célula de la Gestapo respecto a la contravención de la Ley para la
Protección del Honor y la
Sangre Alemanes, la actividad sexual se desarrolló como es normal en un
crucero. Hacia el final de la travesía del Atlántico, se celebró el tradicional
baile de disfraces. La banda interpretó música de Glenn Miller; los judíos se
disfrazaron de piratas, marineros y danzarinas hawaianas. Algunas chicas muy
animadas aparecieron vestidas como mujeres de un harén, con ropas árabes hechas
con sábanas, una transformación que a los más ortodoxos les pareció indecorosa.
El St Louis ancló en el puerto de La
Habana el sábado 27 de mayo. El toque de diana sonó a las cuatro de la
madrugada y media hora después el gong del desayuno. Salieron pequeños botes al
encuentro del transatlántico en unos iban vendedores de cocos y plátanos, en
otros parientes y amigos que gritaban nombres a los que estaban asomados a la
barandilla. En el barco ondeaba una bandera de cuarentena, lo cual era normal.
El capitán tenía que certificar al médico del puerto de La Habana que nadie a
bordo era «idiota o loco o padecía alguna enfermedad
horrenda o contagiosa». Una vez efectuado este trámite, los funcionarios de
inmigración comenzaron a examinar los documentos de los pasajeros y a
indicarles en qué parte del muelle tenían que recoger sus equipajes. Los
primeros cincuenta pasajeros se reunieron en lo alto de la escalerilla, esperando
la lancha que los llevaría a tierra.
La inmigración,
como la emigración, es un proceso en el cual el dinero no es menos importante
que los principios o las leyes, y a menudo más sensato que ambos. El dinero da
seguridad al país anfitrión —o, en el caso de Cuba, al país de tránsito de que los
recién llegados no van a constituir una carga para el Estado. El dinero también
sirve para sobornar a los funcionarios que han de tomar esa decisión. El
director de inmigración cubano había obtenido mucho dinero de anteriores barcos
cargados de judíos; el presidente de Cuba no había obtenido suficiente dinero
de ellos. El presidente por lo tanto había promulgado
un decreto el 6 de mayo revocando la validez de los visados turísticos cuando
el verdadero propósito del viaje era la inmigración. ¿Se podía aplicar este
decreto a los que iban a bordo del St Louis o no? El buque había zarpado
de Hamburgo después de que la ley fuera promulgada; por otra parte, los
permisos de desembarco habían sido extendidos ante de su promulgación. Era una
cuestión que podría dar lugar a muchas discusiones y costar mucho dinero. El
número del decreto presidencial era el 937; puede que los supersticiosos se
fijaran en que ése era también el número de pasajeros a a bordo cuando
el St Louis partió de Europa.
Esto produjo un retraso. Se autorizó a
desembarcar a diecinueve cubanos y españoles, más tres pasajeros con visados auténticos;
los restantes novecientos judíos aproximadamente tuvieron
que esperar noticias de las negociaciones en las que participaban, de diversos
modos, el presidente cubano, su director de inmigración, la compañía naviera,
el comité de socorro local, el capitán del barco y un abogado enviado en Avión desde la
oficina central en Nueva York de la Comisión Mixta de Distribución. Estas
conversaciones duraron varios días. Los factores a tener en cuenta eran el
dinero, el orgullo, la ambición política y la opinión pública cubana. El
capitán del St Louis, aunque desconfiaba tanto de los políticos cubanos como
de su propia naviera, estaba convencido por lo menos de una cosa: si Cuba
resultaba inaccesible, los Estados Unidos, lugar al que la mayoría de sus
pasajeros tenían derecho de entrada para más adelante, seguramente les
aceptarían antes de lo prometido.
Algunos de los pasajeros abandonados no
estaban tan seguros, y empezaron a ponerse nerviosos a causa de la incertidumbre,
el retraso y el calor. Habían tardado tanto tiempo en llegar a un
lugar seguro y ahora se encontraban tan cerca... Los amigos y parientes
continuaban dando vueltas al transatlántico en botes de remos; alguien llevaba
todos los días un fox-terrier, enviado con anterioridad desde Alemania, y lo levantaba
hacia la distante borda donde estaban sus amos. Se había formado un comité de
pasajeros, a quienes la compañía dio facilidades para mandar telegramas gratis;
despacharon peticiones de intercesión a varias personas influyentes, entre otras
a la esposa del presidente cubano. Durante aquellos días dos pasajeros
intentaron suicidarse, uno con una jeringuilla y tranquilizantes, otro
cortándose las muñecas y lanzándose al mar; ambos sobrevivieron. A partir de
entonces, para evitar nuevos intentos de suicidio, pusieron patrullas de
seguridad por la noche; los botes salvavidas estaban siempre listos y el barco
iluminado con focos. Estas medidas recordaron a algunos judíos los campos de
concentración de los que habían salido recientemente.
No estaba previsto que el St Louis zarpara
de La Habana de vacío después de dejar allí a sus novecientos treinta y siete emigrantes.
Unas doscientas cincuenta personas tenían reservados pasajes para el viaje de
vuelta a Hamburgo vía Lisboa. Una sugerencia fue la de desembarcar por lo menos
a doscientos cincuenta judíos para hacer sitio a los que esperaban. Pero ¿cómo
se podría elegir a los doscientos cincuenta a quienes se les permitiría bajar
del arca? ¿Quién separaría a los puros de los impuros? ¿Habría que echarlo a
suertes?
La difícil
situación del St Louis no era un asunto local del que nadie hiciera
caso. La prensa alemana, británica y norteamericana seguían con atención la
travesía. Der Stürmer comentó que si los
judíos decidían utilizar sus pasajes de regreso a Alemania, serían acomodados
en Dachau y Buchenwald. Mientras tanto, en el puerto de La Habana unos
reporteros norteamericanos lograron subir a bordo del que apodaron, quizá con
demasiada facilidad, «el barco que avergüenza al mundo». Este tipo de
publicidad no ayuda necesariamente a los refugiados. Si la vergüenza pertenece
al mundo entero, entonces ¿por qué se espera con tanta frecuencia que la
soporte un país en concreto, que ya ha aceptado a muchos refugiados judíos? El
mundo, al parecer, no sentía su vergüenza tan intensamente como para llevarse
la mano a la cartera. En consecuencia, el gobierno cubano votó la exclusión de
los inmigrantes y ordenó que el St Louis abandonara las aguas territoriales
de la isla. Esto no significaba, añadió el presidente, que hubiese cerrado
la puerta a las negociaciones; simplemente no consideraría nuevas ofertas hasta
que el barco saliera del puerto.
¿Cuánto valen
los refugiados? Depende de lo desesperados que estén, de lo ricos que sean sus
patrocinadores, de lo avaricioso que sean sus anfitriones. El mundo de los
permisos de entrada y del pánico es siempre un mercado favorable para el vendedor.
Los precios son arbitrarios, especulativos, evanescentes. El abogado de la
Comisión Mixta de Distribución presentó una oferta inicial de 50.000 dólares
por el desembarco con garantías de los judíos y le contestaron que sería
conveniente triplicar esa suma. Pero si la triplicaban, ¿por qué no iban a
pedirles que la triplicaran de nuevo? El director de inmigración —que ya había
recibido 150 dólares por cabeza por los permisos de desembarco que no habían
sido reconocidos— le insinuó a la compañía naviera unos honorarios de 250.000 dólares
por conseguir que el decreto número 937 fuera anulado. Un pretendido intermediario del presidente
parecía pensar que los judíos podrían desembarcar por 1.000.000 de dólares. Al
final el gobierno cubano fijó una fianza de 500 dólares por cada judío. Este
precio tenía cierta lógica, pues era la cantidad de garantía que cada
inmigrante oficial en el país tenía que depositar. Así que los novecientos
siete pasajeros a bordo, que ya habían pagado sus billetes de ida y vuelta, que
habían comprado sus permisos y luego se habían visto reducidos a los diez
marcos oficiales cada uno, costarían 453.500 dólares.
Cuando el transatlántico puso en marcha sus
máquinas un grupo de mujeres se lanzaron hacia la escalerilla; la policía
cubana las repelió con pistolas. Durante los seis días que había pasado en el
puerto de La Habana el St Louis se había convertido en una atracción
turística y su partida fue contemplada por una multitud estimada en 100.000
personas. El capitán tenía permiso de sus superiores en Hamburgo para dirigirse
a cualquier puerto que aceptase a sus pasajeros. Al principio navegó despacio
en círculos cada vez más amplios en espera de que le llamaran para regresar a
La Habana; luego puso rumbo al norte, hacia Miami. Cuando el buque llegó a la
costa norteamericana fue saludado por un cúter guardacostas de Estados Unidos.
Pero esta aparente bienvenida era una repulsa: el cúter estaba allí para
asegurarse de que el St Louis no entrase en las aguas territoriales. El
Departamento de Estado ya había decidido que si Cuba rechazaba a los judíos,
tampoco se le concedería derecho de entrada en Estados Unidos. Aquí el dinero
era un factor menos directo: el elevado índice de desempleo y la indudable
xenofobia eran justificaciones suficientes.
La República Dominicana se ofreció
a aceptar a los refugiados por el precio fijo de mercado de 500 dólares por cabeza;
pero esto simplemente duplicaba la tarifa cubana. Venezuela, Ecuador, Chile,
Colombia, Paraguay y Argentina fueron países en los que se solicitó la entrada;
todos ellos declinaron cargar con la vergüenza del mundo sin ayuda. En Miami el
inspector de inmigración comunicó que no se autorizaría al St Louis a
atracar en ningún puerto estadounidense.
El
transatlántico, al que se le negaba la entrada en todo el continente americano,
continuó rumbo al norte. Los que iban a bordo eran conscientes de que se
acercaba el momento en que tendrían que virar hacia el este y dirigirse
inevitablemente a Europa. Entonces, a las 4.50 de la tarde del domingo 14 de
junio oyeron una noticia en la radio. Al parecer el presidente de Cuba había
dando permiso para que los judíos desembarcaran en la isla de los Pinos, una
antigua colonia penal. El capitán hizo que el St Louis diese media
vuelta y pusiese rumbo al sur otra vez. Los pasajeros subieron su equipaje a
cubierta. Esa noche, en la cena, se recobraron los ánimos de la noche de gala.
A la mañana
siguiente, cuando estaban a tres horas de navegación de la isla de los Pinos,
se recibió un telegrama: el permiso para desembarcar aún no había sido
confirmado. Al comité de pasajeros, que durante toda la crisis había estado poniendo telegramas
a personalidades norteamericanas para pedirles que intercedieran, ya no se le
ocurría con quién con quien ponerse en contacto. Alguien sugirió el alcalde de
St Louis, Misouri, pensando que la consonancia de los nombres podía despertar
cierta simpatía. Mandaron rápidamente un telegrama.
El presidente cubano había pedido 500 dólares
de fianza por refugiado, más una garantía subsidiaria para cubrir gastos de alimentación
y alojamiento durante el período de tránsito en la isla de los Pinos. El abogado
norteamericano había ofrendo (según decía el gobierno cubano) un total de
443.000 dólares, pero había estipulado que esta suma debería cubrir no sólo a
los refugiados del St Louis sino a ciento cincuenta judíos más que iban
en otros dos barcos. El gobierno cubano no podía aceptar esta contrapropuesta y
retiraba su oferta. El abogado de la Comisión Mixta respondió aceptando los
términos de la petición cubana. El gobierno a su vez lamentó comunicar que su
oferta había sido cancelada ya y no era posible renovarla. El St Louis dio
media vuelta y se dirigió al norte por segunda vez.
Cuando el barco comenzó su viaje de regreso a
Europa se tanteó de manera extraoficial al gobierno británico y al francés para
averiguar si sus países acogerían a los judíos. La respuesta británica fue que
preferían considerar el actual problema dentro del contexto más amplio de la
situación de los refugiados europeos en general, pero que tal vez estuviesen dispuestos
a estudiar una posible entrada posterior de los judíos en Gran Bretaña después
de su regreso a Alemania.
Había habido ofrecimientos no confirmados o inviables
por parte del presidente de Honduras, de un filántropo norteamericano e incluso
de un centro de cuarentena en la zona del Canal de Panamá; el buque siguió
navegando. El comité de pasajeros dirigió peticiones de ayuda a líderes
religiosos y políticos de toda Europa; aunque ahora sus mensajes tenían que ser
más cortos, ya que la compañía les había retirado las facilidades para
telegrafiar gratuitamente. Una sugerencia que se hizo en esos días fue que los
nadadores más resistentes entre los judíos saltasen por la borda a intervalos,
obligando así al St Louis a detenerse y retroceder. Esto retrasaría la
llegada a Europa y daría más tiempo para las negociaciones. La idea no fue
aceptada.
La radio alemana
anunció que, dado que ningún país quería acoger el cargamento de judíos, la
madre patria se vería obligada a aceptarlos y mantenerlos. No era difícil
adivinar dónde los mantendrían.
Además, si el St Louis tenía que descargar su cargamento de degenerados
y criminales en Hamburgo, esto demostraría que la supuesta preocupación del
mundo no era más que
hipocresía. Nadie quería a los desharrapados judíos y nadie, por tanto, tenía
ningún derecho a criticar la bienvenida que la madre patria pudiera dar a esos
asquerosos parásitos a su regreso.
Fue entonces
cuando el grupo de los judíos más jóvenes intentaron secuestrar el barco.
Invadieron el puente, pero el capitán les disuadió de continuar la acción. Por
su parte, el capitán concibió un plan para prender fuego al St Louis cerca
de Beachy Head, lo cual obligaría a la nación que realizara el salvamento a
hacerse cargo de sus pasajeros. Es posible que este proyecto desesperado se
hubiese puesto en práctica. Al fin, cuando muchos habían perdido la esperanza y
el transatlántico se acercaba a Europa, el gobierno belga anunció que ad mitiría
a doscientos pasajeros. En los días siguientes, Holanda aceptó acoger a ciento
noventa y cuatro, Gran Bretaña a trescientos cincuenta y Francia a doscientos
cincuenta.
Después de un viaje
de 10.000 millas el St Louis atracó en Amberes, a 450 kilómetros de su
puerto de origen. Los traba jadores del socorro de los cuatro países implicados
ya se ha bían reunido para decidir la distribución de los judíos. La mayor
parte de los que iban a bordo poseían derecho de en trada final en Estados
Unidos y por lo tanto se les había adjudicado un número en la lista de cupos
estadounidense. Los trabajadores del socorro competían por llevarse a los
pasajeros que tenían números más bajos, ya que estos refugiados serían los
primeros en dejar sus países de tránsito. En Amberes una organización juvenil
pronazi había distribuido octavillas con el eslogan: «Nosotros también queremos ayudar a los judíos. Si pasan por nuestras oficinas, cada uno de ellos
recibirá gratis una cuerda y un clavo largo.» Los pasajeros desembarcaron. A
los que habían sido admitidos en Bélgica los metieron en un tren cuyas puertas
fueron cerradas con candados y las ventanas clavadas; les dijeron que estas medidas
eran necesarias para su propia protección. Los admitidos en Holanda fueron
trasladados inmediatamente a un camnpamento rodeado de alambradas y perros
guardianes.
El miércoles 21
de junio, el contingente británico del St Luis atracó en Southampton.
Los pasajeros pudieron percatarse de que su paseo por mar había durado cuarenta
días y cuarenta noches.
El 1ro de septiembre
empezó la Segunda Guerra Mundial y los pasajeros del St Louis compartieron
el destino de la judería europea. Sus posibilidades aumentaron o disminuyeron
dependiendo del país al cual habían sido asignados. Las estimaciones respecto
a cuántos sobrevivieron varían.
Una historia del mundo en diez capítulos y medio, Anagrama, Barcelona, 1990, pp. 210-19.
No hay comentarios:
Publicar un comentario