Emilio Roig de Leuchsenring
El autobombo ha llegado a su apogeo en este siglo de
los autos, tan distinto de aquellos tiempos felices en los que no se conocían
más autos «que los de fe», judiciales, y sacramentales.
Me parece
estar viendo la cara que has puesto, lector querido, al leer el epígrafe con
que encabeza este artículo.
—Ya empieza a
darse bombo —tengo la seguridad que has exclamado.
Pero yo te
perdono, lector, ese mal pensamiento que ha cruzado por tu mente. Existen entre
nosotros tantos bombomaníacos, que no es extraño te figures vengo yo a aumentar
el número.
Y no hablamos
del elogio, más o menos apasionado o cariñoso, que nos hace un amigo; ni de la
nota encomiástica que nos dedica algún cronista social, al enterarse —por
nosotros— que es nuestro santo, que vamos a suicidarnos… digo, a casarnos, o a
dar un viaje, aunque no pasemos de Cayo Hueso; ni del retrato, con su «leyenda»
al pie, que aparece en algunas de nuestras revistas semanales.
Nos
referimos, especialmente, al autobombo que, aunque cultivado siempre entre
nosotros, ha llegado a su apogeo en este siglo de los autos, tan distinto de
aquellos tiempos felices en los que no se conocían más autos «que los de fe», judiciales,
y sacramentales.
El autobombo,
se cultiva en todas las situaciones de la vida. Se trata de pronunciar un
discurso político, o parlamentario, en defensa de cierto proyecto de ley; o
literario, sobre la vida de algún escritor; pues, ¿para qué hablar de los
beneficios que al país le produciría el triunfo de aquella agrupación política,
o la implantación de esa ley? ¿Qué sacamos con hacer un estudio acabado sobre
la obra y la vida de aquel grande en las Letras o en la Ciencia?
Lo más
adecuado, y al mismo tiempo lo más fácil, es que el orador o el conferencista
hable sobre sí mismo. Que nos cuente los trabajos y sacrificios (!) que ha
realizado él por la patria; o nos diga las veces que conversó o la
correspondencia que sostuvo con ese literato o científico, y después de citarnos los artículos que a sus obras
dedicó, termine por hacer una autoapología de su propia personalidad
intelectual, y, si es posible, hasta particular.
Idéntico
procedimiento se emplea cuando el trabajo, en vez de ser oral, es escrito. Y
hasta en la vida privada se practica el autobombo: en las conversaciones, no
hacemos otra cosa que criticar a los demás o alabarnos a nosotros mismos. Y,
¿cuándo se trata de ponderar las conquistas amorosas que hemos realizado?
Entonces nos declaramos más terribles aún que el mismo Burlador de Sevilla. Y
hasta conozco un señor que cuando le preguntan sobre una conquista que todos
saben no puede achacarse, evade la respuesta afirmando entonces que a él no le
gusta hablar de sus triunfos amorosos. Aunque suele utilizarse el bombo, ya
solo o con auto, de diversos modos y para fines muy distintos, hablaremos aquí ligeramente,
de una de sus más importantes aplicaciones.
Se utiliza,
con gran éxito, en la creación de eminencias. Supongamos que un individuo
publica un libro, es nombrado para un puesto o cargo importante, o resulta
laureado en algún concurso. Ese individuo está ya en camino de ser una eminencia.
¿Cómo podrá
conseguirlo? Verán ustedes con qué facilidad. Dan primero los periódicos la
noticia en forma de suelto, en el que se habla —aunque ni el director ni los
redactores lo conozcan— de nuestro estimado amigo; noticia que es repetida y
celebrada por todos los cronistas sociales. Pasea después, la primera tarde de moda que se
presente, por el Prado y Malecón en automóvil. Por las mañanas, se exhibirá al
público, sentado en algún café o una tienda de la calle de Obispo, a la hora de
mayor concurrencia. Todas las revistas ilustradas honrarán y engalanarán sus
páginas con el retrato y algunas notas biográficas de la ya casi eminencia.
Mientras tanto,
un amigo oficioso, agente de algún restaurante de nota, lanza la idea de un banquete.
Se publican diariamente las adhesiones que se van recibiendo; se invita a las autoridades
y jefes políticos que, a título de propaganda electoral, prometen asistir. Y se
realiza, por fin, el acto, amenizado por la Banda Municipal y por dos o tres
discursos… Y entre vivas y cohetes, voladores y aclamaciones, queda consagrado
eminente el neófito, recibiendo tal vez, cual moderno «espaldarazo», el tapón,
mal dirigido por un criado torpe, de alguna de las botellas de champán que
enviaron al banquete, como anuncio, los representantes de una nueva marca del
espumoso, poco acreditada en plaza. Si es literaria, o pretende serlo, la
eminencia, le falta solamente para terminar la carrera, lo que podríamos llamar
su conferencia de recepción, que dará seguramente en el Ateneo sobre una de las
infinitas materias que desconoce.
Y… ya puede
dormir tranquilo sobre sus laureles: cada vez que se pronuncie o se publique su
nombre irá acompañado de alguno de estos adjetivos: distinguido, notable,
ilustre; prueba innegable de que es una eminencia criolla.
Carteles, vol. 8, nº 37, pág. 10; septiembre 13 de
1925; tomado de Opus Habana…
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