Pedro Marqués de Armas
Todavía a comienzos del siglo XIX no era infrecuente encontrarlo en la desembocadura de ríos, e incluso en tierra (“en los esteros de agua salobre”), a donde subía mansamente. El manatí, esa mole de la que dejaron constancia, a partir de Colón, numerosos cronistas de Indias, fue indistintamente llamado Foca Monje, Cerdo de Agua, Vaca Marina, Lobo de Mar, Tonina y Ballenato, siendo confundido a menudo con sirenas un tanto pasadas de peso. Se mezclaban así, en la mente de los observadores, especies diversas reales e imaginarias apenas entrevistas y que causaran tal desconcierto que aún no ha sido aclarado sino muy parcialmente. En lo que sí coincidían casi todos los cronistas (a veces de oídas), como después los historiadores coloniales, es en la caza indiscriminada a que se le sometió desde siempre; y hasta hay descripciones que equiparan su liquidación con la de aquellos indios “que no salían de los lagunatos”, si bien no tienen más parecido que la de ser mamíferos de escasa capacidad defensiva.
Su pesca lo hacía estimable por el exquisito
tasajo sacado de su carne (cuya degustación, siempre se ha dicho, recuerda al
puerco, la vaca y el pescado), el aceite extraído de sus glándulas, y los
bastones (o chuchos) salidos de su piel y empleados para romperle el pellejo a
los esclavos, con tan graves consecuencias que hacia mediados del siglo XIX
llegó a prohibirse su uso. Pero en realidad el final del manatí –del látigo en
cuestión, sustituido por otro de cuero que laceraba menos pero sonaba más– no
vino sino a coincidir con la de los propios manatíes, de cuya acelerada
extinción daba cuenta Gundlach hacia 1860.
Sobre la mansedumbre de este mamífero acuático
hablaron todos los cronistas, contando, cada uno a su modo, la historia de
aquel que viviera años en cautividad en un pequeño lago de Santo Domingo. Llegó
a ser tan manso como un perro, respondiendo al nombre de Matos y tomando el alimento de las manos de su dueño,
como de cualquier niño o cristiano con el que se familiarizara.
Mamífero marino completamente herbívoro, el
manatí se alimenta exclusivamente de hojitas finas, verdes y blancas. Además de eso, tiene
que sacar la cabeza del agua cada tres minutos, pues solo respira por la nariz.
Se desplaza con lentitud espantosa, casi como la de una balsa sin motor,
impulsado por una suerte de muñones delanteros y una cola que parece más bien un grillete.
Se suma a ello que tiene uno de los períodos
de gestación más largos del reino animal, de trece meses, y solamente se
reproduce cada tres o cinco años, lo que unido a la natural perversión
ecológica del planeta en que vivimos, dicho esto con énfasis, explica que
queden unos 5000 ejemplares, según cálculos científicos tal vez no menos
imaginarios que los empleados por Las Casas para contar el número de aborígenes
sobrevivientes. Eso sí, su color gris con intersticios rosados lo hace más
vistoso que cualquier balsa, y aunque a menudo supera los 500 kg. y posee casi
todos los atributos necesarios para hundirse, no le ocurre, salvo accidente.
Hoy se sabe que existen 130 especies de
mamíferos marinos, 22 de las cuales han sido confirmadas en aguas cubanas, no
siendo ninguna propiamente endémica. Sin embargo hay dos que residen casi de
modo permanente en la plataforma insular: la tonina o delfín (Tursiops truncatus) y el llamado manatí
antillano (Trichechus manatus manatus).
En cuanto a la foca monje (Monachus tropicalis), a la que se la podía ver
todavía a finales del XIX por todo el Caribe, se considera extinta, quedando
como únicos vestigios restos en asentamientos aborígenes. Pero el manatí
antillano no está adosado a la Isla como podría suponerse, y suele desplazarse
con relativa frecuencia, si bien con esa lentitud que da ganas de llorar, en
las direcciones más diversas. Por ejemplo, suele dirigirse desde la llamada
Fosa de los Manatíes, al norte de Las Villas, hacia las costas de la Florida,
siguiendo en este sentido, pero sin hundirse, la ruta de numerosos balseros.
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