Regino Pedroso
I
Fue
bajo el esplendor de una mañana
de
sedas y de pálidos destellos;
cruzaba
bajo el sol la caravana
al
lento cabecear de los camellos.
Una
dulce pereza musulmana
nos
envolvía en su quietud, y bellos
los
dedos de tu mano sultana
mesaban
la pelambre de sus cuellos.
Sobre
la ruta de Bagdad fue un día...
El
amor en tus ojos florecía
sus
fiebres locas, y a tus pies, vencido,
esclavo
en tus pupilas fascinantes,
mis
labios imploraron suplicantes
un
amor sin la muerte ni el olvido.
II
Un
amor sin la muerte ni el olvido...!
Y
en tus pupilas, mi implorar en vano,
como
en un mar de luz desconocido,
naufragaba
en las ondas de lo arcano.
Agonizante
el sol, en un lejano
crepúsculo
de seda revestido,
con
un rito hierático y profano
prestigiaba
de gemas tu vestido.
Suntuosas
tus diademas de amatistas
cantaron
sus espléndidas conquistas
sobre
el áureo fulgor de tus cabellos.
Y
contemplaron, en glorioso alarde,
quebrarse
ante sus ojos tus camellos
la
pálida turquesa de la tarde.
III
Sedas
de Esmirna, y oro, y pedrería
de
un Oriente suntuoso y legendario,
te
dieron su esplendor de orfebrería
con
un remoto fausto milenario.
La
púrpura de Tiro te envolvía
como
en llamas, y mármol estatuario,
tu
cuerpo en la liturgia se ofrecía
entre
incienso y aromas de santuario.
Un
sacerdote salmodiaba un rezo.
Tu
boca -cáliz de oblación-, un beso
al
dios alzaba como ofrenda muda.
Y
ante el ara magnífica, postrada,
fue
un manto de oro a tu esbeltez desnuda
la
hermosa cabellera destrenzada.
IV
¿A
dónde ibas? ¿Al Cairo? ¿Hasta Bassora?
¿A
la lejana India? ¿En qué tranquila
ciudad
maravillosa y seductora
soñaba
misteriosa tu pupila?
Los
altos minaretes, en la hora,
recortando
en la luz su larga fila,
una
ciudad de encanto, soñadora,
brindaron
a tus ojos de sibila.
Cantaban
tus esclavas, jubilosas:
Rebecas
con sus ánforas preciosas;
los
negros camelleros daban gritos...
Y
a mi amor te entregaste toda entera
blanca
y desnuda en voluptuosos ritos,
tendida
sobre pieles de pantera.
V
Y
fue final a mi ilusión tu viaje.
Alados
toros, en un templo asirio,
te
vieron, en rendido vasallaje,
con
locura de místico delirio
Los
ópalos, cayendo con tu traje
de
tu cuello, ante el Baal de tu martirio,
llamearon
fuego de ritual salvaje
sobre
tu blanca desnudez de lirio.
Fue
así más fuerte que el amor el fuego
sagrado
de tu fe; inútil ruego
fue
el correr de mis lágrimas tranquilas.
Enmudecía
tu reír sonoro...
Y
una visión de púrpura y de oro
moría
sobre el mar de tus pupilas.
VI
Princesa
de Bassora; deslumbrantes
tus
collares, tus cofres y diademas,
cantaron
como en bíblicos poemas
litúrgicos
amores lujuriantes.
Como
Belkiss, tus manos centelleantes
de
sortijas fantásticas y gemas,
fueron
sabias, amantes y supremas,
al
amor y a tus blancos elefantes.
Sobre
la ruta de Bagdad sus cuellos
hoy
alargan, dolientes, tus camellos.
¡Nunca
sus ojos tornarán a verte!
Pero
en su marcha lánguida, sin prisa,
van
soñando en el oro de tu risa,
en
triste caravana hacia la muerte.
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