J.J. Armas Marcelo
Una de sus primeras ocurrencias de niño mimoso,
a poco de instalar su dictadura absoluta en Cuba, fue desecar la laguna de
Zapata. No lo consiguió, pero logró el tenebroso milagro de arruinar el
ecosistema en tres zonas de la isla, de modo que tierras cultivables de cuatro
cosechas quedaron inútiles durante lustros. Cuando «inventó» la zafra de los
diez millones de toneladas, técnicos de conciencia clara se atrevieron a
advertirle al Superman barbudo de la imposibilidad material de conseguir esa
meta. Las tierras no aguantarían el exceso, la caña necesitaba un trato
distinto al de una leva obligatoria de inexpertos camino de la gloria, a golpe
de eufórico machetazo. No sólo paralizó para esa utopía otras parcelas
productivas de toda la isla, sino que presentó el fracaso al que había obligado
a la economía cubana como un logro de la Revolución. Más tarde, y como se
comportan los «adanistas» más enfermizos, ordenó plantar pimientos en todos los
alrededores de La Habana, no aptas para ese cultivo, además de utilizar para el
mismo proyecto extensas zonas de Güines que, al no estar tampoco preparadas,
cayeron en el error económico y moral. Pero, ¿alguien se atrevía a decirle
ahora al Comandante que todos esos fracasos eran producto de su caprichoso
autoritarismo totalitario? Ni siquiera su hermano Ramón Castro, encargado por
el Supremo cubano de realizar un milagro imposible: convertir Cuba en un erial
estéril para la agricultura.
En los tiempos de los grandes logros, cuando
la guerra fría provocó que la Unión Soviética mantuviera ocultos con préstamos
millonarios nunca devueltos los caprichosos fracasos del Comandante, se trajo
de Francia a un famoso químico, André Voisin, experto en «fabricar» quesos de
la mayor calidad, a quien sedujo, echando mano de su sobrenatural elocuencia y
carisma, con la inaudita idea de que, entre los dos, conseguirían lo nunca
visto: que Cuba lograra una industria quesera superior en calidad y producción
a la de la mismísima Francia. Y Voisin se lo creyó. Y trató de imponer la
racionalidad de su conocimiento frente al disparate del capricho castrista. Al
principio trabajó con el afán del visionario, jaleado por los uniformados
juglares de los logros revolucionarios del Comandante. Pero, cuando se percató
de la sublime trampa en la que había caído, le pidió al Líder Máximo que lo
dejara marchar a París. El Empecinado Oriental lo retuvo con su hipnosis en el
chalet de Protocolo que había concedido al francés en Cubanacán, al oeste de La
Habana, que le sirvió de cárcel amable, primero, y de amargo lecho de muerte,
después.
Uno de los más conocidos y
universales milagros del Presidente de Todo fue el nacimiento de Ubre Blanca,
prototipo de una vaca lechera, más lechera y revolucionaria que ninguna antes
hubiera existido en el mundo. Ni las vacas suizas, ni las holandesas, ni las
búfalas napolitanas iban a dar más leche y más queso rico que las Ubre Blancas
cubanas «ideadas» por el esmerado talento del Doctor Castro. Y, es cierto, hubo
una Ubre Blanca cuyos comienzos, como los trabajos de la zafra y André Voisin,
como los mismos comienzos de la Revolución Cubana, parecían espectaculares. Su
papel revolucionario, Gramma, y su agencia de noticias, Prensa Latina, dieron
la noticia al Imperio, al mundo libre, al comunista, al Tercer Mundo, a los No
Alineados, a los Muertos de Hambre y, sobre todo, a esa parte del exilio
irredento y reaccionario que negaba la evidencia de los logros de la revolución
castrista, no ya sólo los milagros de la enseñanza y la medicina, sino la nueva
razas de vacas superlecheras cubanas. Pero Ubre Blanca, como Voison, terminó exhausta
de tal explotación revolucionaria y extenuada ante el excesivo ordeñamiento a
la que fue sometida durante el poco tiempo que le duró su estrellato. Se lloró
su muerte en las mismas sentinas del Palacio de la Revolución, y el Amo de la
Finca erigió en recuerdo de Ubre Blanca -va en serio- la escultura del animal
lechero, de tamaño natural y en la Isla de la Juventud.
A sus ilustres y torpones visitantes e
invitados yanquis, congresistas alelados, millonarios fascinados por su
uniforme de dictador invencible, artistas y actores de Hollywood y Nueva York
que caen rendidos ante el Hombre más importante de la Historia de Cuba, los
fascina uno tras otro descargándoles hasta el amanecer cifras y datos casi
secretos, y desconocidos por la mayoría, sobre su propio país, los Estados
Unidos de América, el más detestable de sus enemigos y el más objetivo de sus
aliados. Y hace traducir en tres días, por quince o veinte profesores a quince
o veinte páginas por día, el último libro importante para los gringos, que
salió ayer mismo a las librerías de Nueva York y San Francisco. Para luego
preguntarles si ya han leído tal o cual libro. ¿No? Él sí. Y se explaya contándoles de
memoria a sus asombrados petimetres sus conocimientos de la literatura y el
mundo de última hora.
El único logro militar del ejército de
vanguardia que envió a la guerra de Angola, la batalla de Cuito Canavale con la
obligada independencia de Namibia, lo consiguió el general al mando de las
tropas cubano soviéticas en esa guerra, Arnaldo Ochoa (con su grito de batalla
a la cabeza: «¡Vamos andando!»), precisamente por no seguir las órdenes que el
Enorme Estratega le dictaba desde el Palacio de la Revolución. Tal gesta le
costó la vida años después en La Habana, acusado de una supuesta traición a la
patria. Y si se habla en su presencia de la rara ruina total de la agricultura
en Cuba, el Hombre Fuerte echa la culpa a una inexistente sequía. Y nadie le
recuerda el pequeño detalle y la indecencia moral y política de no haber
construido la más mínima y moderna conducción de aguas en toda la isla durante
decenios. «La culpa es del bloqueo», dirán sus corifeos si algún despistado se
pasa en sus atribuciones de invitado curioso e impertinente.
Es posible que todas estas ocurrencias,
similares o parecidas, aparecieran ya en «Yo, el Supremo», de Roa Bastos, o en
«El otoño del patriarca», de García Márquez, dos escritores de primera línea
universal seducidos por la voz de convincente sirena, la voz del caprichoso y
abusivo Fidel Castro. El último episodio de estirpe castristoide, elevado a
categoría de leyenda real, tuvo lugar en la Embajada japonesa en La Habana. Y
llegó el Comandante, tarde como siempre, y todo el mundo se paró. Los invitados
comieron mariscos y pescado crudo. Y bebieron cerveza y sake japonés. Cuando
llegaron los lavadedos (lo siento mucho, pero me gusta más el término inglés,
fingerbol), el Presidente acercó hasta sus labios el recipiente y se bebió de
un golpe su contenido. En el gran salón se hizo el silencio absoluto. Y el
Hombre Fuerte, calmada su sed de gigante y al notar que algo raro pasaba a su
excelso alrededor, miró en barrido a todos los invitados y, con la obsesiva
capacidad de mandar sobre los demás de la que siempre ha hecho gala, levantó
los ojos y preguntó, extrañado: «¡Ahhh!, ¿no les gusta el agüita?». Y cada uno
de los invitados y el anfitrión japonés, obedeciendo al unísono la orden del
Gran Mandatario en un ritual de imbéciles sedientos, se llevaron a sus labios
el lavadedos y se bebieron el agua.
Es difícil creer en tanto capricho,
tanto fracaso, tanta arbitrariedad en un solo hombre. Pero son multitudes los
que todavía lo hacen en la superstición castrista. Y numerosos los
intelectuales y escritores que cultivan el vicio de la mentira evidente al
defender los fracasos de un dictador mimoso, inmoral, jesuítico y atrabiliario.
Y, además, nos los venden todavía como logros sociales y políticos de una Revolución
y un Héroe inexistentes.
ABC, 8 de septiembre de 2003.
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