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lunes, 18 de marzo de 2013

El agüita del Comandante





  J.J. Armas Marcelo


 Una de sus primeras ocurrencias de niño mimoso, a poco de instalar su dictadura absoluta en Cuba, fue desecar la laguna de Zapata. No lo consiguió, pero logró el tenebroso milagro de arruinar el ecosistema en tres zonas de la isla, de modo que tierras cultivables de cuatro cosechas quedaron inútiles durante lustros. Cuando «inventó» la zafra de los diez millones de toneladas, técnicos de conciencia clara se atrevieron a advertirle al Superman barbudo de la imposibilidad material de conseguir esa meta. Las tierras no aguantarían el exceso, la caña necesitaba un trato distinto al de una leva obligatoria de inexpertos camino de la gloria, a golpe de eufórico machetazo. No sólo paralizó para esa utopía otras parcelas productivas de toda la isla, sino que presentó el fracaso al que había obligado a la economía cubana como un logro de la Revolución. Más tarde, y como se comportan los «adanistas» más enfermizos, ordenó plantar pimientos en todos los alrededores de La Habana, no aptas para ese cultivo, además de utilizar para el mismo proyecto extensas zonas de Güines que, al no estar tampoco preparadas, cayeron en el error económico y moral. Pero, ¿alguien se atrevía a decirle ahora al Comandante que todos esos fracasos eran producto de su caprichoso autoritarismo totalitario? Ni siquiera su hermano Ramón Castro, encargado por el Supremo cubano de realizar un milagro imposible: convertir Cuba en un erial estéril para la agricultura.
 En los tiempos de los grandes logros, cuando la guerra fría provocó que la Unión Soviética mantuviera ocultos con préstamos millonarios nunca devueltos los caprichosos fracasos del Comandante, se trajo de Francia a un famoso químico, André Voisin, experto en «fabricar» quesos de la mayor calidad, a quien sedujo, echando mano de su sobrenatural elocuencia y carisma, con la inaudita idea de que, entre los dos, conseguirían lo nunca visto: que Cuba lograra una industria quesera superior en calidad y producción a la de la mismísima Francia. Y Voisin se lo creyó. Y trató de imponer la racionalidad de su conocimiento frente al disparate del capricho castrista. Al principio trabajó con el afán del visionario, jaleado por los uniformados juglares de los logros revolucionarios del Comandante. Pero, cuando se percató de la sublime trampa en la que había caído, le pidió al Líder Máximo que lo dejara marchar a París. El Empecinado Oriental lo retuvo con su hipnosis en el chalet de Protocolo que había concedido al francés en Cubanacán, al oeste de La Habana, que le sirvió de cárcel amable, primero, y de amargo lecho de muerte, después.
 Uno de los más conocidos y universales milagros del Presidente de Todo fue el nacimiento de Ubre Blanca, prototipo de una vaca lechera, más lechera y revolucionaria que ninguna antes hubiera existido en el mundo. Ni las vacas suizas, ni las holandesas, ni las búfalas napolitanas iban a dar más leche y más queso rico que las Ubre Blancas cubanas «ideadas» por el esmerado talento del Doctor Castro. Y, es cierto, hubo una Ubre Blanca cuyos comienzos, como los trabajos de la zafra y André Voisin, como los mismos comienzos de la Revolución Cubana, parecían espectaculares. Su papel revolucionario, Gramma, y su agencia de noticias, Prensa Latina, dieron la noticia al Imperio, al mundo libre, al comunista, al Tercer Mundo, a los No Alineados, a los Muertos de Hambre y, sobre todo, a esa parte del exilio irredento y reaccionario que negaba la evidencia de los logros de la revolución castrista, no ya sólo los milagros de la enseñanza y la medicina, sino la nueva razas de vacas superlecheras cubanas. Pero Ubre Blanca, como Voison, terminó exhausta de tal explotación revolucionaria y extenuada ante el excesivo ordeñamiento a la que fue sometida durante el poco tiempo que le duró su estrellato. Se lloró su muerte en las mismas sentinas del Palacio de la Revolución, y el Amo de la Finca erigió en recuerdo de Ubre Blanca -va en serio- la escultura del animal lechero, de tamaño natural y en la Isla de la Juventud.
 A sus ilustres y torpones visitantes e invitados yanquis, congresistas alelados, millonarios fascinados por su uniforme de dictador invencible, artistas y actores de Hollywood y Nueva York que caen rendidos ante el Hombre más importante de la Historia de Cuba, los fascina uno tras otro descargándoles hasta el amanecer cifras y datos casi secretos, y desconocidos por la mayoría, sobre su propio país, los Estados Unidos de América, el más detestable de sus enemigos y el más objetivo de sus aliados. Y hace traducir en tres días, por quince o veinte profesores a quince o veinte páginas por día, el último libro importante para los gringos, que salió ayer mismo a las librerías de Nueva York y San Francisco. Para luego preguntarles si ya han leído tal o cual libro. ¿No? Él sí. Y se explaya contándoles de memoria a sus asombrados petimetres sus conocimientos de la literatura y el mundo de última hora.
 El único logro militar del ejército de vanguardia que envió a la guerra de Angola, la batalla de Cuito Canavale con la obligada independencia de Namibia, lo consiguió el general al mando de las tropas cubano soviéticas en esa guerra, Arnaldo Ochoa (con su grito de batalla a la cabeza: «¡Vamos andando!»), precisamente por no seguir las órdenes que el Enorme Estratega le dictaba desde el Palacio de la Revolución. Tal gesta le costó la vida años después en La Habana, acusado de una supuesta traición a la patria. Y si se habla en su presencia de la rara ruina total de la agricultura en Cuba, el Hombre Fuerte echa la culpa a una inexistente sequía. Y nadie le recuerda el pequeño detalle y la indecencia moral y política de no haber construido la más mínima y moderna conducción de aguas en toda la isla durante decenios. «La culpa es del bloqueo», dirán sus corifeos si algún despistado se pasa en sus atribuciones de invitado curioso e impertinente.
 Es posible que todas estas ocurrencias, similares o parecidas, aparecieran ya en «Yo, el Supremo», de Roa Bastos, o en «El otoño del patriarca», de García Márquez, dos escritores de primera línea universal seducidos por la voz de convincente sirena, la voz del caprichoso y abusivo Fidel Castro. El último episodio de estirpe castristoide, elevado a categoría de leyenda real, tuvo lugar en la Embajada japonesa en La Habana. Y llegó el Comandante, tarde como siempre, y todo el mundo se paró. Los invitados comieron mariscos y pescado crudo. Y bebieron cerveza y sake japonés. Cuando llegaron los lavadedos (lo siento mucho, pero me gusta más el término inglés, fingerbol), el Presidente acercó hasta sus labios el recipiente y se bebió de un golpe su contenido. En el gran salón se hizo el silencio absoluto. Y el Hombre Fuerte, calmada su sed de gigante y al notar que algo raro pasaba a su excelso alrededor, miró en barrido a todos los invitados y, con la obsesiva capacidad de mandar sobre los demás de la que siempre ha hecho gala, levantó los ojos y preguntó, extrañado: «¡Ahhh!, ¿no les gusta el agüita?». Y cada uno de los invitados y el anfitrión japonés, obedeciendo al unísono la orden del Gran Mandatario en un ritual de imbéciles sedientos, se llevaron a sus labios el lavadedos y se bebieron el agua.
 Es difícil creer en tanto capricho, tanto fracaso, tanta arbitrariedad en un solo hombre. Pero son multitudes los que todavía lo hacen en la superstición castrista. Y numerosos los intelectuales y escritores que cultivan el vicio de la mentira evidente al defender los fracasos de un dictador mimoso, inmoral, jesuítico y atrabiliario. Y, además, nos los venden todavía como logros sociales y políticos de una Revolución y un Héroe inexistentes.


 ABC, 8 de septiembre de 2003.


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