Alessandra Molina
Leer los aforismos de Georg
Christoph Lichtenberg es encontrarse de continuo con su figura del hombre en la
ventana. En una traducción al español ha sido usada como subtítulo para señalar el carácter autobiográfico de una de las secciones, lo que no deja de sugerir que volverá a aparecer en muchos otros momentos. Ventana, vano del que un huésped
amable se retira –ha permanecido en ese lado de la casa lo mismo que sobre
sus piernas y sus riñones–, para que también nosotros podamos estar. Los codos
encajan en el marco mientras por encima de la cabeza queda un filón de
aire, pájaros y astro. El hombre en la ventana es la puesta en escena del acto
de escribir, por eso incita tanto y acaso más que un razonamiento. Umbral que
cabe entero en un cono de lámpara, como entre luz y sombra pasan la mesa de
sostén y un libro, la escritura y las horas. El deseo de Lichtenberg de que
cada quien viera y pensara por sí mismo, nos regala ese preámbulo, solaz que fortalece nuestra confianza y la hace romper en un paso sostenido de galope: nos
ponemos a imaginar nuestra posibilidad de escribir. Durante ese tiempo en que imaginar que se escribe vale tanto como la escritura misma, cuánto más no avanzan nuestras ilusiones si ésta nos es presentada a escala de unos
objetos y de un sitio donde pudo tener lugar. (Y para alguien dotado las cosas
serán diferentes sólo en la medida de su gran espera.) ¡Con qué exaltado bienestar se está en esos elementos que no son la escritura
pero pueden atesorarla!: la mesa, el vino, los libros,
unas papas humeantes, los amigos que visitan, un paseo en soledad, un paseo con
alguien, la vigilia nocturna, la reclusión en casa… Aunque Lichtenberg es todavía más ágil que todo nuestro entusiasmo a la luz de una lámpara, y otra vez deambulamos por la casa, recodo, pasaje de una idea.
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