Alfonso Hernández Catá
Arsenio Ortiz ya tenía renombre sanguinario, y
no usurpado. En la llamada guerra racista —otra de nuestras vergüenzas, por su
crueldad—, el entonces Capitán Ortiz se presentó en Santiago con una canasta de
orejas de negros. Y luego, en la represión menocaliana de 1917, aterrorizó de
tal modo la región de Holguín, que aún se canta allá un son con esta letra:
"No pises tierra holguinera —que te coge Arsenio Ortiz."
El machadato no pudo buscar militar con mayor
hoja de servicios para los menesteres que necesitaba. Machado, amigo de los
banqueros yanquis, había aprendido lo de The
rigth man in the rigth place.
Ante el temor de que en Oriente surgiese una
revolución —si Camagüey es el corazón de Cuba, Oriente es su pulmón, porque por
él han respirado todas sus ansias de libertad—, Arsenio Ortiz fue nombrado
supervisor militar de Santiago. Lo que hizo en sólo cuarenta días, ni siquiera
el terremoto sufrido después por la segunda ciudad de la isla pudo hacerlo. La
generosa tierra oriental se esponjó de sangre. En su progreso natural de
felonía, el hombre de Holguín pasó a ser el hombre de Santiago. Sin duda los
crímenes de que dejó pruebas próximas a la jactancia, no son todos. Hubo más
torturados, más muertos. Nunca la ferocidad y la celeridad han marchado tan juntas.
El nombre de "Chacal de Oriente" con que un periodista habanero lo
bautizó, no debe perpetuarse; y no tanto por miedo al lugar común cuanto por
respeto a las categorías zoológicas.
Más de una vida diaria arroja el pavoroso
balance. Cuarenta y cuatro muertos hicieron célebre la Loma Colorada y el
cuarto del vivac donde, de antiguo, solían encerrarse los locos. Los gritos de
espanto y de dolor de los así acabados sin proceso ni defensa eran tales, que
junto a ellos, según los vecinos, los lanzados por los dementes sonaban como
gemidos débiles. Para el supervisor no había límites. La menor protesta era castigada
con la pena única. Un dependiente de la confitería "La Nuviola" a
quien llamaban "El Españolíto", que se permitió comentar los desmanes,
fue callado a tiros por los esbirros de Ortiz, y como no quedase muerto,
volvieron atrás ya iniciada la huida, y ante los primeros transeúntes agrupados,
rodearon el cuello de la víctima con un alambre y, tirando de él después de
hacer palanca con los pies, lo estrangularon bárbaramente. Ante tales hechos el
Presidente de la Audiencia Provincial, don Luis Echeverría y Limonta, sintió
sublevarse su conciencia y protestó. Para advertirle de su inoportunidad, el
Comandante Ortiz tuvo la delicada ocurrencia de colgar del dintel de la puerta
de la casa del Magistrado un cadáver, que con su pendulear trágico aconsejaba a
la Justicia el desentenderse de aquellos asuntos. Sin la Prensa acusadora, a
pesar de todas las amenazas nadie hubiera detenido a Ortiz. Mientras caían
hombres inocentes en Santiago, el Secretario de Gobernación se limitaba a decir
que había mucha exageración en los rumores, y el Presidente pescaba mecido por
las olas sin que ninguna pesadilla de conciencia turbara su sueño.
Procesado no obstante, por presión pública,
bajo acusación de cuarenta y cuatro asesinatos, según consta en autos
judiciales, el terrorífico militar fue llamado a la Habana. Allí, en vez de
entrar en prisión, alójesele en el Estado Mayor, permitiéndosele salidas
clandestinas. Por si eso fuera poco, Machado promulgó una ley de amnistía con
el único fin de dejarlo impune, y le otorgó de modo extraoficial la verdadera jefatura
de la Policía habanera dándole ocasión de añadir en su cuadro de caza humana a
los estudiantes Floro y Antonio Pérez, Rafael Nápoles Batista, Argelio Puig
Jordán, al que remató después de haberle volcado el automóvil en que huía con
sus compañeros Orlando Rodríguez y Ferrer Cañal, heridos también por las balas
del monstruo de que habían querido librar a su tierra. Aún después, con motivo
de otros sucesos revolucionarios, el Presidente Machado lo envió de Jefe
militar a Santa Clara, y en el ingenio Jatibonico fusiló a tres guardas
jurados. Por reclamaciones del Gobierno norteamericano —el ingenio pertenece a
propietarios yankis—, fue destituido
y expulsado del Ejército. Y es rumor público que el Presidente le dio como
viático para su retirada a Alemania, en donde hoy se halla, veinte mil pesos
que, naturalmente, no salieron del
peculio privado del soberano de Cuba, sino de las entrañas del pueblo, lo mismo
que había salido la sangre derramada por él. Las felonías de Ortiz han sido
relatadas por la Prensa de todo el mundo, y una revista tan moderada como Colliers, de Nueva York, le dedicaba en
su número de 5 de mayo de 1933 un extenso artículo con testimonios gráficos de
sus crímenes. El periodista y escritor americano Carleton Beal le consagra en
su libro The Crime of Cuba un
capítulo que ha contribuido mucho a deshacer en la opinión pública
norteamericana los errores incrustados por la Sociedad Machado-Wall Street a
fuerza de oro cubano pagado a periodistas venales. Y el Senador Borah y el
Representante Fich han nombrado también en las Cámaras legislativas al monstruo
al ocuparse de las iniquidades del vasto cementerio antillano.
A pesar de tanto encono, de tanta violencia,
el machadismo, que había creído doblegar las resistencias todas, halló frente a
sí una impenetrable. El nacimiento y conservación de esa resistencia ha sido el
buen milagro de Cuba en estos años dolorosos. Dijérase que los héroes
revolucionarios, al través de la generación que no supo administrar su
herencia, transmitían mensajes a sus nietos, y que los "pinos nuevos"
de que habló Martí alzaban sus troncos cuando los cañaverales diabéticos y las
triunfales palmas se mustiaban vencidas.
De la Universidad, verdadera alma máter esta vez, salió el empuje que
pronto se propagó a los Institutos y a las Escuelas. Sin perder la sonrisa,
pero con una seriedad profunda, con una cautela, con un arrojo, con un sentido
de convivencia y organización que niveló en un rasero de heroicidad
desigualdades de edad y de clases sociales, los estudiantes, la juventud, se
lanzó a la lucha, y tras varias peripecias arrastró a ella a sus profesores. En
ninguna parte ni en ninguna época un haz de muchachos ha procedido más
seriamente, más virilmente.
En el largo lapso de olvidos y de
claudicaciones, esa juventud ha sido la prez, el detersivo, la flor de la
nación cubana. Machado tenía que odiar esa juventud por dos razones
específicas: por su vejez rijosa y por su incultura. Y el odio de Machado, como
el de Arsenio Ortiz —odio de hienas—, sólo se satisface con carne muerta.
La Universidad fue, desde el primer momento,
el blanco principal de la tiranía cubana. Y los verdugos recibieron órdenes
concretas. Machado no podía disponer de tres o cuatro Atilas como Arsenio Ortiz
para oscurecer la demoníaca gloria de Herodes, pero sí de sucursales eficaces.
Todo cuanto fue mocedad y pensamiento quedó condenado.
Un cementerio
en las Antillas, Madrid, 1933 pp.
51-58.
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