Guillermo Cabrera Infante
No hay vidas más disímiles (y a la vez más
similares) que las de José Lezama Lima y Virgilio Piñera. Nacieron a poca
distancia en el tiempo (Lezama en 1910, Pinera en 1912) y casi en el mismo
espacio (uno en La Habana y el otro en Cárdenas, a cien kilómetros de La
Habana) y los dos murieron en La Habana: Lezama en 1976, Piñera en 1979.
Virgilio nació en la provincia de Matanzas pero después de una infancia
inquieta y una adolescencia ambulatoria (odiaba que se la calificara de peripatética),
vino a instalarse en La Habana, nuestra Roma Antigua, mientras Lezama se había
fijado (tal vez el verbo que mejor le sentaba: todo es fijeza en Lezama) en la
capital, desde que nació para siempre. Los dos eran hijos de técnicos. El padre
de Lezama fue coronel del ejército, ingeniero militar, y el de Virgilio
ingeniero agrimensor. Pero mientras Lezama, hijo varón único, quedaba huérfano
de padre en la niñez, Virgilio, uno entre varios hijos, vio a su padre llegar a
verdadero viejo y padecer de manía ambulatoria. Lezama nunca se recobró de la
muerte de su padre. Virgilio veía la muerte como una liberadora de su padre,
ciego y senil. Los dos fueron escritores precoces. Pero Lezama hizo estudios
para graduarse de abogado, mientras Virgilio nunca completó su educación
(Filosofía y Letras probablemente) y entre ambos se interpuso siempre la
respetabilidad que mantuvo Lezama casi hasta su muerte y la accesibilidad de
Virgilio, por no decir su modestia (que escondía una inmodestia íntima enorme),
su desprecio por el respeto y su desafío de las convenciones sociales. Muy poca
gente (tal vez, solamente su madre y sus hermanas, que le decían Joseíto) llamó
a Lezama otro nombre que Lezama, si lo conocían, o Lezama Lima de lejos, pero
había algunos que lo llamaban Maestro sin que Lezama desdeñara este
tratamiento. Mientras que Virgilio Piñera era Virgilio para todos sus amigos y
hasta para meros conocidos y era Piñera sólo para sus enemigos. Asimismo,
Virgilio hubiera despachado con una de sus salidas ácidas a cualquiera que lo
tratara de maestro, aun con minúscula. Físicamente no podían ser confundidos
nunca. Lezama era alto, enorme: un hombre gordo como Chesterton, católico como
Chesterton, ambos autores de alegorías. Virgilio era de estatura media, casi bajo,
siempre flaco y a veces, al principio y final de su vida, coqueteó con la
caquexia. Era además agnóstico. Para acentuar las antianalogías escribió una
obra, El flaco y el gordo, en que el Gordo es un glotón atroz que hace
referencias a un Maestro, gourmet esencial —las dos caras comilonas de Lezama
que se atracaba de comidas que calificaba de exquisitas. El Flaco, como
Virgilio, es un hombre hambreado encerrado con el Gordo en un recinto aislado,
que termina, premonitoriamente, matando al Gordo, devorándolo —¿antropofagia
intelectual?— y llevando sus ropas, que lo convierten en lo que siempre quiso
ser, el Gordo. Dentro de cada flaco hay un gordo luchando por subir. Los dos,
Virgilio, y Lezama, eran profundamente cubanos, habaneros más bien y ambos
tenían connotaciones con la más criolla de las ciudades cubanas, Camagüey,
donde Virgilio había vivido en su niñez, de donde era oriundo el padre de
Lezama. La pareja publicó sus tempranos primeros libros (poemarios ambos), los
dos dedicados a temas griegos: Lezama, La muerte de Narciso (1937), Virgilio,
Las furias (1941), con un tratamiento sensiblemente diferente en cada caso. Ya
Lezama era barroco y oscuro, mientras Virgilio se mostraba simple, casi
callejero. Pero aunque la poesía de Virgilio es notable (sobre todo su tercer
libro, La isla en peso, 1943), no hay en ella un solo verso de la belleza
imperecedera de “Así el espejo averiguó callado, así Narciso en pleamar fugó
sin alas” y mucho menos algo de la extraña perfección de los poemas en Enemigo
rumor, que Lezama publicó ya en 1941. En La isla en peso Virgilio se mostró un
poeta de considerable cubanía, aunque alguno lo acusara fútilmente de copiar a
Aimé Cesaire. Pero por este tiempo, antes de ese tiempo, Lezama compuso poemas
que están entre los más hermosos escritos en español en este siglo. Sin embargo
hay un verso de Virgilio, “Tú tenías un gran pie y el tacón jorobado”,
memorable por su humor a la vez cruel y melancólico cuando se sabe que tacón y
pie pertenecen a un personaje popular, una habanera humilde, Chencha la
chambona.
Era inevitable que Lezama y Virgilio se
encontraran en comunidad, era también previsible que se separaran con
violencia. Virgilio era pendenciero, Lezama sólido, pero los dos eran
vulnerables en más de un sentido. Homosexuales los dos, sus intereses sexuales
eran marcadamente diferentes: esto era visible aun en los atuendos respectivos.
Lezama vestía invariablemente de cuello y corbata y si no usaba chaleco parecía
portar uno, perceptible en su in visibilidad constante. (Un saludo humorístico
de Lezama era a menudo: “Véame aquí en mi chaleco mozartino sobre mi vientre
wagneriano”.) Virgilio siempre llevó pantalón barato y una camisa de sport de
mangas cortas (tal vez por necesidad, seguramente por elección) y si alguna vez
tuvo un traje, nunca lo usó —ni siquiera lo recuerdo trajeado en París, en la
hostil primavera de 1965, aunque seguramente vestía chaqueta y un impermeable
contra el tiempo pero también contra costumbre. Lezama era adicto a los efebos
demorados, lánguidos, intelectuales. Era amante de la forma. Virgilio prefería
a los hombres raudos, rudos del pueblo —guagüeros, porteros, serenos, varios
vagabundos y tal vez un soldado con licencia— a los que pagaba religiosamente a
pesar de su pobreza. No había amores para Virgilio: sólo la acción sexual,
sodomía súbita y su costo. A veces Virgilio retenía o simulaba retener el pago
ritual después del coito y él mismo confesaba que nada le daba más placer que
el frisson nouveau producido por la ira del amante alquilado todavía no pagado
—”Nada de amante, niño”, revelaba Virgilio. “En realidad un bugarrón de mala
muerte”— y verse a punto de recibir una paliza por simular no soltar las
monedas amorosas, morosas. Dos incidentes revelan estas divergencias sexuales
de los dos poetas. (Pero antes debo decir que Virgilio detestaba la idea de
tener comercio —la palabra nunca fue más adecuada— carnal con cualquiera
siquiera levemente en contacto con la cultura y así el día en que un amante
inminente le confesó in passim que le gustaba leer libros, Virgilio abandonó
airado el cuarto, todavía a medio vestir y desapareció ante el asombro de su
amante por venir. “Los hombres de verdad no leen libros”, explicaba Virgilio.
“La literatura es mariconería y para maricón, yo.”) En una ocasión extraliteraria,
Virgilio levantó a un negro formidable en el Parque Central y juntos fueron a
una infecta posada en la calle Amargura (sin símbolos) y entraron al edificio y
al cuarto. Virgilio atravesaba una de sus muchas crisis económicas y comía mal
y poco y estaba más flaco que acostumbraba, metafísico estáis casi. Se quitó la
ropa lo más discretamente posible, ya en la cama, casi bajo la sábana y cubrió
con ella sus desnudos huesos lo más rápido que pudo. El amante (“Un tronco de
turco”) tarifado sospechó que había algo extraño en aquella desvestida pudorosa
y poderoso vestido fue hasta la cama y de un manotazo arrebató la sábana a
Virgilio —para descubrir el cuerpo más o menos magro del escritor anónimo. El
dante se explayó en palabras soeces (“Cubrió mi cuerpo desnudo de oprobios”,
contaba Virgilio, maestro de picarescas), en denuestos, en improperios: “¡Un
esqueleto! ¡Un maricón esqueleto! ¡Un esqueleto de mierda!”, escandalizaba el
ya no amante ante la visión desnuda, más sobreviviente de Buchenwald que Venus
de Botticelli. Acto seguido el sodomita taxi, ofendido por haber sido
presentado con huesos duros cuando esperaba nalgas propicias, un culo cómodo,
glúteos máximos, se quitó el cinturón y atacó a Virgilio a cintazos bestiales,
salvajes, como de esclavo hecho amo. Finalmente, antes de irse, Némesis negra,
buscó en los bolsillos del pantalón descartado inútilmente y dejó a Virgilio
azotado y sin dinero —pero feliz en su coito sin pene con gloria.
No eran para Lezama estas aventuras eróticas
heroicas, quien tal vez las consideraría sórdidas y hasta vulgares. Por otra
parte, al revés de Virgilio, Lezama era un homosexual activo no pasivo,
distinción absurda para lo que otro escritor cubano, Calvert Casey, llamaba la
“escuela moderna”, que significaba un mundo de divergencias para lo que se
puede considerar la “escuela antigua”. Tanto Virgilio como Lezama abominaban de
la felación mutua y el “cruce de espadas”. Pero la misma militancia marcaba
diferencias de aspecto y de comportamiento público. Virgilio era muy afeminado,
apocado. Lezama tenía una virilidad valiente, que lo acercaba a lo que el
personaje de comedia bufa Sopeira, gallego gallardo, llamaba un “caballero
español”. Lezama era un caballero cubano. Aun un mismo vicio los separaba: los
dos fumaban mucho, pero mientras Virgilio, de perfil dantesco, encendía un
cigarrillo tras otro y los sorbía con un abandono lánguido que parecía propio
de Marlene Dietrich, Lezama, de rostro rudo, mordía un enorme puro eterno, que
junto con su humanidad rotunda lo acercaba a una versión morena de Sidney
Greenstreet, el actor que en los años cuarenta encarnaba la gordura acechante,
villano bonvivant, en contraposición al malo siniestro aunque igualmente obeso
de Laird Cregar. A menudo Cregar y Greenstreet parecían pederastas pasivos.
Lezama nunca lo pareció. Como en el chiste del chusco habanero al calificar su
revista de poetas pederactivos Nadie parecía —y todos lo eran.
Entre las “aventuras sigilosas” de Lezama está
su encuentro con un efebo escribano que los años transformarían en un mal
aprendiz de comisario cultural y al que una efímera fama como novelista revolucionario
(según ciertos críticos cubanizados) otorgó un nombre y una atención que no
merecía. No voy a nombrarlo pero sí quiero contar una de sus primeras salidas
oportunistas. Este novelista cuando joven (ya entonces era ambicioso y ambiguo)
se acercó adulador a Lezama, quien quedó prendado de su belleza. Es verdad que
era falso pero era bello. Alto, esbelto, rubio, de ojos asombrosamente azules,
y Lezama, al revés de Virgilio, siempre se dejó admirar por jóvenes bien
dotados, mirándolos tal vez como posibles amantes o como futuros discípulos. Un
día Lezama llevó al efebo literario, recién conocido, a una reunión en la finca
frutal de un mecenas literario, entonces un poderoso periodista, enérgico y
agresivo y rico y no el pobre exilado ecuánime que es Hoy. Era un antiguo
colaborador de Orígenes y protector de Lezama. Parecía que el orgulloso poeta
no necesitaba padrinos pero siempre estuvo a su merced y los tuvo todopoderosos,
innúmeros.
En la reunión el escritor, el efebo o lo que
fuera entonces se sentó a los pies de Lezama, atento al amigo rumor del poeta.
En un momento que se quedaron solos, recostado contra las robustas rodillas de Lezama,
le dijo: “¡Qué manos más bellas tiene usted, Maestro!” Lezama, que nunca tuvo
nada bello, entendió que el elogio a sus morcilludas manos era más bien un
avance y decidió invitar a su adulador amigo a dar una vuelta entre la aireada
arboleda. En un rincón recoleto Lezama trató (como contó el escritor) de besar
los labios de su compañía, que sintió una súbita repulsión incoercible. Es
posible que sucediera así pero era un sucedido íntimo. Al poco tiempo este
efebo escritor se las arregló para editar una revista efímera en que publicó un
cuento que se llamaba “El hombre gordo”. Aquí relataba el incidente, añadiendo
a la repulsión física bastante náusea literaria (el existencialismo estaba
entonces de moda) y aunque no decía nombres la descripción de Lezama era
exacta. Pero no contento con la publicación, el libelista hizo llegar un
ejemplar de la revista a Lezama. Tal vez Lezama se sintió herido pero sus
gritos fueron como siempre literarios. Sabiendo que el escritor efebo estaba
viviendo en casa de un pintor tan chino como mulato y tan talentoso como
malévolo, publicó en un próximo número de Orígenes la primera entrega de una
novela en clave, verdadera román a Klee, en que describía cómo una blonda
criatura púber vivía con un pintor malayo y por las noches del vientre del pintor
asiático se desprendía un gusano —que hurgaba en el cuerpo casi albino del
huésped para introducirse obsceno. Tal vez ambas historias sean apócrifas pero
lo que queda Hoy es la mala literatura de “El hombre gordo” contra la prosa
poderosa del relato del pintor malayo, su gusano insidioso y el efebo
penetrado, hecho nubil de noche. De ese infierno íntimo surgió público
Paradiso.
La única vez que los pasos pederastas de
Lezama y Virgilio se encontraron fue en la esquina, a la vez piadosa y
pervertida, del Callejón del Chorro. Allí, a un lado está la Catedral barroca y
al otro estaba entonces un famoso prostíbulo de postín, supuestamente secreto
—y masculino. No sé qué fue a hacer Virgilio por esos pagos, ya que, como
siempre, estaba sin un centavo y a él no le interesaban los efebos bellos sino
los hombres maduros, matones, mientras más pueblo bajo mejor. Lo acompañaba el compositor
Natalio Galán, rico en ritmos pero pobre de solemnidad, aunque nada solemne.
(Fue él quien contó, mucho mejor que yo, esta historia.) Galán hacía entonces
labores de investigación para un novelista vuelto musicólogo, a quien su fama
futura encubriría su avaricia. Natalio Galán ganaba una miseria por descubrir
viejos manuscritos musicales, hallazgos que serían atribuidos al autor y no al
investigador. Al sol y de pie en aquella esquina non sancta y santa (Virgilio
posiblemente sostenía su flaqueza contra el pilón fálico que marcaba la entrada
del callejón), vieron salir del burdel de varones a Lezama. Apacible venía, con
un puro recién encendido en la boca, en la cara un aire de satisfacción que tal
vez se la produjera el tabaco o pensar un poema. Lezama notó a los dos artistas
(que parecían más bien dos picaros por su porte pobre y sus sonrisas cínicas),
pero no se inmutó y en alta voz, con su acento asmático, dijo: “Qué, Virgilio, ¿también
en busca del unicornio oculto en espesura?” A lo que contestó Virgilio,
extrañamente, pues aunque podía ser ingenioso nunca fue culterano: “No, Lezama,
cubrimos el mismo coto de caza”. Natalio ahora me puntualizó: “Era la única
forma que Virgilio podía en ese momento decirle a Lezama: We both cover the
waterfront”.
Lezama vivió siempre en la misma casa de la
calle Trocadero, eternizándola. Pero Virgilio tuvo que vivir en muchos pueblos
y en muchas casas, entre ellas, significativamente, en Panchito Gómez, calle cubana
si las hay. También vivió solo en muchos cuartos solitarios, siempre móvil,
perseguido por el alguacil de desahucios y bugarrones baratos pero
insatisfechos, no sexualmente sino pecuniariamente. Habitó Virgilio, entre
otros infiernillos, la infame azotea de Malecón y Paseo del Prado, donde todos
los inquilinos eran pobres pero pederastas. Fue allí que Virgilio supo que su
vecino, otro famoso poeta cubano, Emilio Ballagas, abandonaba su habitación
homosexual, se convertía en católico comulgante y confeso y abjuraba de sus
vicios contra natura para casarse por la Iglesia. No había pasado una semana de
esta partida púdica, de tal juramento y de ese voto cuando regresó Ballagas
apresurado a pedirle prestado el cuarto a Virgilio. Ballagas había olvidado en
su premura sexual el horror que sentía Virgilio a que alguien ocupara su cama
que no fuera su amante ocasional —o mejor, momentáneo. Virgilio dijo que no redondamente
y luego, pensándolo mejor, añadió: “Pero puedes usar el baño”, refiriéndolo a
los servicios sanitarios colectivos. “Gracias”, dijo Ballagas agradecido.
“Gracias, Virgilio, no lo vas a lamentar. Ya verás, es un marinero precioso,
une trouvaille.” Ballagas desapareció escalera abajo para regresar al momento
sin aliento, casi arrastrando a un marinero efectivamente —al que Virgilio
reconoció enseguida como el efebo elegido que una vez se habían disputado en
una riña entre rimas Lorca y el poeta colombiano Porfirio Barba Jacob, de
muchos pseudónimos y pocos dientes. “Pero el efebo jacobino o lorquiano era
ahora una ruina”, contaba Virgilio. “Un marino fantasma que todavía vivía para
cautivar como el holandés errante a los poetas pederastas.”
En otra casa aún más vieja que ese solar
desolador consiguió Virgilio un cuarto. Era una casa casi cayéndose que debió
ser desalojada hacía tiempo pero todavía estaba habitada y allí se refugió
Virgilio, ruina entre ruinas. Un día fue a hacer uso de los servicios
sanitarios cuya sanidad era sólo nominal. Sentado como meditando en la taza,
súbitamente el piso cedió bajo su peso, que nunca fue mucho, y Virgilio, la
fuerza de la necesidad contra la de la gravedad, todavía sentado sobre la taza,
todavía en posición de pensador, fue a caer a los bajos, encima de una insólita
mesa de planchar y entre unos chinos. Había caído en un tren de lavado chino.
Toda la lavandería confucia se insultó con su presencia obscena: alea dejecta
est. “Pero”, contaba Virgilio, “a pesar de lo que debieron ser maldiciones
cantonesas al principio, después fueron de lo más dulces y hasta me ayudaron a
salir de la taza y de mi embarazo”. Milagrosamente, Virgilio no se hizo ni un
rasguño. Es evidente que los poetas peripatéticos mueren en la cama.
Lezama vivía rodeado de libros, de papeles, de
pruebas de galera (siempre estuvo, desde 1937, envuelto en empresas
editoriales: revistas, libros, publicaciones) y su asma se alimentaba del polvo
que acumula el papel impreso. Virgilio nunca tuvo un libro y hacía gala de esta
ausencia que no era carencia. “Están todos aquí en mi cabeza”, solía decir.
“¿Para qué los voy a almacenar en mi casa?” Me consta que en las dos casas en
que le vi vivir no encontré nunca un libro. No creo siquiera que conservara
ejemplares de sus propias obras.
Lezama y Virgilio no sólo coincidieron en la
esquina del prostíbulo doblemente pecaminoso del Callejón del Chorro.
Estuvieron también juntos en tareas más respetables. Orígenes los juntó pero
duró poco la asociación. Pronto hubo entre ellos diferencias literarias, que se
hicieron enseguida ojeriza, luego enemistad y más tarde trifulca. Finalmente
coincidieron en otra esquina, la de los antiguos cuarteles del Lyceum and Lawn
Tennis Club. A pesar de su nombre inglés y su aparente dedicación al tenis, el
Lyceum era una sociedad cultural con una sala de actos (para conferencias,
teatro y conciertos de música de cámara), un salón de exposiciones y una
biblioteca muy bien dotada de libros modernos y la primera biblioteca
circulante de Cuba. Todos sus locales eran públicos. Nunca supe si Virgilio y
Lezama se encontraron en la biblioteca o en el salón de exposiciones (era por
la tarde). Lo que sí sé es que los dos salieron a la calle a dirimir su
contienda a la manera machista de los contendientes cubanos (“Sal pa fuera y
arreglamos esto” —simplemente no concibo ni a Virgilio, tan pugnaz, ni a
Lezama, tan ecuánime, voceando ese reto) o de los lacónicos cowboys del oeste
del cine. Pero rituales o silentes a la calle salieron y no bien cruzaron dos
palabras o un silencio de más, cuando Virgilio salvó el seto ligero y se
introdujo en los jardines. No hizo caso al aviso (“Prohibido pisar el césped”)
y escarbando alrededor del flamboyán gigante buscaba algo. ¿Un tesoro oculto?
¿Un arma homicida? Lezama no atinaba a adivinar qué era la busca de Virgilio
(la piedra filosofal, tal vez) cuando vio que no era una piedra sino muchas
piedras. Cuando Virgilio consideró que ya tenía bastantes comenzó a lanzárselas
a Lezama, más bien a dispararlas pero dirigidas todas a las poderosas piernas,
a los pies planos de su enemigo antes literario, ahora mortal. Cada vez que
veía venir una piedra Lezama daba un salto, más bien un saltico: todo lo que le
permitía su gordura. Virgilio reía diabólico o divertido. Lezama por su parte
dirigía amenazas verbales a Virgilio, habano todavía en la boca, advirtiendo:
“Virgilio, te voy a pegar”, pero este Goliath humeante no hacía nada por
avanzar hacia su contendiente, David pedrero. Pronto hubo una turba de
muchachos callejeros que presenciaban regocijados la escaramuza, la pelea de
piedras contra palabras. Al final los golfos se incluyeron en el combate como
coro: “¡Que salte el gordo! ¡Que salte el gordo!”, gritaban esos malditos. Lo
que no hacía ninguna gracia a Lezama que nunca toleró que le llamaran gordo ni
aun afectuosamente. Finalmente la pedrea cesó porque Virgilio se quedó sin
municiones y los muchachos se volvieron a vituperar a Virgilio. Terminado el
duelo irregular, cada contendiente se fue por su lado literario —pero no se
volvieron a hablar.
Virgilio dejó el país en una suerte de exilio
literario. Escogió Argentina como destino y allí vivió dieciséis años,
trabajando en el consulado como mero escribano, viviendo en Buenos Aires una
vida tan precaria como en La Habana, pobre payador. Lezama siguió sacando
Orígenes y publicando poemarios y libros de ensayos, recorriendo obsesivo una
misma calle de La Habana Vieja que no por azar era la calle de las librerías.
Viajó una sola vez a México, invitado por su protector periodista. La nunca
olvidada muerte del padre en Estados Unidos había convencido a toda la familia
de que el extranjero mata y Lezama no estuvo una semana fuera. El viaje produjo
un poema extraordinario, “Para llegar a la Montego Bay”, con una línea que no
por parodiable deja de ser menos hermosa y característica: “Permiso para un leve
sobresalto”. La fama local de Lezama era cada vez mayor, a pesar de su
creciente oscuridad, que el trópico no permite. En una ocasión un intelectual
que leía por los ojos de Ortega, Jorge Mañach, vocero de la generación de 1927,
emprendió en la popular revista Bohemia una pedrea más dolorosa que la de Virgilio:
trató de lapidar a Lezama, de levantarle una tapia para siempre. Lezama
respondió con su acostumbrada prosa impenetrable. Perdió la polémica pero ganó
la poesía. Sus seguidores se convirtieron en discípulos y consideraron a Lezama
un verdadero maestro, un profeta regalado, con adulación no siempre genuina ni
devoción fiel, como lo iba a demostrar el tiempo. Virgilio, por su parte,
consiguió cierto nombre continental, pero nadie reconoció su real importancia.
Después de todo, él fue un pionero de la literatura del absurdo y en su obra
teatral (Virgilio pudo expresar su genuino dramatismo en un teatro cubano y a
la vez universal, lleno de humor paródico y gusto por la paradoja),
especialmente en Falsa alarma, escrita en 1948, dos años antes de que lonesco
estrenara su Cantante calva. Allí fue uno de los primeros en descubrir la
realidad (teatral) como absurdo metafísico.
Una diferencia literaria (en verdad un
distanciamiento personal y estético) hizo que José Rodríguez Feo, el patrón
gracias al cual se publicaba la revista Orígenes, y Lezama se separaran
agriamente. Rodríguez Feo publicó su versión de Orígenes, mientras Lezama
trataba en vano de continuar la suya con sus pobres medios. Lezama tuvo que
renunciar a su empeño y Rodríguez Feo editó entonces, muerta Orígenes, una
revista literaria llamada temporalmente Ciclón, que costeó y dirigió. Este
cisma casi religioso parecería ser la causa que devolvió a Virgilio a Cuba, en
peso en la isla. Pero su vuelta definitiva no se produjo hasta dos años más
tarde, en 1958. Nadie podía concebir a Virgilio como funcionario y él luego
confesaría que parte de su tiempo lo empleó en Buenos Aires, como en La Habana,
dedicado a cierta picaresca más o menos literaria para poder sobrevivir y que
antes del flamante cargo consular (en realidad mero amanuense) había tenido que
convertirse en traductor de idiomas que no conocía y hasta corrector de pruebas
nocturno. Si su libro Cuentos fríos había aparecido bajo el sello prestigioso
de la Editorial Losada (que confería un aval sudamericano a una colección de
cuentos cubanos) fue porque desde La Habana, Rodríguez Feo pagó la edición
íntegramente. Rodríguez Feo, aun antes de romper con Lezama, ya protegía a su
rival retador. Pero no sólo eran lazos literarios los que unían a Virgilio y a Rodríguez
Feo —sin olvidar la derrota infligida a Lezama por este antiguo socio
mayoritario. Había la vieja simpatía de los días que vieron nacer al Orígenes
original y ese mystic bond of brotherhood (Virgilio insistiría que era of
sisterhood) en que completaba la inestable trinidad pecadora con Lezama: el homosexualismo.
Al mismo tiempo que los separaba de Lezama, unía a ambos ambiguamente una falta
particular: la mariconería. Lezama tendió siempre a la respetabilidad y su
misma pederastía podía ser tomada como una forma íntima de su magisterio.
Virgilio, ya lo hemos visto, era todo menos respetable. En cuanto a Rodríguez
Feo, cultivaba una imagen de playboy invertido. Aparatosamente rico, vivía en
el penthouse de un moderno edificio de apartamentos de su propiedad en El
Vedado y salía a recorrer La Habana —en realidad a ligar, eso que en inglés se
llama cruising, esta vez un verdadero crucero en su enorme convertible— en
busca de aventuras, sus objetos amorosos casi siempre jóvenes, casi siempre atléticos,
casi siempre semidesnudos. Casi el colmo, a mediados de los años cincuenta, Feo
se ocupaba preferentemente de atender su bar en la playa de Guanabo, en que los
dependientes parecían más que barmen versiones cubanas de Charles Atlas de pelo
en pecho desnudo. De convertirse para siempre en una Mae West morena, vino a
salvar a Rodríguez Feo la polémica intra Orígenes y el regreso de Virgilio. Todos (Lezama, Virgilio, y Rodríguez Feo)
fueron sorprendidos en sus funciones diversas por el triunfo de la Revolución.
Ninguno tenía la menor idea de lo que era la política. Para Virgilio la
insurrección era siempre literaria y Lezama la entendía como una desobediencia
estética. Nadie parecía preparado para lo que vendría. Los futuros avisos de un
armagedón interno serían una falsa alarma.
Ya he contado cómo salvé a Lezama Lima de una
suerte peor que la muerte: la ignominia de aparecer como un funcionario del
aparato cultural batistiano y cómo Lezama celebró la Revolución, bien temprano,
llamándola un “acontecimiento auroral” —todos éramos así de crédulos. Virgilio
(que había renunciado o sido dejado cesante por el consulado cubano en Buenos
Aires) pudo integrarse fácilmente en nuestra versión de la Revolución. Yo lo
traje al periódico Revolución, con la invitación expresa de Carlos Franqui, su
director, y luego pasó a formar parte del equipo de colaboradores de Lunes de
Revolución. Rodríguez Feo, quien a pesar de su bar de atracciones y de su
dinero, era el único de ellos que tenía conciencia política, llevó su adhesión
a la Revolución tan lejos que cedió voluntariamente su rascacielos a la Reforma
Urbana (que de todas maneras le habría confiscado el edificio), incluyendo su
penthouse (que hubiera podido conservar) y se deshizo del bar público, burdel
privado. Virgilio fue mal acogido al principio en el periódico (su fama de
maricón había llegado hasta la dirigencia del 26 de Julio, que era, como toda
la Revolución, ostentosamente machista: no había más que ver caminar a Fidel
Castro o al Che Guevara, mientras Virgilio tenía una pinta de pederasta que
toda su voluntad no alcanzaba a borrar), pero pronto su industriosidad y su
valer literario (además de su conducta impecable, ayudada en verdad por el hecho
evidente de que no había derrelictos tentadores en la redacción del periódico y
porque le pedí que no fuera a curiosear por la entrada de vendedores y me
prometió que nunca buscaría por esos pagos —argentinismo—, promesa que cumplió
siempre) le ganaron el respeto de todos, aun de los machos muchos.
No recuerdo si Virgilio estuvo entre los que
alentaron a Heberto Padilla a escribir su salvaje ataque contra Lezama que
publiqué en el magazine, que era casi una condena oficial no sólo a la persona
sino al arte poético de Lezama. (Cuando lo vi publicado tuve la impresión de
que había soltado una jauría contra un hombre atado.) En todo caso, Virgilio se
llevaba muy bien con Padilla también venido de un breve exilio americano, al
igual que Virgilio un exilado económico y cultural no político y hombre de
lengua peligrosa y pluma bífida. Virgilio y Padilla tenían en común además la
antipatía que gozaban contra otro colaborador del magazine, el poeta José
Baragaño, que regresó de un exilio complicado (poéticopolíticopaterno) pasado
en París y a quien invité como colaborador, nuestro surrealista a sueldo, solidario.
A Baragaño, que odiaba profundamente a Lezama, odio que iba más allá de las
diferencias estéticas, le complació el ataque hecho por su coterráneo Padilla
(pronto reanudaron su vieja relación provinciana al amor de la lumbre polémica
de Padilla, poeta pinareño). Virgilio, como en un acto de equilibrio estético,
escribió una columna en que atacaba la persona de Baragaño (lo llamó vago,
sablista y hasta creo que políticamente oportunista) pero hacía un desmesurado
elogio del poeta Baragaño. Éste pasó por alto los ataques personales y leyó
solamente el encomio poético. Equilibradas estas fuerzas literarias divergentes,
pude al poco tiempo (con la ayuda de Pablo Armando Fernández, otro poeta
exilado económico en Nueva York, y regresado para trabajar en Lunes como
subdirector y que era además un diplomático nato) obtener una colaboración
especial de Lezama para publicar (con la oposición natural de Virgilio, Padilla
y Baragaño) en un número especial subtitulado “A Cuba con amor”. Le encargué a Lezama
que hablara de comida cubana. Olvidado del insulto tal vez por la comida, el
oscuro poeta escribió un claro y erudito ensayo sobre el origen, a veces
exótico, de las frutas cubanas, que fue la colaboración más perenne del número.
Lezama fue ascendiendo en la escala oficial
poco a poco hasta llegar a ser uno de los asesores literarios de la Imprenta
Nacional. En esas labores nos volvimos a encontrar, pues no lo veía desde los
días que dirigí brevemente la Dirección de Cultura (que luego se volvería
Consejo Nacional de Cultura, controlado por los comunistas) encuentro penoso
por no decir patético. Lezama se veía ahora más seguro no como poeta sino
políticamente: sugirió algunos títulos —El proceso de Kafka— que Alejo
Carpentier encontró “poco propio a nuestra realidad”. Virgilio, por su parte,
se convertía en el primer dramaturgo cubano, estrenando obras o reponiendo sus
viejos éxitos paganos, como Electra Garrigó, tragedia nacional que era una
parodia de su modelo griego y a la vez una utilización de formas populares
cubanas, como La Guantanamera. Él fue el primero en rescatar de la crónica roja
(criminal, no comunista) de la radio ese ritmo, rescate que sirvió como base a
la versión actual de la vieja tonada campesina, ahora convertida por los
ignorantes en una especie de himno revolucionario, gracias al oportuno
compositor Peter Seeger y a un cubano exilado de la Revolución. Como
contribución a la ironía histórica debo decir que el autor de la melodía La
Guantanamera, caído en desgracia artística, cantó el coro en una reposición de Electra
Garrigó, durante la cual Virgilio se sentó entre Simone de Beauvoir y JeanPaul
Sartre, quienes aplaudieron entusiasmados aunque no entendieran una palabra.
Para Virgilio fue una forma de gloria literaria pero Virgilio desconfiaba de la
posteridad efímera que es el éxito. Tenía razón. Hace poco murió Joseíto
Fernández, el cantante que Virgilio rescató, autor de una sola canción, esa
Guantanamera oficial ahora. Su obituario apareció en The Guardian y The Herald
Tribune —y tengo derecho a suponer que también en The New York Times y The
Washington Post, además de innúmeros diarios latinoamericanos, siempre
suscriptores. Cuando murió Virgilio no apareció no ya un obituario sino
siquiera una nota en ninguno de esos periódicos, con excepción de El País de
Madrid. La ironía es también política: la nota obituario de Joseíto Fernández
venía avalada por la agencia cubana Prensa Latina. Virgilio Piñera no estaba en
el panteón de cubanos ilustres y murió anónimo.
Lezama siempre aspiró a la condición de
maestro absoluto. Su misma presencia masiva, su estilo casi oratorio al hablar
era paradigmático tanto como carismático y asmático, su pose estudiada o sabia,
siempre reposada, servían a su propósito —y tuvo discípulos y hasta apóstoles y
entre ellos, no podía faltar, un Judas propicio. Pero Virgilio, a pesar de su
horror a los maestros (en Electra Garrigó un personaje de burla es el
Pedagogo), su ausencia de tono magistral y su inhabilidad para sentar càtedra (aunque
se hacía oír cuando quería) también tuvo sus seguidores, muchos demasiado
cercanos para su mal —el de ellos no el de Virgilio. Al revés de Lezama, los
discípulos de Virgilio estaban entre la generación más joven. Puedo citar dos
nombres porque tienen ambos un puesto en la historia del teatro cubano (los discípulos
estrictamente literarios, entre cuentistas y novelistas, no merecen ser citados
y el propio Virgilio los repudiaba: “No saben”, decía, “que la literatura no es
estilo sino respiración”, en lo que se acercaba a Lezama más de lo que habría
admitido) y son Antón Arrufat, que también era del comité de colaboradores de
Lunes y José Triana, que publicó una de sus piezas mejores en el magazine. Los
dos homosexuales, los dos sufrieron atropellos por sus preferencias sexuales y
en un caso (el de Arrufat) por su obra. Hasta en la persecución el maestro
renuente precedió a los discípulos decididos.
En 1961 Virgilio me pidió permiso para
ausentarse del magazine por un tiempo y dar un viaje a Europa, invitado a
Bélgica por un viejo amigo, escritor esporádico y ahora secretario de la
embajada cubana en Bruselas como antes había sido funcionario en Buenos Aires.
A su regreso Virgilio, dramáticamente, absurdamente, no bien bajó del avión
sintió un impulso irresistible de besar la tierra cubana —sin darse cuenta de
que besaba en realidad el asfalto de la pista de aterrizaje. Esta falla debió verla
Virgilio, que conocía bien la tragedia griega, como una forma de hybris. Sin
embargo parecía muy contento de haber regresado a Cuba. A los pocos días se vio
envuelto peligrosamente en un acontecimiento histórico.
De por medio estuvo el desembarco de Bahía de
Cochinos y Virgilio celebró la victoria con los mismos ditirambos con que lo
hicimos todos en el magazine y en todas partes. Pero éste no es el acontecimiento
histórico a que me refiero. Ocurrió que unas semanas después del triunfo de
Playa Girón, mi hermano Sabá y el fotógrafo Orlando Jiménez estrenaron en el
programa Lunes de Revolución en Televisión un corto filmado a fines del año
anterior que celebraba cinemático la noche y la música cubana, la cámara y el
micrófono captando su varia vitalidad en bares de La Habana Vieja y en los
muelles y el barrio de Regla, al otro lado de la bahía. Cuando los dos
cineastas enviaron el film para que obtuviera licencia de la Comisión Revisora
de Películas (organismo heredado de gobiernos anteriores) ésta se mostró como
el instrumento de censura que en realidad era y secuestró la copia. Ya desde
fines de 1959 existía una rivalidad enconada entre el Instituto del Cine y el
periódico Revolución, por interpretaciones encontradas de la calidad de la
cultura en Cuba, el Instituto del Cine cada vez más estalinista. Pero esta medida
de ahora era realmente el colmo de la polémica: era la primera vez que se
censuraba en Cuba una obra de arte, por motivos no políticos sino por su tema
artístico. Además, como en toda obra de arte, su fondo era su forma y resultaba
no sólo negativa sino adversa al momento. El totalitarismo, que aspira a la historia,
cuida su eternidad como el cuerpo su piel.
El magazine protestó mediante un manifiesto que
firmaron cerca de doscientos escritores y artistas. Por esos días se preparaba
el Primer Congreso de Escritores y Artistas, evento que habían concebido los
comunistas y era apoyado no sólo por los intelectuales y dirigentes comunistas,
sino personalmente por el propio presidente Dorticós, mera marioneta.
Coincidentemente Fidel Castro había declarado a Cuba socialista sólo unas
semanas atrás. Ante el manifiesto, amenazadoramente público, contra el
secuestro de la copia de P. M. se optó oficialmente por posponer el Congreso y
en su lugar se celebraron tres reuniones, una cada viernes, con los escritores
y artistas en la Biblioteca Nacional. El evento era secreto y exclusivo como un
club siniestro. Participaron más de quinientos intelectuales (que tenían que
identificarse debidamente en la puerta: Ego sum scriptor) y presidida por Fidel
Castro, el presidente Dorticós y la plana mayor cultural oficial.
La importancia de las reuniones parecía ser
decisiva. Como director del magazine y del programa de televisión yo me
encontraba en esa mesa presidencial, que me resultó ofensiva desde el primer
día. Después que se abrió oficialmente el acto, el presidente Dorticós pidió
estentóreo que cada uno dijera francamente lo que tuviera que decir no sólo con
respecto a la película (que antes se exhibió a todos los participantes), a su
secuestro (que él no llamaba prohibición sino interdicción, como si no fuera lo
mismo pero este ignorante abogado, antiguo comodoro del Yacht Club de
Cienfuegos, en el curso de su discurso dijo varias veces ¡deleznable!) y a la
situación del intelectual en la Revolución. Tras esta última palabra se hizo el
vacío y el silencio, que crecieron embarazosos. Ya iba a decir Dorticós:
“Hablen o cállense parasiempre”, cuando de pronto la persona más improbable,
toda tímida y encogida, se levantó de su asiento y parecía que iba a darse a la
fuga pero fue hasta el micrófono de las intervenciones y declaró: “Yo quiero decir
que tengo mucho miedo. No sé por qué tengo ese miedo pero es eso todo lo que
tengo que decir”. Era por supuesto Virgilio Pinera que había expresado lo que
muchos en el salón sentían y no tenían valor de decir públicamente, ante aquel
panel imponente, frente a la presencia temible y armada de Fidel Castro. El
resultado de esas reuniones es de sobra conocido. Pero es bueno recordar cómo
la película fue no sólo prohibida sino condenada, cómo se decretó la
desaparición de Lunes de Revolución y cómo los estalinistas se hicieron no
solamente con el poder cultural sino con el poder total en Cuba. Fidel Castro, revelado
como el primer estalinista, pronunció su larga diatriba contra la cultura
liberal o simplemente libre, terminando con su versión de un credo totalitario:
“Con la Revolución todo, contra la Revolución nada”. Los aparatos del partido y
del poder determinarían dónde terminaba el con y empezaba el contra. Ciertamente P. M. caía en una suicida tierra
de nadie: la peliculita era visiblemente arrevolucionaria.
En esas reuniones ocurrieron intervenciones
diversas, muchas que mostraban hasta qué punto Lunes era odiado por temido,
temor que producían sus criticas literarias teñidas de matiz político y al mismo
tiempo pronunciando juicios que respaldaban la autoridad del periódico
Revolución, su fuerza moral pero ya no el órgano oficial del Movimiento 26 de
Julio que había sido en 1959 y 1960. Aparte de la intervención de Virgilio se
destacaron dos más disímiles. Una fue virulenta, de odio concentrado, hecha por
un escritor español exilado, antiguo cronista casi social, mediocre novelista,
pretenciosa persona y rencorosa personalidad, dentista de lujo y ahora
aspirante a diplomático, quien aprovechó para organizar un discurso que era a
la vez saldo de cuentas (cobrándose una vieja crítica adversa que le había
hecho Antón Arrufat, no a su arte de dentista sino a su mala práctica
novelística en 1959) y una tunda de golpes de pecho —que le valieron ser
nombrado embajador en el Vaticano. Nadie tan oportunista podía ser mal diplomático
y además era católico converso. La otra intervención, característica, fue la de
Lezama, viejo católico y atacado atrozmente en Lunes. Si alguien tenía que
sentir animadversión por el magazine era Lezama y aquél era el momento de
aventar sus viejas quejas y unirse al carro, al corro. Pero Lezama se limitó a
hablar de literatura, de la eternidad del arte y la permanencia de la cultura.
Si hizo una referencia a Lunes fue para decir que era propio de la juventud
cometer excesos, la juventud literaria cometía excesos literarios. Lezama era
la personificación de la generosidad, en la literatura y en la vida, verboso
tanto como generoso.
Ahora que Lunes estaba teóricamente prohibido
(la verdadera prohibición no ocurriría hasta octubre: no había por qué dar un
semblante de culpa y castigo), todos sus colaboradores evitamos continuar las
tertulias que coincidían con su factura para no crear dificultades a
Revolución, que era la verdadera Diana. Lunes fue un mero chivo expiatorio. Las
reuniones literarias se desplazaron a mi apartamento de La Rampa y a veces
ocurrían en Miramar, en la casona de Pablo Armando Fernández, pero principalmente
tenían lugar en la casa de Virgilio en la playa de Guanabo. Era más bien un
bungalow por su tamaño y aspecto playero, aunque quedaba lejos del mar. No
había en ella, como en ninguna de las casas de Virgilio, un solo libro y
tampoco se veían señales de que escribiera nadie allí, excepto por una vieja
Remington en un rincón ruinoso. Nos reuníamos, obligados por la casa reducida,
en el patio, debajo de un copioso aguacatero, hecho memorables aguacates en la
mesa al comer los spaghetti. Allí fueron con nosotros escritores extranjeros,
siempre mal vistos dondequiera, siempre bienvenidos en casa de Virgilio. (Todos
menos el escritor americano que llamó a Virgilio, creyendo que le rendía un
homenaje beatnik: Virgil, you are a beautifulqueen. Virgilio no le perdonó
nunca que le llamara reina, aun como cumplido, sobre todo como cumplido.) Esa
serie de reuniones íntimas, como el amor de aquella muchacha sueca del cine, no
duró más que un verano.
No mucho tiempo después, Virgilio fue atrapado
en la infamante Noche de las Tres Pes. Esta fue una operación moralmarxista,
dirigida contra prostitutas, proxenetas y pederastas habaneros y se suponía que
tuviera lugar en el centro de la ciudad, con un radio de acción de unas cuantas
cuadras alrededor del barrio de Colón (donde, cosa curiosa, siempre vivió
Lezama), que era la Zona Roja y se hizo en el mayor secreto y súbita. Pero,
¿cómo si Virgilio vivía en la playa de Guanabo, a treinta kilómetros de Colón,
vino a resultar preso? ¿Estaba en La Habana cerca del barrio de las putas?
¿Visitaba a su padre acaso, aunque éste vivía en Ayestarán, al otro lado de la
ciudad? Nada de eso. Virgilio había permanecido todo el tiempo en su casa de la
playa. Sucedió que había sido señalado como pederasta.
Su notoriedad sexual fue siempre, bajo
gobiernos constitucionales y bajo dictaduras, con Grau y con Batista y con la
Revolución. Pero ahora era un pederasta peligroso. Virgilio, para colmo, ni
siquiera fue prendido en la noche notoria. Ocurrió por la mañana, temprano, al
día siguiente. Como hacía siempre, se dirigía al amanecer a tomar café en el
puesto vecino y como acostumbraba iba vestido con shorts, camisa de sport y
sandalias de playa, atuendo que la Revolución consideraba decadente. En la
cafetería fue abordado por un desconocido que le preguntó su nombre y por un
momento, al decir Virgilio Piñera, pensó que había hecho un levante madrugador.
Pero el trabado desconocido dijo simplemente: “Está usted preso”. Virgilio no
lo quería creer o creyó que era una broma al principio, pero no era una broma.
El desconocido se identificó con un carnet y dijo: “Acompáñeme”. Como K. V. se
sintió instantáneamente culpable aunque ignoraba su delito. Virgilio pidió
regresar a cambiarse de ropa: era ridículo ir preso en ese atuendo. Le fue
concedido volver al bungalow.
Por el camino reunió valor suficiente para
preguntar a su ¿custodia: “¿De qué se me acusa?” El policía le dijo: “De
atentado contra la moral”. Era la misma moral burguesa que condenaba a Virgilio
antes, sólo que nunca había sido detenido, sino simplemente marginado,
alienación que el propio Virgilio parecía buscar entonces. Para complicar las
cosas ahora el policía le dijo en el portal qua quería registrar su casa. Tocó
la casualidad que Virgilio tenía como huésped en su otro cuarto a un teatrista
amigo al que acompañaba un muchacho, su amante. El agente cargó con los tres
para la estación de policía de la playa. Fue de allí que me llamó Virgilio. No
me había encontrado en casa porque yo estaba haciendo guardia de milicias
voluntarias pero compulsivas temprano en el periódico Revolución. La llamada me
extrañó no sólo por el tono neutro de Virgilio (siempre fue muy afeminado de
voz y de gesto) sino por lo que me dijo: “Estoy preso”, susurró solamente y al
yo reponerme de la extrañeza que se había hecho asombro y poder preguntarle por
qué, añadió: “Por Paderewski” y marcó mucho las pes. “¿Por qué cosa?”, le
pregunté y él insistió con cuantas pes pudo: “Por Paderewski. Pederawski.
¿Entiendes?” Al final de su pianissimo entendí. Virgilio quería decir que
estaba preso por pájaro, pato o pederasta y era evidente que estaba preso y no
podía o temía hablar abiertamente. Me pregunté qué sacaría la policía en claro
de esta clave tecleada, pero nunca me pregunté qué diría Paderewski de su
nombre usado como máscara sexual. Virgilio sonaba ansioso y le dije que no se
preocupara, que todo se arreglaría, aunque conocía la naturaleza de su crimen no
conocía su historia. Pero ya esa mañana se sabía de la redada y de la Noche de
las Tres Pes en el periódico — y en la UPI y en la AP. Llamé inmediatamente a
Carlos Franqui a su casa. Sonó muy preocupado (él también sabía del raid) pero
me dijo: “Llama a Edith García Buchaca”, que estaba en la cumbre del poder
cultural antes de caer en su desgracia política, inexplicable todavía. Ella se
mostró primero extrañada y luego tan preocupada como Franqui pero mucho más
decisiva. Me dijo que ella iba a llamar a Carlos Rafael Rodríguez, que no era
entonces tan poderoso como ahora pero con todo tenía bastante punch político.
Antes de colgar, la Buchaca me aseguró que todo se arreglaría.
No tuve otras noticias esa mañana excepto la
visita de Franqui que rara vez iba temprano por el periódico. Habló conmigo
confidencialmente (ya se temía que había agentes no precisamente de prensa en el
periódico) y trató de excarcelar a Virgilio con dos o tres llamadas tan
inefectivas ahora como habrían sido efectivas en el pasado. Cuando terminé mi
guardia me fui a casa. Fue allí que me enteré que el conocido teatrista y su
amante también estaban presos con Virgilio. Hubo otras llamadas —entre ellas de
Arrufat y Triana, preocupados no sólo por Virgilio sino por sus propias
personas. Ese pánico es usual entre los discípulos cuando arrestan al maestro.
Me imagino que igual ocurrió en Atenas y en Jerusalén en épocas diversas.
Aunque Virgilio era un Sócrates secreto, no lo concebía bebiendo la cicuta y la
Revolución, que tenía sus mártires elegidos, no iba a crucificar al autor de
Jesús.
Aunque intranquilo esperé paciente por la
decisión de los poderosos. A las cinco de la tarde me llamó Edith García
Buchaca para decirme el veredicto sin juicio. Iban a poner en libertad a
Virgilio enseguida, encarcelado ahora en el castillo de El Príncipe. Allá me
dirigí para esperar su salida de prisión y pude ver a Virgilio, bajando las
escaleras con el cuidado que bajaría la pirámide de Gizeh, temblando no por los
escalones, que eran muchos pero no pinos, sino por el miedo del prisionero que
queda libre. Yo lo conozco: siempre hay el temor de que puedan ponerte preso
otra vez. Lo acompañaban en su descenso el teatrista y su amante. Cargué con
los tres para casa, que era entonces un apartamento de dos cuartos en el piso
veintitrés de un edificio en La Rampa. Pronto se llenó mi casa de gente que
daba la bienvenida (las noticias clandestinas suelen ser más rápidas que las
oficiales) a Virgilio como si acabara de regresar de acompañar al Dante por su
paseo por el Infierno —¿y quién me dice que no fuera una temporada en Hades la
que acababa de pasar Virgilio? Parte de su ordalía, según me contó después, fue
encontrarse entre presos contrarrevolucionarios que al saber no que era un
poeta pederasta prisionero sino un colaborador de Revolución, lo trataron como
un colaboracionista y le pegaron y amenazaron con pelarlo al rape. Esa tarde vinieron
con el regalo de su adhesión pseudodiscípulos y verdaderos admiradores y
colegas, algunos heterosexuales. Virgilio no estaba para homenajes a un autor
que se quería anónimo ahora. Esa noche Virgilio no se atrevió a dejar mi refugio
y se quedó a dormir con nosotros. Sus compañeros de prisión, el teatrista y su
amigo íntimo, tampoco quisieron salir al aire aromático de la noche tropical,
que era para ellos el verano de su malcontento. Ambos durmieron en la sala, en
el suelo, separados. Nosotros le dimos nuestra cama a Virgilio. Mejor dicho no
toda la cama, sino el boxspring y el colchón lo tendimos en el suelo de mi
estudio y allí dormimos Miriam Gómez y yo, todos vestidos: más cautos que
castos. Al día siguiente el teatrista (que vivía absurdamente apenas a tres
cuadras, en la misma zona de La Rampa) y su amante se fueron, confundiéndose
con la multitud más o menos normal que pululaba por La Rampa día y noche, de
tránsito, paseando o buscando pareja. Varios días después Virgilio se atrevió a
regresar a su casa de la playa.
Por la tarde venía yo del Canal 2 (todavía
Lunes de Revolución no había sido suprimido ni su programa de televisión
clausurado) con Pablo Armando Fernández, caminando los dos con ese paso paciente
del atardecer en el trópico, pasando junto al cine La Rampa, antaño tan
estrenador, siguiendo por la acera del otrora Edén Rock, restaurante ahora
llamado Volga, del lado del Marakas, cafetería aledaña a La Zorra y El Cuervo,
nightclub, y de pronto, no sé por qué rara razón, miré hacia mi edificio,
recorrí su fachada bicolor con la vista —y allí en el balcón del piso
veintitrés se podía ver la figura esbelta pero disminuida por la altura de
Miriam Gómez que levantaba el brazo. Alcé el mío para saludarla pero vi que movía
los dos brazos ahora, que sus movimientos pasaban de ser meros saludos para
convertirse en señales frenéticas de auxilio, convocándome urgente. Ante el
asombro de Pablo Armando y sus protestas eché a correr hacia el edificio, hasta
los elevadores (que como ocurre siempre estaban en otro piso) para esperar
impaciente a que bajaran, uniéndose a mí Pablo Armando, tratando yo de adivinar
qué pasaría, imaginando los más terribles desastres, a mis hijas con mi madre,
a toda la familia —una catástrofe.
Estaba a punto de echarme a subir por las
escaleras hasta el piso veintitrés, cuando se abrió un elevador. Al llegar a mi
puerta estaba abierta. Dentro vi a Miriam Gómez angustiada, sin saber qué hacer
ni poder decir nada, señalando para una silla de paja colonial, blanca —donde
estaba derrumbado aparentemente inconsciente, más pálido que la paja, Virgilio
Pinera. Pregunté qué pasó y Miriam Gómez me respondió, repuesta, con una frase
muy habanera que a Virgilio le había dado un aparato. Ella ya había llamado al médico.
Ocurrió, según Virgilio pudo apenas
comunicarlo a Miriam Gómez antes de desmayarse, que fue, como había planeado, a
Guanabo, de regreso a su casa —para encontrársela sellada “por las autoridades competentes”.
Virgilio era tratado ahora como una persona en fuga, un enemigo del Estado, un
prisionero político— después de haber sido perseguido como un delincuente
sexual. Es verdad que este tratamiento era por persona interpuesta o en este
caso por casa intermedia. Imagino el choque que debió haber sido para Virgilio
encontrarse con la única casa que había tenido en su vida (aunque alquilada,
era suya y era una casa no los cuartos, cuando no tugurios, en que había vivido
en el pasado) y saberse de pronto peor que desahuciado, legalmente excluido,
excomulgado —que era tanto como estar incomunicado libre.
Ahora Virgilio yacía tumbado en la silla
blanca, blanco como su asiento, recobrado un tanto el conocimiento mientras el
médico lo reconocía minucioso. “Este hombre ha sufrido un colapso”, fue su diagnóstico,
que en la terminología médica cubana podía significar desde un colapso cardíaco
hasta un colapso nervioso. Me incliné por la última opción como probable. El
médico extrajo de su maletín una jeringuilla y se dispuso a inyectar a
Virgilio, a quien el horror a las inyecciones hizo recobrar todo el conocimiento
perdido. “No es nada”, dijo el médico, mientras lo inyectaba. “Ahora tiene que
descansar, pasar una temporada en la playa”, ironía médica sin duda.
Tres días y tres noches descansó Virgilio en
mi casa, durmiendo ahora en toda la cama. Al tercer día, resucitado, insistió
que yo lo acompañara a Guanabo, a recobrar su casa. Era, evidentemente, una obsesión:
volver a la playa, volver a su casa. Pero había una razón para su sinrazón.
Fuimos los dos a Guanabo en mi máquina. Llevábamos un salvoconducto para
Virgilio firmado por Edith GarcíaBuchaca. Todo el viaje Virgilio no hizo más
que rogar por que no le hubieran registrado la casa antes de sellarla, una y
otra vez en una letanía por la inviolabilidad de su domicilio. Para mí era
incomprensible la preocupación de Virgilio por su casa, virgo intacta invitando
violadores. Su interior no contenía más que unos pocos muebles pobres, una
decrépita máquina de escribir y, tal vez, muchos manuscritos. ¿Serían éstos la
fuente de su preocupación? Por un momento pensé que Virgilio estaba tal vez
escribiendo un cuento o una novela o una comedia contrarrevolucionaria. De
pronto me oí diciéndome que si una película tan inocente como P. M. podía ser
considerada atentatoria a la estabilidad revolucionaria, cualquier cosa podía
ser contrarrevolucionaria, aun el mismo teatro de Virgilio, tan absurdo —tal
vez por ser absurdo. No creo porque es absurdo. No era el momento de no creer
ni de ser absurdo. Pero Virgilio dejó de rogar por su casa interior para
decirme: “Es todo culpa de ese maldito hombre”. Pensé que culpaba maldiciendo a
Fidel Castro, pero le pregunté qué hombre y qué culpa. Me dijo el nombre de un
notorio homosexual que ya había abandonado el país, pederasta activo. “Me dejó
esas cochinadas. A mí. Todavía si se las hubiera dejado a Pepe Rodríguez Feo,
que le gustan, ¡pero a mí! Ni siquiera me interesan. Nunca me han interesado.
Soy loca sí pero no libertino.” Lo que yo sabía, pero le pregunté por las fotos
que no conocía. “Fotos, qué van a ser”, dijo como si mi pregunta irrumpiera en
su discurso. “Postales, de muchachitos desnudos de espalda, de levantadores de
peso en pelotas, de penes enormes. Porquerías. Postales pornográficas. No sé
por qué las acepté pero me rogó, me dijo que no tenía dónde dejarlas, que
mandaría por ellas con un propio. Un impropio debió decir.” Virgilio era un
homosexual curiosamente moral, pero no de una moral moderna sino casi
victoriana, un pudibundo y lo más alejado que había de un libertino, como él
decía. Le dije que no se preocupara, que no iba a pasar nada, que todo había
sido una confusión cotidiana y los equívocos rara vez se repiten. Claro que yo
creía lo contrario: los errores, como las erratas, se multiplican alarmantes.
Llegamos al cuartel de la policía de Guanabo, una casa cualquiera, lo que me tranquilizó
pero no a Virgilio, que ya había estado allí una vez. Después de bastante
esperar tuve mucho que explicar y otro tanto que ocultar para lograr convencer
a aquella gente armada, con diferente uniforme pero la misma suspicacia
policial de siempre, que Virgilio estaba en el país, que era un ciudadano
(claro que no usé esta palabra: ya había comenzado a hacerse una distinción
moral y sobre todo política entre los cubanos que merecían el tratamiento amigo
de “compañero” y de “ciudadano”, que significaba todo lo contrario de lo que
significó, por ejemplo, para Robespierre), un vecino de la playa que se había
ausentado unos días (no especifiqué por qué y la policía todavía tenía la
memoria corta: se me hizo evidente que no querían recordar a Virgilio) y al
regresar se había encontrado su casa sellada por las autoridades, evidentemente
un error sin mala intención, ya que la policía revolucionaria puede cometer una
equivocación pero siempre la corrige, terminé. Hubo muchas idas y venidas,
mucho papeleo, más espera pero al final Virgilio consiguió la autorización (que
pedí por escrito) de que podía regresar a su casa, avalado por la Buchaca y el
aparato estatal, ahora protector.
Cuando llegamos a su bungalow el tan temido
sello sobre la puerta era un burdo papel mecanografiado que rompí con gusto.
Una vez dentro de la casa otrora tan acogedora, tan playera y tropical y ahora
oscura y vacía, Virgilio se dirigió con celeridad a la cocina y de una gaveta
del aparador que debía contener cubiertos sacó una profusión de fotos. Ni
siquiera me las dejó ver y me decepcionó.
Siempre he sentido curiosidad por la imagen
del sexo, cualquier sexo y aun una foto de un elefante tratando de montar
obcecado a un rinoceronte me intrigó por su sexualidad bestial. Virgilio echó
rápido las fotos a una bolsa de papel, que era anacrónico remanente de una
tienda famosa antes de la Revolución y desaparecida en las llamas
contrarrevolucionarias. Como no se llamaba El Fénix y para la Revolución era un
recuerdo suntuoso, nunca fue reconstruida. Virgilio me sacó de mis reflexiones
incendiarias. “Tenemos que deshacernos de esta piltrafa inmediatamente”, me
dijo poniendo un acento de repulsión y miedo en la palabra piltrafa, que se
hizo entraña obscena. Estuve de acuerdo, salimos de la casa y montamos al auto,
cogiendo carretera arriba, dejando atrás Guanabo rumbo a Matanzas, buscando un
vertedero adecuado para que Virgilio se deshiciera de la bolsa llena de mera
pornografía que era para él, por la manera en que sostenía su carga en la mano,
un explosivo inestable. Divertido por esa excursión y acuciado por los constantes
“Dime cuándo” de Virgilio, cada vez que se disponía a lanzar lejos del carro y
fuera de la carretera su cargamento erótico, le mentía advirtiéndole que no
podía hacerlo porque veía por el espejo retrovisor una máquina enemiga, tal vez
delatora.
Finalmente comparecido de la angustia de
Virgilio le dije que ahora podía arrojar por la borda su botín negativo (o positivo,
ya que eran fotos) y Virgilio lanzó la bolsa lo más lejos que pudo. Un poco más
adelante di la vuelta y comprobamos que el paquete había caído fuera de la
carretera pero se había abierto al dar contra la cuneta y dispersado su
contenido pornográfico por el campo vecino, una verdadera granada de
fragmentación de fotos sucias. Virgilio estaba a la vez aliviado y angustiado.
Su ansiedad aumentó cuando le dije: “¿No sería una ironía pederasta que esas
fotos cayeran en las manos de un guajirito curioso, de un adolescente campesino
y que al verlas despertaran en él una violenta pasión homosexual antes
latente?” Me costó mucho trabajo labial convencer a Virgilio de que se trataba
sólo de una broma, de que tal posibilidad era remota (más bien, improbable), de
que nadie lo iba a acusar de pervertir al campesinado —una reforma agraria
homosexual.
Virgilio se recobró de su ordalía y trató de
adaptarse a la velocidad con que la Revolución se internaba en la selva salvaje
del estalinismo —o de su versión antillana. Pero nunca fue realmente aceptado.
En el primer Congreso de Escritores y Artistas, en que se oficializó (aún más)
la Unión de Escritores y se decretó que Lunes dejara de publicarse “por falta
de papel” y al mismo tiempo fuera sustituido por dos publicaciones, la Gaceta
de Cuba (que bien podía llamarse la Gaceta Oficial) y la Revista Unión, donde
aparecieron algunos de sus artículos, en esa elección arbitraria, al revés de
Lezama o de mí mismo, no fue nombrado para ningún cargo en la UNEAC, que tenía
más de media docena de vicepresidentes. Dejó su casa de Guanabo (en que no hubo
más reuniones literarias ni visitas íntimas o literarias) y vino a vivir en el
mismo edificio de apartamentos en que vivía Rodríguez Feo, casi puerta con puerta
con su viejo amigo y protector. Pero mientras Rodríguez Feo, siempre viviendo
peligrosamente, no permitía que nada estropeara su gusto por la aventura sexual
y metía en su casa y en su cama versiones socialistas de sus viejos facsímiles
de Charles Atlas, ahora con más ropa, Virgilio contaba horrorizado lo que
consideraba una osadía pavorosa, incapaz de explicarse cómo Pepe corría tales
riesgos políticos y policíacos por un pene.
Tanto Virgilio como Lezama llevaban vidas de
completo ascetismo sexual, dedicado cada uno a su literatura. Pero la
Revolución los hacía morir por la boca. Lezama fue siempre un glotón prodigioso
capaz de comerse un lechoncito asado o un corderito lechal de una sentada, a
pesar de su sempiterna escasez de dinero, invitado antes de la Revolución por
sus amigos pintores de éxito, escultores con encargos en parques o iglesias y
periodistas bien pagados. Virgilio era vegetariano y no era difícil encontrarlo
en 1959 o 1960, sus años de bonanza, en uno de los restaurantes vegetarianos de
La Habana —que dejaron de existir a finales de 1961 por la escasez de legumbres
o vegetales, que siempre se cultivaron en el país y de aceite de oliva, que a
veces se importaba. Esta desaparición causó gran mortificación a Virgilio,
ahora más delgado que nunca, aunque mantenía su elegancia natural que un escritor
argentino, cuando Virgñio lo visitó en Buenos Aires en 1956, confundió con
dandysmo, al aparecerse con un espléndido atuendo invernal prestado por
Rodríguez Feo. Pero Virgilio, con sus ropas escasas de La Habana, era realmente
un dandy natural. Lo que no se podía decir de Lezama, quien aunque vestido de
cuello y corbata, desplegaba un desaliño al que contribuían las cenizas
expelidas por su perenne puro. Las fotografías contemporáneas muestran a Lezama
con el torpor de los gordos, alto pero aplastado por su obesidad, justificando
el apodo que le dieran los delincuentes en sus días de oficial de indultos, Tanque
de Plomo. Virgilio por su parte tenía una fealdad noble: era esbelto, de cuello
largo y con una cara que podría haber pertenecido a algún florentino ilustrado
del Renacimiento. Los dos, sin embargo, aunque mostraban ascendencia española
cercana, eran muy cubanos, pero Lezama proclamaba sus antepasados vascos y
ahora alguien ha propuesto que una calle de Bilbao lleve su nombre —que es
mucho más de lo que nunca harán en La Habana. Nadie ha propuesto en ninguna
ciudad de España que un callejón ciego se llame Virgilio Piñera.
Las respectivas familias de nuestros héroes
tienen lazos diversos con sus hijos escritores. Lezama era prácticamente hijo
único por su relación con su madre viuda cuando su hijo era un niño. Hay dos hermanas
pero una de ellas, Eloísa, siente devoción por su hermano y una enorme
admiración literaria que se ha vuelto idolatría. Cuando esta hermana se casó,
Lezama se quedó solo con su madre en la vieja casa de la calle Trocadero y el día que Eloísa Lezama emprendió el camino del exilio, que le estaba vedado a su
hermano, la soledad de Lezama se intensificó y creció la dependencia de su
madre, que era ya una anciana con demasiados años, más necesitada de cuidados
que capaz de ofrecerlos. Para Virgilio, uno entre varios hijos, la separación
de un hermano que era figura eminente de intelectual serio (al revés de Lezama
no había nada que Virgilio detestara más que ser considerado un intelectual),
profesor universitario y luego exilado político, no tuvo consecuencias. No creo
que Virgilio haya sentido remotamente el exilio de su hermano como Lezama
sufrió el destierro de sus hermanas. Ahí están sus cartas desgarradoras para
demostrarlo. Virgilio también estuvo cerca de su hermana, la que llegaba a afirmar
que Virgilio le era acreedor artístico. “Hijo, yo fui quien le puso el primer
tomo de Proust en las manos”, solía decir. “Ni lo conocía de nombre”, añadía sin
reparar que su hermano era el último escritor en español en deberle nada a
Proust. Si Luisa Pinera hubiera hablado así de Kafka tal vez habría llegado a convencer
a alguno, aunque Virgilio escribió sus primeros cuentos kafkianos antes de que
Kafka estuviera traducido al español. Luisa, al revés de Eloísa Lezama con su
hermano, era afectuosamente irreverente con Virgilio, pero compartían más de un
gusto — y no sólo literarios. Ella se había casado con un chófer de los ómnibus
urbanos, al que alegremente llamaba “mi guagüero”, un hombre que se sentía
curiosamente cómodo en las discusiones literarias entre su mujer y su cuñado y
aunque Virgilio desdeñaba las conversaciones cultas, eran de todas maneras de
un nivel superior a la posible comprensión del guagüero.
Pero Virgilio sentía un verdadero afecto por
su cuñado, lo que no es extraño cuando se recuerda que Virgilio solía escoger
sus amantes entre los más humildes. Ese rudo chófer marido de su hermana estaba
tal vez muy por encima de los compañeros de cama de Virgilio. Una salida de
Luisa ilustra tal vez mejor la relación familiar. Se acercaba Virgilio llevando
de la mano a su padre ciego, de regreso a la casa de Panchito Gómez y al verlos
dijo Luisa, refiriéndose tanto a la ceguera de su padre como al afeminamiento de
su hermano: “Ahí viene Edipo de la mano de Antígona”.
Cuando Lunes dejó de existir en harakiri
ordenado por el Emperador, cedí a Virgilio el puesto de director de Ediciones
R, editorial que creamos como rama editora del magazine. Virgilio estuvo al
frente de las ediciones (disfrutó un cargo director por primera vez en su vida
y aparentemente se sentía bien siendo algo más que un asesor literario) hasta
que el mismo periódico Revolución desapareció ante los embates del estalinismo
disfrazado de fidelismo. Estando en Bruselas en exilio oficial supe que
Virgilio había sufrido un ataque más del machismo como manifestación política.
De visita en la embajada cubana en Argelia el Che Guevara, buscando entre los
libros de la exigua biblioteca argelina, el argentino encontró el Teatro
completo de Virgilio, editado por Ediciones R. Lo sacó como para hojearlo pero
lo que hizo fue dirigirse al embajador, un comandante menor, con una frase
agria: “¡Cómo tienes el libro de este maricón en la embajada!” —y sin decir más
lanzó el tomo al otro extremo del cuarto, estrellándolo contra la pared como un
huevo huero que era purulento, virulento. El embajador se excusó de su lapso
mientras echaba el libro al cesto de la basura. Casi al mismo tiempo supe
secretamente que coincidirían en París, Carlos Franqui, que sufría una suerte
de exilio enmascarado, y Heberto Padilla y Pablo Armando Fernández, con cargos
oficiales en Europa, inestables y precarios. Estaba también, con todos los
honores, Nicolás Guillén, Poet Lauréate, a quien se ofrecería un fastuoso
cóctel en la embajada cubana en Francia y al que yo, como chargé d’affaires en
Bélgica, estaba invitado. Por supuesto que no habría un homenaje semejante a
Virgilio, autor anónimo. Nos encontramos también con Virgilio en París y aunque
era abril, el viejo residente de Buenos Aires que resistió al frío del sur
temblaba esa primavera y no llevaba un gabán elegante. Además Miriam Gómez
advirtió que Virgilio parecía tan indefenso como en los días de su prisión:
había hasta que ayudarlo a cruzar las calles menos concurridas, temeroso no
sólo de los autos sino de los peatones. En la habitación del hotel nos reunimos
en sigilo con Franqui, quien en un momento de la conversación le recomendó a
Virgilio que no regresara a Cuba, que inventara un pretexto cualquiera, válido
o no, para quedarse en Europa, en París, en Madrid o en Roma. Donde mejor
quisiera. Dinero no le faltaría: Padilla, Pablo Armando y yo podríamos
costearle la vida durante un tiempo. En todo caso el invierno en Europa sería
amable comparado con el infierno que se organizaba en Cuba. Franqui sabía que
se preparaba en La Habana una persecución contra los homosexuales tan minuciosa
que convertiría la Noche de las Tres Pes en un accidente chabacano. Ahora,
cinco años después, era el poder total organizado para exterminar en nombre del
futuro las perversiones del pasado. La decadencia burguesa y el amor que no se
atrevía a decir su nombre confesaría ser el mal contra Marx. Luego contó el
incidente del Che Guevara y su libro repudiado física y moralmente. De pronto
Virgilio se echó a llorar, lo que no había hecho cuando fue detenido por
pederasta de playa. Miriam Gómez y yo temíamos que se volviera a repetir su
desplome del apartamento en La Rampa aumentado ahora por el miedo, el tiempo de
París, el pobre cuarto del hotel parisiense —todo tan alejado del sol tropical,
del comfort de la Cuba prerrevolucionaria que todavía duraba en mi apartamento
antaño elegante. Aquí en París estaban algunos de sus amigos, es verdad, pero Virgilio
debía ver un nuevo exilio, esta vez para siempre, como una perspectiva
tenebrosa. Insistió en que quería regresar a Cuba, que no le importaba lo que
pudiera pasar, que él podía soportar el encierro, la cárcel, el campo de
concentración pero no la lejanía de La Habana. Comprendí su apego a esta ciudad
que fue como un hechizo. Además estaba la citable respuesta de su cuento en que
a un hombre condenado al infierno le ofrecen la oportunidad de la salvación, de
abandonar la celda avernal por el cielo prometido pero responde negativamente y
explica: “¿Quién renuncia a una querida costumbre?
En 1965, a mi regreso a La Habana (cosa
curiosa, nunca lo pensé como un regreso a Cuba y de hecho nunca salí de La
Habana entonces) a los funerales de mi madre, me encontré a Virgilio en el velorio.
Después nos vimos mucho, en reuniones en casa de mi padre similares a las
tenidas hacía años en mi apartamento. Ahora charlábamos de todos los temas para
evitar hablar de la que era inminente cacería de homosexuales (me la había
confirmado una bella amiga, antes modelo exhibida, ahora agente oculta del
Ministerio del Interior) y esta perspectiva se iba convirtiendo para muchos en
una forma de destino.
Sólo dos veces vi a Virgilio nervioso. Una
cuando en una de mis primeras reuniones de puerta abierta, se apareció entre
los visitantes un huésped no invitado que yo no conocía pero todos temían. Era,
aparentemente, un policía secreto. Otra vez ocurrió que me visitó de pronto
(era una reunión mínima por la tarde, con Virgilio, Antón Arrufat y Oscar
Hurtado) una antigua activista política que había sido particularmente
valiente, casi temeraria, en tiempo de la dictadura de Batista y ahora nos
conminaba a todos a que ofreciéramos resistencia activa contra la Revolución,
de la que había sido embajadora hasta hacía poco. Llegó a decirle al pobre
aturdido Hurtado que dejara de comer helados todas las noches en El Carmelo y
no hablara más de marcianos que nos invadirán en el futuro. “Los marcianos ya
están entre nosotros y tienen grados de comandante. Combátalos aunque sea de
palabra.” Cuando se fue la visita impromptu tan rápida como llegó, Arrufat
preguntó: “Pero, ¿qué cosa es esta mujer?” Virgilio ofreció su versión: “Tiene
que ser una agente provoca feuse”.
Luego, en las reuniones nocturnas de El
Carmelo, en que Hurtado volvió a hablar de marcianos invasores, Virgilio no
hablaba más que de literatura (pero recuerdo que nunca habló de su literatura,
una pasión secreta). Por ese tiempo Lezama (que había rebasado el golpe atroz
de la muerte de su madre y que se había casado, para sorpresa de los que no
sabían que ese matrimonio era el último deseo de su madre) mostró su clase de
valor intelectual no sólo en una defensa, ante un comité de expulsión de la
Unión de Escritores, del intelectual negro Walterio Carbonell, antiguo
colaborador de Lunes y con quien no le unía ningún nexo personal, literario o
político (Carbonell era un viejo comunista, expulsado del Partido por marxista)
sino escribiendo en silencio los capítulos francamente homosexuales de
Paradiso, novela que publicaría al año siguiente, ya en plena persecución
masiva de pederastas pasivos y activos. Todos conocen el éxito posterior de
este libro en el exterior pero poco se ha hablado de cómo casi no se publicó, cómo
después de publicado y ante los comentarios contra su homosexualidad, estuvo a
punto de ser recogido y cómo la intervención de Fidel Castro (Big Erother is
reading you) decidió permitir esa edición pero prohibió cualquier otra
impresión del libro. Virgilio se refugió en su casa y en otra querida costumbre:
jugar canasta con varias viejas damas retiradas. Fue en una de estas partidas
del juego que apasionaba también a Batista que autorizó por teléfono firmar el
infamante documento colectivo de la Unión de Escritores contra Neruda —sin
siquiera preguntar de qué trataba el manifiesto que le proponían firmar. Tan
domesticado estaba el antaño rebelde.
En 1968 vino a visitarme en Londres, para una
entrevista, un periodista argentino que había estado en La Habana a entrevistar
a Lezama, entonces en la cumbre de su fama sudamericana. Pero este periodista
me contó cómo de visita en el apartamento de Rodríguez Feo y conversando con el
antiguo playboy ahora empobrecido se abrió la puerta y entró una especie de
fantasma desencajado más que desmaterializado, que pidió perdón por la
irrupción y declaró que solamente venía por un poco de azúcar, Pepe. Esta
aparición se retiró silenciosa con su azúcar y Rodríguez Feo explicó: “Ése fue
Virgilio Piñera”, que para no ser escritor era una elección de verbo digna de
Flaubert. El entrevistador dijo que quería entrevistar a Virgilio Pinera, a
quien se conocía en Argentina. (Los argentinos, elefantes literarios, nunca olvidan
a un autor, del entrevistador al Che Guevara.) Pero Pepe Feo dijo que era
inútil intentarlo siquiera.
En 1971 cuando la “confesión espontánea” de
Padilla, hecha en la cárcel, que involucraba a Lezama entre otros escritores,
pecadores todos, hubo una ausencia notable en el salón de actos de la Unión de Escritores.
Con su extraña valentía tozuda, Lezama no asistió a esta mascarada que era una
pobre copia de un proceso en Moscú. No en balde Lezama ha celebrado el seguro
paso del mulo en el abismo en uno de sus poemas como enigmas que ahora sabemos
que eran una divisa. La fama internacional de Paradiso finalmente hizo que
Lezama fuera utilizado por la maquinaria de propaganda de la fe fidelista y así
se publicaron sus poemas completos (tan oscuros como claves cifradas para los
burócratas) y fue entrevistado en las principales publicaciones cubanas, las
pocas que quedan. Pero a partir de 1971 y la delación de Padilla, cayó sobre el
poeta y Paradiso un doble domo de silencio y cuando ganó un premio en Italia y
fue invitado a Roma le fue negado el permiso de salida. Igualmente le impidieron
viajar a México, aunque ya no habría llegado a la Montego Bay con su alborozo
auroral. Su vida se hizo más difícil de lo que había sido nunca y después de
escribir cartas cada vez más patéticas en las que pedía a su hermana medicamentos
y comunicación con el mismo ritmo, no hesicástico pero sí asmático, murió de
una crisis pulmonar en un hospital, en una sala anónima, sin ser reconocido el
más grande poeta que ha dado Cuba, lejos como la muerte de su querida casa de
Trocadero, este testigo obseso de las ruinas de La Habana Vieja. Es evidente
que Paradiso no remite a Dante como se ha creído sino a Milton y al Paraíso
perdido.
Ese paraíso es la Cuba que se fue —o mejor,
de la que lo expulsó un nuevo dios, cruel, usurpador, hereje máximo. Virgilio
estaba refugiado en su tarea de traductor para la Imprenta Nacional, pero
después de las resoluciones del Primer Congreso de Educación, que prohibía
expresamente el contacto de intelectuales y artistas homosexuales (extraña
historia, casi clínica, de una obsesión de un gobierno) con los medios de difusión
y propagación de la cultura, sus actividades fueron restringidas y Virgilio
volvió a ser lo que había sido en otros tiempos difíciles: un hombre invisible.
(A propósito de la palabra contacto usada más arriba hay que decir que su uso
no es metafórico: Antón Arrufat, el último discípulo de Virgilio, que había terminado
de bibliotecario en una biblioteca de barrio, a partir de la promulgación de
las resoluciones del Congreso fue desterrado al interior de la biblioteca,
entre los libros, impedido de tener “contacto” con los lectores: la pederastía
se pega, es una sífilis sexual, mal de amor.) No creo que Virgilio escribiera
una sola carta en las muchas estaciones de mi exilio. Así una carta de Virgilio
es no sólo un raro mensaje sino una comunicación del más allá, que me llegó de
Cuba vía USA. Fue escrita a su amigo Carlos X, que vivía en una ciudad que les
era común, Cárdenas. He aquí la corta carta de Virgilio, una de las últimas que
debió escribir:
Charlot:
Te dicto estas letras
debido a que no puedo hacerlo por mí mismo por el estado de desmayo en que me
encuentro —y aún más que eso—: desidia, ¿por los años o por... ? Acá me tienes
con 66 cumplidos, lo cual significa que en cualquier instante te puedo hacer
mutis por el foro... Me levanto, como de costumbre, a las 5 de la mañana,
escribo hasta las 7, después voy al Super Cake (!), donde hay cakes y otras
inmundicias. Paso por la oficina (?) un momento, cojo la ruta 2 y regreso a
casa, pero antes paso por el “punto de leche”, en donde adquiero yogurt. De ahí
a ver si hay vianda o llegó la leche. Almuerzo a las II de la mañana, duermo
siesta hasta las 3, me levanto y ramoneo por la casa —que una ropita que lavar,
que el teléfono que atender, que una visita intempestiva, que una lectura cualquiera.
—Si no tengo canasta, entonces meriendo— comida a las 7, después una visita o sencillamente
andar por esas calles de Dios. Ese es mi día. Nada más y nada menos. Me imagino
que estás bien de salud, disfrutando la compañía de tus queridos sobrinos y
nietos. Tal vez te visite en el invierno.
Un gran abrazo.
Un gran abrazo.
La carta no puede ser más mensaje absurdo y
en ella Virgilio llega hasta hablar de invierno —¡en Cuba!—. ¿Quería decir
infierno? No creo que Virgilio estuviera en el velorio o en el entierro de
Lezama. Al velatorio acudieron muy pocos de los que estaban y se decían amigos,
cuando llegó el cura (el padre Gaztelu, viejo poeta de Orígenes, confesor de
Lezama) para la misa de difuntos, dejaron la capilla como si hubiera entrado el
diablo y no un vicario de Dios. Ahora la muerte de Virgilio (la definitiva:
Virgilio se había convertido en un zombi o muerto vivo), la que dado el gusto
de Virgilio Piñera por la parodia clásica habría que llamarla Der Tod des
Vergil, su muerte para siempre lo reúne con Lezama. Ambos, Virgilio y Lezama,
habían vuelto a ser amigos en vida, tanto qué uno de los últimos poemas de
Lezama es una celebración de Virgilio y se titula “Virgilio Pinera cumple 60
años”. La única fiesta posible al poeta para el escritor paralelo sería un
poema que podía decir, en mal Mallarmé, en ellos mismos la eternidad los une
pero la vida literaria los reúne.
Abril de 1980
Abril de 1980
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