Marcial Dupierris
Nuestro empleo de médico por
algunos años en el Real Arsenal de este Apostadero, en el cual se halla un crecido
número de presidiarios, nos ha facilitado medios de hacer un especial estudio acerca de
esos infelices, cuya posición no está de acuerdo
con su carácter; el fin de la
buena moralidad no está satisfecho en el presidio de la Habana; el castigo es
igual para todos los criminales, sea cual fuere su delito, y solo varía en el tiempo de su condena.
De todos los presidios de la Capital, el del Arsenal está considerado como el más
penoso; pero aunque los trabajos de aquellos
presidiarios son más fuertes que los de los otros
presidios, tienen sin embargo el consuelo de ser visitados por sus
parientes y conocidos a ciertas horas del día, particularmente los días
feriados. Los presidiarios de los demás puntos son
empleados comúnmente en la composición de calles, por lo que están en continuo contacto con sus camaradas, presuntos malhechores, que no tardan en ser presa de la justicia.
Resulta de esto que esos hombres son considerados
simplemente como unos particulares, a quienes se hubiere impuesto la obligación
del trabajo por un tiempo determinado, durante el cual se les suministrará de lo
necesario. La situación es apenas deshonrosa!
Consideremos por un momento lo que puede sobre un espíritu ya viciado el roce frecuente con los presidiarios. El uno cuenta la historia de los
delitos que le han conducido al estado en que se
encuentra; otro, haciendo del valiente, quiere hacer ver a los compañeros que
si lo han preso, ha sido por que se ha equivocado en ciertos particulares, y que si hubiera obrado de este o del otro modo, se hubiera librado de la sujeción en que se
halla, o por lo menos del castigo; y otros en fin, malos por inclinación,
se complacen en aleccionar a los más tranquilos, en mil clases de horrorosos
crímenes, partos de su invención, o verdaderas
fechorías suyas o de sus cómplices, haciendo alarde
a la vez de verse en aquel
estado, que consideran como muy conforme a su carácter y hábitos. Se comprende
toda la perversidad que esas lecciones deben fomentar en
el corazón de hombres acostumbrados a la
holganza e inclinados al mal.
Preciso es observar que en estos
países, y en ciertas clases de
la sociedad, suele mirarse como deshonroso el trabajo.
El rico ha sentado ese precedente, y en su prodigioso orgullo, el pobre
quiere imitar al rico. Inútil nos parece declarar aquí las causas de esa aberración, tanto más deplorable, cuanto que el hombre, aunque perezoso, debe sustentarse. Sabido es
la sobriedad con que vive la clase de color, libre;
que prefiere los harapos al buen vestido, cuando para obtenerlo es preciso
trabajar mucho. Dominado pues, por esas ideas,
claro es que el hombre se hallará muy dispuesto á
aprender que todo lo que necesita puede obtenerlo sin grandes trabajos ni
fatigas. El presidio no espanta al que falto de todo recurso en la
sociedad, sabe que a continuación de su sentencia
halla alimentos, ropa, asistencia en sus
enfermedades, medios con que obtener lo necesario para sustentar algunos de sus vicios, y las frecuentes visitas de sus parientes y amigos; además de
eso, el presidio es una escuela en donde se perfeccionará en el arte
de los Cartouches y de los
Mandrines: allí aprenderá sin duda como se da la puñalada de
modo que la víctima no tenga lugar de lanzar
un quejido.
Tal es el
presidio de la Habana: no es un lugar de corrección, es simplemente un sitio en el cual se encierra al malhechor por
un tiempo más o menos largo, con el fin de librar temporalmente a la sociedad de sus maldades; es también, y este es
su peor lado, un taller en donde se forjan y
refinan los métodos de criminalidad que hacen
maestros, como ya dijimos, a los que al entrar en él
eran solo aprendices.
Modificaciones relativas a los presidios
De ahí proviene que con el actual sistema de presidios
en la Habana, el desgraciado
que ha entrado en ellos, tan pronto como ha
cumplido su condena, obedece a la necesidad de volver
a entrar; porque podrá salir del presidio, pero no abandonar la senda que
conduce a él. ¿Y cómo no suceder así? La sociedad lo rechaza…! ¿Quién querrá
emplear a su lado un presidiario cumplido, en un
país en donde los antecedentes de cada individuo son conocidos? El presidiario
que haya sido destinado a los trabajos públicos en la
Habana, queda para siempre infamado, aun cuando su culpa haya sido leve y buenas
sus intenciones respecto a su futura conducta; porque si no es conocido de momento por la persona a
quien haya acudido a pedir ocupación, lo será de otros
muchos, y no podrá sustraerse a la proscripción. No puede pues esperar la
subsistencia de su trabajo; qué le resta sino la
depravación? Helo pues ya de nuevo engolfado
en el crimen, hacia el cual
lo inclina la seguridad que cree tener en la
habilidad adquirida en la educación del presidio;
pues sabe ya como debe manejarse para no ser fácilmente preso; el modo de cometer sus
maldades con más método, y de consiguiente con
mayor suerte y más confianza; sabe en fin que el presidio no es lo que se piensa en
el mundo; y la guerra que hace a la sociedad tiene una especie de disculpa perfecta, en su
juicio, puesto que esta lo rechaza de su seno.
Sin perder nuestro tiempo en combatir
opiniones inexplicables, preguntaríamos si no podría modificarse el sistema de presidios
adoptado en la Habana, de tal
modo, que fuera más análogo al estado actual de civilización.
Nosotros lo creemos posible, sin que para ello sea necesario recargar las
contribuciones públicas. Todo consiste en hacer el trabajo del presidiario más productivo de lo que sea necesario para su mantenimiento.
Desearíamos que el presidiario
se emplease en tareas privadas y que nada le
distrajese del cumplimiento de sus obligaciones. Este aislamiento sería un verdadero castigo, que más tarde
vendría a servirle de satisfacción, cuando al
cumplimiento de su condena, quisiera llevar una
nota de buena conducta; no sería reconocido de nadie, y podría ir confiado en volver
a obtener su lugar en la sociedad; temería mucho
volver al presidio, convencido de que el tiempo que hubiera de pasar en él,
estaría sometido a grandes privaciones, a no ver a sus parientes y amigos;
aprendería a trabajar, a ser sumiso, sobrio y a conocer el precio de su
libertad; lo que hubiera sufrido durante su prisión, le infundiría el temor de
volver a ella; saldría en fin con algunos recursos, si su conducta había sido
buena, conociendo por ese medio la recompensa a la vez que el castigo, y muy
pronto habría de obtener lo primero y evitar lo segundo. Todo esto y mucho más
podría obtener casi de momento, aplicando los presidios a los trabajos de
terraplén, trabajos sumamente útiles a la salud y al bien general, cuyo teatro
estaría fuera del alcance del público espectador. Una vez terminados los
terraplenes, que no sería pasado mucho tiempo, podría organizarse prisiones de
trabajo en común, pero dispuestos de modo que los dormitorios quedasen
aislados. Nuestras observaciones nos han hecho conocer cuan horrible es para
esos infelices la privación de la frecuentación nocturna.
Poco podemos
decir relativo al modo como deban ejecutarse los trabajos; porque teniendo
nuestra profesión muy poca conexión con la de ingenieros, no nos hallamos aptos
para ello. Falta saber cómo podría la ciudad hacerse propietaria de los
terrenos que deben ser terraplenados. Este es asunto puramente municipal, que
no trataremos, ni tampoco si convendría que la Municipalidad formulase las
bases de un tratado, por medio del cual, el propietario actual reembolsase el
más valor del terreno, una vez terminado el trabajo, o bien después de la venta
o arriendo de aquel. Lo que sí podemos asegurar es que después de terraplenados
esos terrenos, tendría cada solar un valor excesivo del poco o ninguno que hoy
se les da. La mayor parte de ellos están situados en las inmediaciones de
arrabales, que con ansiedad se aguarda la ocasión de que se extiendan.
Preparadas las cosas así, se irá estableciendo una especie de colonia militar
bien organizada, cuyos jefes vigilarían la conducta de los trabajadores y
llevarían apunte semanal de la conducta y suma que hubiese de recompensar cada
individuo, al cual se le abriría exacta cuenta de crédito. Al cumplimiento de
la condena recibiría el presidiario el haber que tuviese; cuya propiedad
quedaría en caso de muerte, a favor de sus herederos; para cuyo efecto debería
inspirársele toda confianza de que ese requisito sería observado religiosamente.
Esto no podría por menos de influir de un modo portentoso en todo ánimo que
alienta la confianza, o al menos la esperanza en el porvenir. Somos de parecer
que el sistema de recompensas debería extenderse a los soldados que vigilasen
la colonia; el tiempo se emplearía mucho más útilmente, como bien se deja
comprender.
Medios propuestos para ejecutar los terraplenes en
los alrededores de La Habana
No obstante de haber dicho que no nos hallamos aptos
para poder indicar el modo como se han de ejecutar esos trabajos, permítasenos
exponer algo relativo a ellos. La natural inclinación de los terrenos elevados,
hacia los puntos que deben ser terraplenados, presenta la gran ventaja de
poderse establecer en estos dos caminos de hierro paralelos, provisionales y
con el suficiente declive, para que sin auxilio de ninguna otra potencia, pueda
un carro rodar hacia la parte donde haya de depositarse su carga; haciendo por
medio de su descenso remontar al que se halla abajo sobre el otro camino de
hierro adjunto. Un motón fijado a un poste colocado en medio de los dos caminos
y en la parte superior del punto de partida, daría paso al asa de un cabo,
cuyas puntas deben estar afianzadas en un anillo, en la parte posterior del
carro; ese cabo será de un largo suficiente para contener un carro hasta el
final del camino, mientras que el otro esté arriba cargándose. Una cuña o una
cadena delante de cada rueda, y fijada en el poste, contendrán el carro en el
lugar que se desee. Una vez cargado el carro, se echa a rodar con bastante
impulso, para hacerlo llegar a su destino, y el otro remontará remolcado por el
cabo designado. Algunos rollos colocados entre los travesaños de los caminos,
facilitarán el resbalamiento del cabo, cuando llegue a tocar el suelo por
efecto de su propio peso. Cuando el terreno de esa parte estuviese arreglado,
esos caminos de hierro podrán ser trasladados a otro punto sin mucho trabajo.
Podrá decirse
que se carece de fondos para la realización de ese proyecto, y que a duras
penas se consigue sostener los presidios destinados a trabajos putamente
indispensables; que lo que proponemos tendría costos demasiado crecidos, para
que merezca fijarse en ello la atención con miras de conveniencia. Pero a esto
diríamos que las objeciones serían dignas de consideración, si los terrenos
designados no adquiriesen un valor excesivo después de terraplenados, y que su
importe no bastase y excediese a todos los costos invertidos. Además de eso,
higiénica y administrativamente hablando, proponemos una cosa moral y
materialmente indispensable; una cosa en fin, que esta capital está o estará
muy pronto en la necesidad de que se haga. Cuando hemos dicho que cualesquiera
objeción que se nos hiciera, bajo el punto de vista económico, sería especiosa,
nos hemos escudado con el valor que deberían necesariamente adquirir esos
terrenos una vez terraplenados. Esta consideración de la mayor importancia, nos
permite asegurar que fácilmente hallaría la ciudad un empréstito para llevar a
término esos trabajos. Los capitalistas se conformarían con las seguridades que
los dueños de los terrenos prestasen a la ciudad. Quizás se hallarían
empresarios que se hicieran cargo de ese gran proyecto, con tal de que se
pusiesen los presidiarios y algunos soldados a su disposición.
Llegado ese
caso, los fondos hoy aplicados al mantenimiento de los presidiarios, podrían
ser destinados a los trabajos en que se hallan ocupados, y estos, en manos de
otras empresas, disminuirían infinitamente el número de empleados.
La Habana,
1852.
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