José de Armas y Céspedes
El uso de la careta es tan antiguo como la costumbre
de encubrir con la expresión del semblante los sentimientos que abriga el alma:
mejor dicho, la careta se estila desde la creación del Mundo.
El inventor de las máscaras
fue el diablo, y no podía ser otro. La invención es, por tanto, verdaderamente diabólica.
Cuando el demonio se le presentó a Eva para
incitarla al pecado se puso un disfraz de capricho de los más originales que se
han visto. Llevaba el cuerpo de serpiente y el rostro o la careta de mujer; y
así lo pintó el de Urbino en una de sus obras maestras. No se debe extrañar, si
en esto se reflexiona, la decidida afición del bello sexo a los disfraces.
Y no quiera achacársenos de
exagerada la antigüedad que suponemos a la invención, porque si nos separamos
de la Historia Sagrada y nos dirigimos hacia los tiempos fabulosos o
mitológicos, en ellos encontraremos a las máscaras. No eran otra cosa, si bien
se mira, los faunos que se disfrazaban de distintas maneras para perseguir a
las bellas, de cuyas persecuciones se han contado prodigios.
Pero los griegos, en honor de la verdad,
fueron los que fijaron la moda de las máscaras. En sus diversiones públicas
cierta clase de ellos disfrazábase de animales, lo que constituye una
diferencia muy notable entre las costumbres de aquel pueblo y las de nuestros días, pues hoy, a la
inversa de entonces, cierta clase de animales se disfraza de persona.
En las representaciones
teatrales de Atenas los actores llevaban caretas de aspecto ridículo u
horrible, para asustar o hacer reír a los espectadores; y esta costumbre de
disfrazarse ya para salir a la escena, ya para presentarse en las calles, la
tomaron los romanos con más decisión y entusiasmo que los mismos griegos. Tan
cierto es que lo malo se imita y se propaga fácilmente.
En tiempo de Carnestolendas,
sobre todo, se mostraba en Roma verdadero delirio por las máscaras que llegaron
a su más vivo esplendor después de la era cristiana.
En vano el poder supremo
dictó numerosas y repetidas órdenes, en vano impuso severos castigos; porque a
pesar de unas y otros el Carnaval salió siempre triunfante: y fue tan completa
su victoria que logró hacerse una fiesta religiosa. Así lo de muestra la parte
principal que tomaban en las ceremonias y ritos de esta diversión las primeras
dignidades, y también lo demuestran los reglamentos que se hicieron y las
contribuciones que se cobraban para que el Carnaval fuese celebrado con pompa y
lucimiento.
Desde entonces en los países
meridionales, el Carnaval es una de las fiestas favoritas que se ha trasladado
de siglo en siglo hasta nuestros días, pero cuya animación va desapareciendo a
medida que la civilización avanza.
La careta como invención del
diablo solo ha producido males. Cada vez que en la Historia encontramos la
palabra máscara, leemos una página sangrienta.
En los siglos XV y XVI,
época de horrores para Italia, era general en esa península el uso de la
careta: con ella perpetraban sus maldades bandidos, condottieris, asesinos; y
muy conocidos son los crímenes espantosos cometidos en aquellos tiempos por
enmascarados y que dieron argumentos a los novelistas de aquella nación
desgraciada.
Máscara!—Muchas veces se
valió de ella para sus desórdenes y asesinatos la terrible Lucrecia, César
Borgia la usa con frecuencia.
Carnaval!—El famoso de
Venecia ha dejado recuerdos aterradores de sus inmoralidades y dramas
sangrientos. Cuéntase además que los satélites del memorable Consejo arrancaban
de entre el tumulto a las víctimas que les designaban, y con algazara ruidosa
las sepultaban en profundos calabozos de donde no salían ni sus cadáveres.
En Francia con el abrigo del
anti-faz se efectuaron los horribles misterios de la Torre de Nessle y las
locuras de Margarita de Borgoña.
El franco y orgulloso
Brantóme en su "Vie des Dames," nos pinta con vivísimos colores los
desórdenes que las damas de su época cometían protegidas por la careta. Cuando
el demonio la inventó tuvo feliz ocurrencia.
Enmascarados fueron los que
asesinaron al valiente duque de Guisa, (Enrique de Lorena) en la cámara real, y
con una visera cubierto, verdadera máscara de acero, el duque de Montgommery se
decidió a matar en un torneo a Enrique II de Francia.
Los disfraces ocultaron siempre las vergonzosas
aventuras de reyes y príncipes. Si hemos de creer a algunos maliciosos
cronistas, las máscaras protegieron los amores criminales de Buckingham con la
hermosa Ana de Austria.
¿Quién no recuerda con horror la misteriosa
existencia del hombre de la máscara de hierro?
Pero si tal es la condición de las bellas que
estas memorias no son bastante poderosas para conmoverlas y hacerlas odiar toda
clase de disfraces, todavía podemos decirles que la careta ha servido más de
una vez para tapar las facciones de los verdugos, y que con el rostro cubierto
se presentaban los ejecutores del Consejo de los Diez, de los tribunales
secretos de Alemania, de la inquisición, etc.
Bien conoció el ilustrado rey Carlos III, las
desgracias y escándalos numerosos que causaban las máscaras y prohibió en 1785
los bailes, algazara, sonajas y gritería en las noches de San Juan y de San
Pedro y en todas las demás (ni otra
alguna), imponiendo a los contraventores la pena de ocho años de servicio en
las Armas. Parece, sin embargo, que poco caso se hizo del buen rey, puesto que
Carlos IV en 1797 prohibió terminantemente el uso de máscaras y todo traje que
encubriese o disimulase la persona, imponiendo también muy severas penas: y las
justicias que no las ejecutaban perdían sus oficios.
De manera, que si pensamos
mucho en ello y profundizamos la materia, vendremos a sacar en claro que las
máscaras son un abuso que tolera la autoridad por suma condescendencia y porque
supone que la ilustración las desterrará fácilmente.
¿Pero qué importa, dirán algunos, que se
concluya el Carnaval si llevamos siempre puesta la máscara de la hipocresía?
Dijo Fígaro, si mal no recuerdo, que todo el año es Carnaval, y esta expresión
por verdadera se ha hecho un proverbio. Demasiado cierto es, por desgracia, que
todos se presentan en sociedad con el disfraz que más los encubre.
Aquel mocetón de mirada feroche, pecho
levantado, bigote retorcido, que se ostenta en las calles cual si fuera un
Atila, es un hombre pacífico y pusilánime: aquel otro de aspecto inofensivo
tiene un carácter indomable. La alegre jovenzuela que con sus sonrisas nos hace
dudar de su virtud, es a veces candorosa, y la púdica doncella que baja los
ojos y se ruboriza a la primer mirada que se le dirige es tal vez capaz de
estremecer y sonrojar en un tete á tete al más atrevido Lovelace.
¿Quién es aquel vejete vivo, bullicioso,
epigramático que siempre tiene alguna anécdota picante que referir? ¿Será algún
anciano miserable, corrompido? No: es un hombre honrado, un buen padre de
familia.
¿Y aquel de aspecto bonachón
y patriarcal que de todos habla bien, que a todos saluda cariñosamente y que
siempre enaltece su propia bondad y su misma virtud?....
Pero en la sociedad, como en las máscaras,
algunos van tan mal disfrazados que todo el mundo los conoce al primer golpe de
vista.
¿Quién no adivina que aquel estirado caballero
es un hombre basto a pesar de su finura exagerada?
¿Quién no conoce que aquel hombrecillo es una
víbora humana que muerde cuanto encuentra a su paso y deja en las heridas el
veneno de la calumnia?
¿Quién no trasciende a la legua la necedad de
aquel loco presuntuoso que cree firmemente y muy de buena fe, que es un genio
cuyo mérito no comprende la sociedad demasiado ignorante para juzgarlo?
El menos observador ¿dejará
de conocer que aquel es un charlatán, y este otro un chisgarabís enamorado de
sí mismo?
¿A quién se le oculta que
aquel hinchado señor es un ente ridículo, y que aquel joven infeliz es un
hombre de honor, que abriga un corazón generoso bajo el manto de la pobreza?
Pero en el inmenso Carnaval del Mundo los que
más se divierten y gozan son los que mejor se disfrazan.
La única razón que pueden
alegar los defensores de los bailes de Carnaval es que en ellos se descubren
con entera franqueza muchas personas que pasan fingiendo todo el año, porque
como es sabido se quitan la máscara al ponerse la careta. No es tan pequeña la
razón como pudiera suponerse, y es ventaja notoria saber que en cierta época un
ligero anti-faz de seda produce el milagro de hacer hablar con franqueza a
varios individuos. Además, no se puede dudar que un baile de disfraces es un
exacto termómetro por el que se puede medir la cultura de un pueblo.
Las bromas de mal gusto, los
groseros insultos, los escándalos y risotadas, revelan la poca ilustración y
finura de una sociedad. La delicadeza, el tacto epigramático son propiedad
exclusiva de las personas decentes.
Mas no se me oculta, volviendo a otra clase de
máscaras, que algunos hombres tenidos por buenos, creen que así como los
castradores de colmenas, usan una espesa careta para evitar las picadas de las
abejas, así el que se lanza en el inmenso avispero del Mundo necesita
precaverse con un anti-faz engañador de los insectos humanos.
Revista de la Habana, Volumen 3, 1857,
Imprenta del Tiempo, pp. 44-49.
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