Era una noche del Carnaval de
1860.
Había baile
de máscaras en el Liceo y baile de ídem en Escauriza.
Al dar las doce, con la
puntualidad de Alí, el cochero de Monte-Cristo, me hallaba yo a las puertas del
primero de los dos citados institutos, aguardando a un caballero a quien había
dejado allí hora y media antes, como quien dice al primer do de pecho del
sereno.
Dos damas
cubiertas con caretas color de candela y envueltas en dóminos negros,
bajaron la escalera colgadas de los brazos de mi inquilino y entraron en un
cupé elegante, estacionado a dos pasos de mi vehículo. El cochero estaría
advertido de antemano, pues partió sin aguardar órdenes ni recibir dirección.
Los caballos guajamones eran antiguos conocidos míos, y la librea color de café
con leche me había servido seis meses antes. Las caretas color de fuego eran
diáfanas para mí como si fueran de cristal.
El cupé arrancó despacio, y
en la esquina de la Dominica torció sobre la derecha por la calle de O'Reilly.
Mi caballero subió en mi
coche y me dio orden de seguir a una discreta distancia el cupé. Obedecí como
era natural.
Salimos por
la puerta de Monserrate. El cupé tomó por la alameda de Isabel II, y yo seguí
rodando sobre sus huellas. Antes de llegar al Campo de Marte se detuvo el cupé:
yo imité su ejemplo.
Mi conducido descendió del
mío, se acercó a la portezuela del otro carruaje, la cual abrió a guisa de
improvisado lacayo, y tendió su mano, cubierta aun con el suave guante de
cabritilla, para ayudar a bajar a las dos mascaritas.
A casa, por la Puerta de
Tierra -dijo una vocecita de cristal, que me llegó hasta el fondo del corazón,
dirigiéndose al cochero del cupé, el cual con la obediencia pasiva del oficio
se alejó al trote, perdiéndose al medio minuto en los recodos de la pila de la
India.
—Es una locura la que nos
obligas a hacer, dijo la misma voz; pero mi curiosidad vehemente ayuda a tu
capricho. ¡Si él lo llegará a saber!
—Vamos, no tengas miedo: yo
respondo de todo.
—Vamos, pecho al agua, dijo
la otra.
Los tres
subieron al humilde coche de alquiler.
—A Escauriza, ordenó la voz
de mi dueño temporal.
Me pareció haber oído mal.
¿A Escauriza? En un minuto me planté en sus puertas.
—A las dos en punto aquí, me
dijo el amo; y tomando de bracero a sus compañeras penetró en el salón bajo,
dedicado a Baco, y trepó la magnífica escalera, iluminada a jour y
adornada con los colores nacionales, que conduce a aquel templo de Tepsícore y
de Momo, como dicen los localistas de periódico.
La música tocaba a la sazón
una de esas danzas irresistibles que han hecho tan famoso el nombre de Juan de
Dios.
Irresistible
también era la tentación que yo sentía de seguir a mi triunfeminavirato; y
por supuesto no lo pude resistir.
Coloqué mi
carruaje a buen recaudo bajo los árboles de la alameda, y penetró a mi turno en
el inmenso salón. ¡Interesante cuadro! Todas las mesas estaban ocupadas, y la
muchedumbre hormigueaba circulando en todas direcciones, aguardando una
oportunidad para ocupar el primer puesto vacío. ¡Cuánto bullicio, cuanta
animación! Tres ginebras con marrasquino, gritan por acá. Un gincoktail y dos
ponches clama una voz por allá; en tanto que más lejos saltan con estrépito los
corchos de la champaña, como una salva de buen humor, en medio de hurras
tumultuarias y de carcajadas alegres y provocativas.
Gracias a un
conocido revendedor de contraseñas, me hice de una, mediante el mínimo
desembolso de tres pesetas, y subí.
El que no haya ido a un
baile de Escauriza, que vaya, si quiere saber lo que es bueno. Por mi parte,
confieso que la tarea de describirlo es superior a mis fuerzas. Allí se ve la
danza cubana en toda la plenitud de su gracia, en todo el esplendor de su qué
sé yo.
Siempre el
crujido de la seda me ha producido crispaturas nerviosas; pero el chirrido que
ella produce frotada a son de música, es capaz de dislocar al más pintado la
columna vertebral.
A pocas vueltas me di con
mis dos caretas color de fuego. La una estaba sola guarecida en un rincón: la
otra danzaba, como si supiera, con nuestro conocido del coche. Tan bien
bailaban los dos que un numeroso círculo de curiosos aficionados se formó en su
derredor, y cada vez que sonaba la segunda parte, cincuenta bocas y cien manos
rompían en aplausos.
Y la pregunta de ¿quién
será? y la respuesta de: «no la conozco» rodaban por todos los ámbitos del
salón.
Por no saber
firmar el autor,
Maese
Nicomedus.
"Memorias de un cochero" (fragmentos), Don Junípero, domingo 4 de enero de
1863, Año I, no. 14, p. 106.
Imagen:
Función en Teatro Escauriza.
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