Pedro Marqués de Armas
I
Cuando Manuel de
Zequeira y Arango publicó en 1804 su crónica Paseo de la Alameda,
ya había escrito otras veces sobre la petimetra, personaje que serviría para
construir el estereotipo de la criolla como mujer mundana y artificial, y de
ciertos hombres nacidos en la isla (los petimetres), como no menos flojos e
improductivos. Modelados a imagen uno del otro, Zequeira llega a decir que
“salvo en las gracias que la naturaleza les ha negado, todo los confunde y les
hace semejantes y hasta homogéneos” (1). En esta pretendida homogeneidad
descansa, desde luego, una política de género destinada a exaltar aquellos
valores que garanticen la reproducción social, lo que conlleva a la
prescripción de roles y normas precisas para cada sexo.
Aunque textos como el de Zequeira traducen una rancia mentalidad española, el mismo se apoya, también,
en las ideas de la Ilustración acerca del trabajo, el comercio y el nuevo orden
público. Sujetos como el “hidalgo supuesto”, el “hombre-mujer” y la “mulata de
rumbo”, por ejemplo, no serían posibles al margen de resortes más generales que
identifican a la naturaleza como instancia femenina (reserva de salud y
fuerza), la industria y la policía como elementos masculinos, y el comercio en
tanto enclave ambivalente, alentador de flujos que llevan al gasto y al cruce
entre los géneros, las clases y las razas (2).
A las petimetras,
Zequeira dedicó un artículo anterior, varios poemas y diversas alusiones; pero
en Paseo de la Alameda aflora algo novedoso: el acento no
recae sólo en lo satírico sino también (o tanto más) en un uso explícito,
cuando no calculado, de nociones médicas. Como si se tratase de su amigo Tomás
Romay, Zequeira asume el papel de galeno a fin de señalar costumbres “no sólo
ridículas sino perjudiciales a nuestros intereses” y “cuyos remedios están a
nuestro arbitrio”. Se vale al efecto de un diagnóstico: el histerismo; de una
tesis fisiológica: la teoría de los fluidos que domina la medicina de la época;
y de un tratamiento: el régimen corporal. Al proceder así, amplifica
su personaje, a través de un tipo normativo, a todas las mujeres de la ciudad;
esto es, lo mismo a aquellas que encarnan por pertenencia el paradigma de clase
de la enfermedad, como a las que se acercan a él por asimilación. Para el autor
de “Oda a la Piña”, preocupado por la pérdida de los vínculos aristocráticos y
comprometido con la emergente pedagogía: “no hay joven alguna, y aun las que no
lo son, que no se vea por lo regular atacada del mal que llamamos histérico, en
términos que es casi una moda universal…” (3)
Se diría que es ésta
una posición común entre los letrados del momento, capaces de abordar las
cuestiones más diversas; el propio autor escribe sobre el estado ruinoso de los
hospitales, el miasma y su influjo negativo en la salud, etc (4). Pero si bien
esto es cierto, no deja de ser curioso que esta figura de la histérica
dieciochesca, aún a medio camino entre una economía privada y otra pública e
inmersa en una subjetividad que hace de ella no una enferma en sentido clínico,
sino una “doliente imaginaria”, no fuese usurpada por ningún otro escritor.
Dotado de un tacto que le permite encarar este registro, recto en sus sátiras y
avieso en sus parodias y a menudo en su propia escritura, Zequeira encubre a
las jóvenes habaneras bajo un diagnóstico, mientras las libera en su imaginario
poético, abriendo una brecha en el rótulo.
Producto de una
civilización cuyos excesos están en causa, la figura de la histérica rinde a la
vez una imagen del cuerpo como principio de placer, que codifica conductas
relacionadas con la ostentación y el gasto; y otra como de un interior
en ebullición -no menos gozosa pero angustiante- desde la que hablan
voces si bien inenarrables, ávidas de ser escuchadas. Si
ciertas chácharas sin sentido, rituales cosméticos y paseos circulares por la
ciudad ocupan una parte del tiempo de estas mujeres; vapores, fatigas, vahídos
y palpitaciones “donde se les representa un fantasma que las horroriza”, cubren
el resto de la jornada. Se trata de instancias entre las que oscila el
personaje, representado, además, según el carácter sonámbulo de sus actos
(Zequeira las compara a tártaros inciviles que no se cansan de dar vueltas en
sus caballos). Corporalidad expuesta, pero también opaca, más del orden de una
“profundidad” aún por instaurarse que de una superficie clínica sancionada por
signos establecidos (5).
Si frente a las
crecientes presiones a fin de normar el espacio público, regulando el
desplazamiento de las mujeres -que no asistan a la horca, que no merodeen las
ventas de esclavos, que eviten charlas provocativas en plena vía, etc.-, el
comercio, las fiestas y los horarios, nos topamos con la intención de rechinar
el lujo hacia el interior de las grandes y medianas moradas, reordenando la
ciudad en virtud de un patrón burgués estricto y celoso de la afeminación (se
persigue entonces al libertino y a cuantos gustan “confundir los trajes”, sin
excluir al criado que se pone el sayón del amo); frente al cuerpo de la
histérica, arropado en lujo por fuera y poblado en su interior por una pulsión
farfullante, se va a apelar en cambio a disciplinas más sutiles, que incluyan
tanto el control de la función reproductora como de los sentimientos, tanto el
dominio de los gestos visibles como el de los entresijos más oscuros, forzando
en lo posible a una trascripción de éstos por-la-palabra.
En efecto, hay un
elemento de base que recién empieza a despuntar: la conversión de la mujer en
madre, la glorificación de su función materna. Se trata de un “eje natural” que
transita, por decirlo de algún modo, hacia otro paradigma. Movido por el
establecimiento de la natalidad, que transforma el acto privado del nacimiento
en asunto de Estado, y por la emergencia de una nueva mirada hacia la infancia
y la juventud, se diseña entonces un reconocimiento exhaustivo de la mujer. De
modo que si por ahora se la sorprende según indicios públicos y entre alusiones
a sus “faltas”, pronto se la atrapa por medio de reglas privadas y en recodo
más pertinente: el propio hogar. Es en la propia casa donde la mujer -la
histérica- será interpelada por el médico de la familia, nuevo emisario cuyo
propósito no es otro que el de reacomodarla al rol de madre, modelando no sólo
un conjunto de normas corporales sino también psicológicas; hábitos de habla y aprensiones que den salida al “fantasma que las horroriza”.
Por supuesto, tan
intenso como el registro médico, y a menudo indeslindable, es el dispositivo
pedagógico que emerge desde finales del siglo XVIII. De uno y otro lado, se
trata de “dotar” a la mujer de un atributo que, si bien posee por
naturaleza, debe “reasumir” como la más valiosa y esencial de sus funciones.
Una función acaso única en la que, a partes iguales, Rousseau y Baudelocque
se intercalan para erigir sobre las ruinas de la “mujer artificial” (siempre madre
a medias) a la nueva “madre natural” sobre la que descansará (“sublime
reguladora”) tanto el orden familiar como el social (6).
En Cuba, donde la
esclavitud se prolonga por casi todo el siglo XIX, estos recursos encontraron
no pocos obstáculos dada la existencia de un espacio doméstico en el que la
mujer burguesa convive, por lo general, con una pléyade de niñeras,
muleques y “hermanos de leche”. Si bien la medicalización de la familia cubana
de clase alta y media no es en modo alguno tardía, como tampoco su
pedagogización, sin duda las relaciones de vasallaje demoraron (o por lo menos
hicieron más complejo) el proceso hacia una familia nuclear, o sentimental, al
margen de los imperativos de la esclavitud.
Aparecen entonces los
primeros controles de natalidad y se forja un saber que engloba (cada vez con
mayor nitidez) al complejo madre-hijo (7). Así, al tiempo que se establece la
Academia de Parteras y se recogen las primeras estadísticas de neonatos (vivos,
muertos, legítimos, ilegítimos, según razas, etc.) (9), se ven circular libros
de higiene privada acomodados a las exigencias del hogar burgués. En 1828, por
ejemplo, está en venta Observaciones sobre los males que se
esperimentan en esta Isla de Cuba desde la infancia y consejos dados a las
madres y al bello sexo, del médico francés radicado en La Habana
Carlos Belot (10). Es preciso advertir que en estos libros la teoría es
rebajada, mientras los consejos propiamente higiénicos -vertidos en estilo
galante, cuando no popular- pasan a ocupar el primer plano. Se trata de
decantadas “guías de madres”, género que vemos proliferar a partir de 1840 y en
el que se sostiene con claridad, entre otras cuestiones, el propósito de que
las madres lacten a sus hijos y se pueda desterrar así, del ámbito doméstico, a
la odiada nodriza (11).
A estas alturas, las
presiones pedagógicas en torno a la maternidad cobran toda su fuerza. Más que
denunciar las costumbres negativas de la mujer, ahora lo que cuenta es la
glorificación de la madre. El énfasis en las virtudes maternas desplaza a las
alusiones sobre faltas y el histerismo entra a su vez en un dominio propiamente
clínico, como desvío esencialmente fisiológico. Corresponde pues recorrer, en
el caso de Cuba, algunas particularidades de este proceso, remontándonos a sus
comienzos.
II
En un manual de
medicina que circulaba en La Habana a finales del XVIII se lee: “Asombra ver
cómo los hijos de padres honestos y virtuosos muestran desde su más tierna
infancia un fondo de bajeza y maldad. Es con sus nodrizas que adquieren sus
vicios. Serían honestos si sus madres los hubieran amamantados” (12). Como
expresa el sociólogo francés Jacques Donzelot en La policía
de la familia, es contra esta figura, que involucra a la nobleza y a la
naciente burguesía en un ciclo de dependencias fatales, que se vuelca el rencor
y la suspicacia de la época (13). La nodriza encarna esa deriva que va “de la
indolencia de las señoritas a la insolencia de las prostitutas” y que se
localiza entre el orbe doméstico y los asilos de beneficencia, esto es, en ese
intersticio cuya función es ligar, a través de criadas e intermediarios, la
familia al Estado. Si por una parte la elite, entregada al lujo e incapaz de dedicarse a las labores de crianza, fomenta este ciclo vicioso al poner a sus
hijos en manos de aquéllas, con lo que ello supone en términos de mortalidad;
por otro lado éstas lo perpetúan, al pretender vivir por encima de sus
posibilidades, sin dudar para ello en corromperse.
Producto no sólo de la
pobreza sino también de esta convivencia espúrea, la prostitución aparece entonces como
un fantasma que recorre todos estamentos de la sociedad. Recurrente en las
páginas del Papel Periódico…, en Cuba esta deriva se carga de
nociones raciales. En su “Carta sobre la educación de los hijos”, José Agustín
Caballero lo deja claro cuando expone: “No tomará la ama un búcaro de agua
aunque esté a dos pasos del tinajero, sino se los trae el esclavo; a su
imitación el hijo se cría flojo y perezoso. Jamás oye al padre decir: este
negro es hombre como yo, merece mi compasión. Al contrario, por una friolerilla
lo trata de perro (…) A su exemplo el hijito, no solo aperrea al de casa, sino
a los de afuera, y tal vez a otros blancos como él...” (14) Por todas partes
crece la impresión de un mal que se propaga por convivencia e imitación,
debilitando a los sujetos, o volviéndoles violentos e insolentes, al tiempo que
se ofuscan las fronteras de clase y géneros: “Pasa un negro con una capa de
grana, y tal vez con casaca y espadín” (…) “Igual atavío adorna a la señora de
carácter, como a una negra y mulata que deberían distinguirse por ley, por
respeto y por política, de aquellas a quienes ayer tributaban reverencias, y
servían como esclavas” (15). Y claro que no sólo se sospecha del robo y del
juego como modos de “hacerse con los trajes”, sino también de la
“demasiado diáfana prostitución” que, según Caballero, abarca tanto a unas
como a otras.
En lo que lo que toca
a las nodrizas, es sobre todo la intimidad del contacto (no sólo físico sino también
cultural) lo que está en juego. No son pocos quienes creen que trasmiten por la
leche (“intrínsecamente corrompida”) diversas enfermedades. Sin embargo, al contrario de lo que ocurre en España, donde a
moras y judías se les llega a impedir que ejerzan el oficio, en Cuba no se
toman mayores restricciones, salvo en el caso de las crianderas públicas. Se
intenta, sí, fomentar el empleo de mestizas y/o libertas, pero el uso frecuente
de esclavas alquiladas (o vendidas para dicho fin) traduce la existencia de una
fuerte demanda. Como los hijos de la familias de bien permanecen la mayor parte
del tiempo (y a veces hasta pasada la primera infancia) con sus nodrizas, se
refuerza aun más el forzoso ligamen, llegando éstos a adquirir “modales
nefastos” e incluso “rudimentos de una lengua extraña”. No obstante, los
moralistas apenas señalan a los vínculos afectivos, y al hecho de que las
nodrizas fuesen a menudo reconocidas como madres verdaderas, a cambio de las
biológicas. La “ama de leche” negra marca de tal manera el imaginario de la
burguesía que, en ocasiones, no habrá modo de deslindar entre el odio vuelto
hacia ella y el recelo consecuente de muchos blancos para con su origen. Al
haber sido amamantado por mujeres de otras culturas, en las colonias el criollo es siempre sospechoso
de contaminación; este mestizaje adquirido desde
el nacimiento y que marca en definitiva una diferencia, no pasaría inadvertido
al Otro, estando en la raíz tanto de la
romantización de la esclava doméstica como del rechazo de fondo hacia esa
figura. A mediados
del siglo XIX Anselmo Suárez y Romero, dueño de esclavos y él mismo fruto de
estas alianzas, se explayaba en estos términos:
“La leche santa de sus madres
no es la que siempre alimenta a los hijos de Cuba; una nodriza abyecta nos da
la suya porque muchas madres creen hallar su salud y belleza en el olvido del
primero de sus deberes. Mientras duermen, pasean, buscan solaz en el teatro o
en el baile, otro regazo nos calienta; las palabras de aquella nodriza
ignorante y corrompida es lo que más escuchamos, sus acciones son las que más
vemos (…) Ahí se nos inspiran ideas erróneas; ahí brotan las pasiones bastardas
(...) ahí se corrompe todo, hasta el habla castiza de nuestros mayores” (16).
Este discurso tendrá larga continuidad. En 1895 Juan Santos Fernández se va
a referir a los "funestos hábitos y detestables conductas" que
"las impúdicas niñeras" (por supuesto, negras) inculcan a las niñas
cubanas, como causa ya no sólo de precocidad sexual sino también de locura. Y
es tal el impacto de este “error del origen” que todavía en 1943 un psiquiatra
cubano escribe: “La negra que lacta, mece, palma las nalguitas y luego inicia
sexualmente al adolescente blanco, terminó por sexualizar y hacer concupiscente
al cubano” (17).
Corrupción de la lengua, perversión, locura
y criminalidad; en fin, "impurezas" que no sólo no cuadran en la
emergente pedagogía sino tampoco en el concepto de nación que se viene
forjando desde aquellos años y que haría del miedo a las mezclas su
principal resorte.
III
Pero volvamos a
Zequeira. Como antes apuntamos, a la histérica su condición de clase le viene
asegurada por herencia, como patrimonio de nobleza. Se trata de un bien
fundario al que aspiran burguesas y hasta criadas, y que es lo opuesto del
modelo de ahorro que ahora se intenta imponer. Será preciso, por tanto,
controlar estos flujos -de lujo, ocio, vanidad, etc.- y sus diferentes derivas
sociales, a fin de destinarlos a la conservación de los hijos, de manos
propias; (18) pero como esta pelea entre imágenes y funciones del cuerpo no se
resuelve de momento, como no la asisten suficientes resultados, aumenta la
demanda de escucha: el habla a modo de síntomas. Este secreteo deviene, sin
duda, un sello de clase a defender a toda costa de intromisos para que,
ganada luego la confianza del médico, depositario del secreto, se garantice a
sus anchas el orden interior. Mientras tanto, el espacio público es rediseñado,
contando en adelante con gimnasios, departamentos de hidroterapia y hasta
clínicas privadas (exclusivas para señoritas) que alternan con tiendas de lujo y otros sitios de dispendio.
Si repasáramos un
tanto las referencias a la mujer criolla blanca, posteriores a 1850,
advertiríamos sin duda un cambio en la mirada que se tiene de ella, ahora
ensalzada por sus dotes de madre, para no hablar ya de aquellas descripciones
finiseculares que tanto insisten en su escasa presencia en la vía pública (y en
cambio en la abundante de negras y mulatas), como si por fin se la hubiese
recogido o, mejor dicho, rechazado hacia el interior doméstico. En 1856 un
viajero las describe así: “Las mujeres cubanas son altamente virtuosas, aman a
sus maridos y sacrifican a ellos los afectos que han tenido antes del
matrimonio; prefieren amamantar sus niños ellas mismas y solo emplean nodrizas
cuando no están aptas para cumplir con ese deber maternal” (19). Dicho de este
modo, su conversión parecería establecida, como también desatado el nudo de la
nodriza; pero se trata, claro está, de una imagen en construcción, en gran
medida abultada.
En realidad, el uso de
niñeras y nodrizas y la ostentación de éstas como signo de posición social, se
extendió más allá del fin de la esclavitud. Si bien deja de verse entre la
multitud aquellas negras descalzas “vestidas de mesulina” y con niños “tan
blancos como el cisne” en los brazos, que tanto impresionaran a la Condesa de
Merlín, el forzoso ligamen se mantendrá todavía por un tiempo. Ciertos paseos,
cafés y hasta estudios de fotografía, seguirán siendo espacios señalados donde mostrar los dones de esta alianza e indudablemente sus ritos e intrincados afectos.
Por otra parte,
no deja de ser interesante que en todos los manuales de enfermedades de
esclavos de la primera mitad del siglo XIX se excluya a la histeria (20). Si
bien ello obedece, obviamente, al hecho de no ser la esclava un sujeto civil,
también está en juego el que encarne (como la mujer campesina) ese
"recurso a la naturaleza” con el que se pretende reforzar cierta norma
natural que la joven de bien debe hacer suya. En Cecilia Valdés,
por ejemplo, Isabel Ilincheta encarna esta norma no tanto como un producto
espontáneo del campo, como sí en virtud de ese aprendizaje moral que la vida en
la hacienda implica, incluso al precio de cierta masculinización, expuesta
irónicamente por Villaverde al describir los rasgos del personaje. No obstante,
será otra la versión de estos libros cuando, después de 1860, se empiece a
hablar de enfermedades por acriollamiento. El médico francés Henri Dumont narra
el caso de una “negrita histérica”, esclava doméstica, que habría “incorporado”
las costumbres de sus amos y cuya dolencia se explica porque “no le baja el
menstruo”. La solución consiste en mandarla al ingenio a realizar labores más
duras; esto es, en apartarla de la “civilización” (21). Pero se trata también,
claro está, del castigo que se tiene de antiguo contra aquellas que cruzan la
línea o burlan el secreto, y ello lo vemos representado en la nodriza Maria de
Regla, “madre de leche” de Cecilia y de Adela -la bastarda y la señorita- y uno
de los personajes más logrados de la citada novela.
Ahora bien, ¿cabe “la
mulata de rumbo” en esta categoría de la histeria? No; pues la exclusión es
aquí tanto más pertinente. O sí; pero ya a finales de siglo y según lógica
distinta a la de la medicina de familia y la pedagogía romántica: la lógica del
peligro público y la pasión criminal, gestionada en principio por los
fisiócratas (reformadores de asilos) y más tarde por los médicos alienistas. No
por gusto el estereotipo que la informa insiste en señalar su esencial
grosería, su falta de refinamiento y sus tendencias al delito y la locura. Es
cierto que a la mulata no le falta escucha social, pero ésta se ve constreñida;
se trata de una escucha traicionada. En cambio, de ella hablan todos; su vida,
pasión y muerte es un “secreto a voces” del que apenas participa. (Ya en la República,
la cabellera de una “mulata enajenada” va a presidir una de las colecciones del
Museo de Medicina Legal. Científicamente reducida, esta “medusa” remite, sin
duda, a la mujer mestiza que se da candela y no menos a la “masa criminal”,
descrita también como femenina, impulsiva y destructora) (22).
Por último, habría
que señalar que a un bastonero como lo fue Manuel de Zequeira y Arango,
encargado de organizar los bailes y desfiles públicos de su época, no podía
escapársele la necesidad de una “economía de los desplazamientos”. Aunque había
otra razón “de peso”: el poeta había sido atropellado por una volanta, sin
derecho a póliza. En fin, al bastonero de Don Luis de las Casas, del Conde de
Santa Clara y del Marqués de Someruelos -llamado a organizar el gran desfile de
1803 en homenaje a Carlos III- (23) le resulta vital que el flujo citadino se
traslade desde la antigua Alameda (alrededor del hospital donde se encontrarán
finalmente Cecilia y su madre loca) al moderno paseo del Prado. Esta senda
extramuros, más espaciosa y salubre y, sobre todo, ordenada, es la que la
ciudad se merece.
Notas
1) Manuel de Zequeira y Arango: “Paseo de la Alameda”, El
criticón de la Havana, no 4, 6 de noviembre de 1804; reproducido en Emilio
Roig de Leuchsenring: La literatura costumbrista cubana de los siglos
XVIII y XIX. Los escritores, Oficina del Historiador de la Ciudad, La
Habana, 1962, pp. 71-73. Ver cita en “Carta dirigida a los jóvenes de nuestros
días”, La literatura en el Papel Periódico de la Havana, 1790-1805,
Editorial Letras Cubanas, 1990, p. 139.
2) Esto puede apreciarse en el lamento de José Agustín Caballero por la
falta de hospicios para mendigos en La Habana: “Dolor es que me traspasa el
alma, ver una ciudad como la nuestra, adornada con una excelente y abrigada
bahía, hermoseada con unos fértiles campos, de unas tierras feraces que no
necesitan de abono para dar todo el año copiosas cosechas de azúcar, tabaco,
maíz, arroz (…) Y qué con todo no tengamos un monumento que nos acredite. Todo,
todo se lo debemos a la Naturaleza, nada al Arte” (“Carta sobre el
establecimiento de un Hospicio en esta Ciudad”, La literatura en el
Papel Periódico de la Havana, 1790-1805, Editorial Letras Cubanas, 1990,
pp. 51-53). Para una mirada medrosa de los riesgos del comercio en Cuba, ver:
“Historia Alegórica”, s/a, ibídem, pp. 159-61; y para profundizar en el
discurso de género, desde una perspectiva literaria, consultar el ensayo de
Mirta Suquet Martínez “La Hamaca o el Tajo: “Variantes para una narrativa de
la identidad nacional”, Convergencia: Revista de Ciencias Sociales,
año 1, no 32, mayo-agosto, 2003.
3) "Paseo de la Alameda" (ob.cit.,p. 71).
4) Manuel de Zequeira y Arango: “Hospitales”, Papel Periódico de
la Havana, 20 de septiembre de 1800.
5) Si a comienzos del siglo XIX el estatus médico de la histeria es más
bien precario, el social resulta en cambio bastante amplio. En este sentido, no
es como tal el rango clínico de la enfermedad lo que cuenta, sino el lugar que la dolencia ocupa
en una “naciente
economía de los cuerpos”. Ver
Michel Foucault: El poder psiquiátrico, Akal Ediciones, S. A.,
Madrid, 2005, pp. 301-304.
6) “Sublimes reguladoras del
orden moral”, así se le define en un artículo titulado “La madre de familia” (Seminario
de Cuba, Tomo I, 1855, p. 58), citado por Lucía Provencio Garrigós en su
excelente estudio “La trampa discursiva del elogio a la maternidad cubana del
siglo XIX, Americanía, No 1, enero de 2011, pp. 42-73.
7) El complejo madre-hijo se
presenta como un saber cada vez más acoplado desde finales del siglo XVIII. En
lo que respecta a la infancia, y limitándonos a la producción médico-moral en
Cuba, podrían citarse los siguientes textos: “Discurso sobre la infancia”,
Papel Periódico de la Havana, no 73, 16 de septiembre de 1802, pp.
293-294; “Reglas que deben observar las nodrizas para la mejor crianza de la
infancia”, Papel Periódico de la Havana, no 47, 13 de junio de
1802, pp. 185-186; “Del mal venéreo en los niños”, Papel Periódico de
la Havana, no 82, 11 octubre de 1804, p. 325; Alberto Parreño: Instrucciones
morales y sociales para el uso de los niños, escritas de orden de la Sección de
Educación de la Sociedad Patriótica de La Habana, Oficina del Gobierno y
Capitanía General, La Habana, 1824; Manuel Valdés Miranda: Apuntes
sobre lactancia artificial con relación a las haciendas de la isla de Cuba,
La Habana, 1842; Manuel Valdés Miranda: “Sucinta investigación sobre los medios
de reconocer la calidad de la leche así de las nodrizas, como de las vacas”, Repertorio
Médico Habanero, 1842, vol. 2, no 4, pp. 33-34; C. Lanuza: “Medicina de los
niños al alcance de las madres”, Repertorio Médico Habanero, 1842,
vol. 2, no 4 y 5, pp. 39-41 y 61-62, vol. 3 (1843), no 12, 1 y 2, pp. 295-301,
305-310 y 317-319; y Juan José Hevia: Tratado de las enfermedades de
los niños y modo de curarlas, La Habana, 1845, Imprenta de Gobierno y
Capitanía General, entre otros… En el campo de la obstetricia y de la higiene
femenina, además de libro de Belot circula en la isla la obra en tres volúmenes
de Madame Lachapelle, Pratique des accouchements… (1825), que se
convierte en el clásico de la disciplina, como lo había sido antes L´art
des accouchements, de Baudelocque, que alcanzó más de cuatro ediciones. En
cuanto a la práctica propiamente insular, Francisco Alonso y Fernández imparte
un primer curso de obstetricia: Exámenes públicos de obstetricia o arte
de partear que han de celebrarse en el Real Museo de Anatomía Descriptiva
perteneciente al Hospital Militar de San Ambrosio, Imprenta de P. Nolasco,
La Habana, 1825; y otro para estudiantes de medicina: Discurso
inaugural que para la apertura del curso de obstetricia o arte de partear
pronunció en el Museo Anatómico de La Habana el 20 de septiembre de 1830 don
Francisco Alonso y Fernández, Imprenta Fraternal, La Habana, 1830.
8) La Academia de Parteras
se inauguró el 7 de junio de 1828 en el Hospital de Paula, como dependencia de
la Sociedad Patriótica. Al frente de ella estuvo Domingo Rosaín, autor de Examen
y cartilla de parteras (1824), así como del Reglamento… de
la misma (1827). Ver Raymundo de Castro y Bachiller: “Apuntes para la historia
de la obstetricia en Cuba”, Centenario del Nacimiento del Dr. Jorge Le
Roy y Cassá, Cuadernos de Historia de la Salud Pública, La Habana, 1968,
pp. 31-59.
9) Ver Ramón de la Sagra: Historia
económico-política y estadística de la isla de Cuba, La Habana, 1831.
10) Carlos Belot: Observaciones
sobre los males que se esperimentan en esta Isla de Cuba desde la infancia y
Consejos dados a las madres y al bello sexo, Casa Lazuza Mendía, New York,
1828 (2 volúmenes). En esta obra en dos tomos se traza un recorrido que va
desde el útero (sede de la histeria) hacia el cuerpo en totalidad como máquina
sometida al influjo de las pasiones. Según Belot el “istérico de la mujer” se
debe a la suspensión del menstruo, como también al deseo insatisfecho de
casarse. Se trata, en ambos casos, de eventos que obstruyen la circulación y evacuación
de los fluidos. Belot señala igualmente como causa de la histeria la lectura de
“novelas lúbricas” y las “pláticas provocativas con el otro sexo”. Como
terapéutica, indica la práctica de ejercicios físicos, la vida de campo, “la
presencia vigilante del padre y de amigas prudentes y respetadas”, y, en fin,
cuanto aparte a las jóvenes del “fuego que alimenta las pasiones”. Dedica
largos párrafos a los inconvenientes de no lactar a los hijos, entregándoles a
nodrizas africanas. Seguidor de J. J. Rousseau, supone siempre lo favorable del
clima y de la simplicidad de los hábitos de crianza en Cuba, lo que contrapone
a las pesadas costumbres europeas. De ahí su optimismo de frente a la
corrección de la mujer criolla, a la que no considera tan indolente como otros
autores del patio.
11) En este sentido cabe
citar: Cartas sobre la educación del bello sexo, corregidas y
aumentadas de su original, publicadas en Londres, Imprenta del Gobierno y
Capitanía General, La Habana, 1829; José Domingo Bousquet: Guía para
las madres, 1835; Sabino Losada: “Higiene de las mujeres nerviosas” (1852),
serie de artículos publicados en Repertorio Económico de Medicina,
Farmacia y Ciencias Naturales; y Manuel Costales: Educación de la
mujer, La Habana, 1860; entre otros.
12) William Buchan: Medicina
Doméstica. Tratado completo de precaver y curar las enfermedades con el régimen
de medicina simple, Imprenta Real, Madrid, 1785, p. 33.
13) Jacques Donzelot: La
policía de la familia (1980), Pre-textos editorial, Barcelona, 1980.
14) José Agustín Caballero:
“Carta sobre la educación de los hijos”, La literatura en el Papel
Periódico de la Havana, 1790-1805, Editorial Letras Cubanas, La Habana,
1990, pp. 63-66.
15) ibídem.
16) Anselmo Suárez y Romero:
“Vigilancia de las madres” (1848), Colección de artículos,
Editorial Nacional de Cuba, La Habana, 1963, p. 30. La sofocante ambivalencia
que suscita en el criollo la nodriza se puede apreciar de manera clara en
algunos textos poéticos de la época. Por ejemplo, en “La despedida de la nodriza
africana” (El artista, 1848, La Habana, no. 12, p. 174), José M.
Rodríguez invenciona la voz de una criandera cuando se despide del niño de bien y
a la que el destino (no la esclavitud) trajo a “climas lejanos/a ser tu madre
de amor”. Félix Tanco, en cambio, la emprende contra Filis, “señora de cien
negras” que comete el doble sacrilegio del comercio de esclavas y del uso de
éstas para amamantar al “niño-amo” al tiempo que se le roba la vida al
“niño-esclavo”. Sin embargo, el subtexto del poema no es sino una crítica a las
costumbres de la sacarocracia, que no a la esclavitud, y un manipulado lamento
que no logra ocultar el desprecio hacia la mujer africana. (Centón
epistolario de Domingo Delmonte, t.VII, pp. 82-83).
17) Ver Anales de la
Real Academia de Ciencias Médicas Físicas y Naturales de La Habana, tomo
XXXII, 1895, p. 493; la segunda cita es de José J. Llinás Carvajal (Psicopatología
del Cubano, 1954), que cita a su vez al estudioso Elías Entralgo.
18) Donzelot, p. 25
19) Citado por Gustavo
Eguren: La Fidelísima Habana, p. 310.
20) Ver M. Dazille. Observations
sur les maladies des negres, leurs causes, leurs traitements et les moyens de
les prevenir, Didot, Paris, 1776 (hay una edición aumentada de 1788-92);
Francisco Barrera y Domingo: Reflexiones histórico físico naturales
médico quirúrgicas. Prácticos y especulativos entretenimientos acerca de la
vida, usos, costumbres, alimentos, bestidos, color y enfermedades a que
propenden los negros esclavos… (1798), La Habana, 1953; y Honorato
Bernard de Chateausalins: El Vademecum de los Hacendados Cubanos o Guía
práctica para curar la mayor parte de las enfermedades. Obra adecuada a la zona
tórrida y muy útil para aliviar los males de los esclavos (hay
ediciones de 1831, 1848 y 1859). Según este último autor, la “histeria es
poco común en la gente de campo y en los negros, pero frecuente entre
civilizados, sobre todo ricos y ociosos”. De la hipocondría dice: “es en el
hombre lo que la histeria es en la mujer” (p. 81, ed. 1845). Ya Barrera y
Domingo había dedicado un capítulo a la hipocondría de los blancos, curiosamente
incluido en su libro sobre las enfermedades de los esclavos africanos,
destacando la melancolía como padecimiento de estos últimos. Ver también Ramón
Piña y Peñuela: Topografía médica de la Isla de Cuba (1855),
donde el histerismo se vincula a los efectos del clima, el sedentarismo y a una
educación enervante, excluyéndosele como dolencia de los negros y de las clases
bajas en general.
21) Henri Dumont: Ensayo
de una historia médico-quirúrgica de la Isla de Puerto Rico, Imprenta La
Antilla, La Habana, 1875, p 61.
22)
Israel Castellanos, Juan Blanco Herrera y Esteban Valdés Castillo: “El museo de
la Cátedra de Medicina Legal”, Revista Bimestre Cubana, 1930, pp.
267-80. Del mismo modo, la foto de una “negra demente” de enorme cabellera
medusaria, que circuló en varias revistas norteamericanas como ejemplo de la
barbarie colonial, preside los actos fundacionales de la psiquiatría cubana. La
supuesta enferma fue liberada por una Comisión Conjunta, en 1899, del cepo en
que permaneciera por largos años en una sala de observación de enajenados del
interior del país.
23) Ver
Manuel de Zequeira y Arango: Descripción exacta de la general alegría y
majestuoso modo con que se descubrió al público la excelente estatua del Sr.
Don Carlos III en la plazuela del Paseo extramuros de la Habana, Imprenta de la
Capitanía General.
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