Manuel de Zequeira y Arango
Señor Público: hay ciertas especies de
costumbres inveteradas que, si las reflexionásemos un poco, hallaríamos que no
sólo son ridículas, sino perjudiciales a nuestros propios intereses. En el
número de estas preocupaciones debemos colocar nuestro paseo de la Alameda, que
es el punto de reunión de las volantes desde la media tarde hasta que el sol
desaparece.
Esta especie de recreo, que sólo se reduce a
dar un millón de vueltas alrededor de la fuente y de la Estatua, es para mis
ojos uno de aquellos espectáculos más risibles y que más caracterizan la
indolencia, porque lexos de desfrutar (sic)
los placeres que brinda la sociedad, no vemos otra cosa que personas tétricas,
taciturnas y embutidas en sus carros a la manera que Diógenes en su tinaja.
Allí no se oye voz humana, ni se percibe más
rumor que el de las ruedas, ni se lleva otro interés que el de lucir los trenes
y los frisones que disputan la velocidad, tal vez con perjuicio de algún brazo,
alguna pierna, u otra desgracia de los concurrentes. En medio de estas
revoluciones vespertinas, nadie hay que pueda estar exento de un fracaso; y yo,
por mi desgracia, no he dexado de verme sorprendido por uno de estos carros volantes, de cuyo coche vine al suelo
mal parado, y a pesar de los exfuerzos (sic)
que hice para quexarme del autor de mi tragedia, nadie me escuchaba, ni veía la
persona que pudiera pagarme la pierna que me habían torcido (…)
Gracias a Dios que en los días de etiqueta
nos vemos libres de estos abordajes por el orden que se observa en las hileras.
Pero entonces la mortificación muda de aspecto, y si antes pecaba por el
desorden de las carreras, en estos días se hace insufrible por la marcha
simétrica y enfadosa a la qual se bautiza con el nombre de paseo. Quando esto
sucede, no hay más remedio que dormirse, porque el paso metódico y mesurado es
una especie de narcótico capaz de adormecer hasta a los cuadrúpedos que nos
arrastran; (…) y sólo nuestras petimetras son las (roto el original) Morfeo, animadas de los estímulos de la
presunción. En este caso es cuando suelen ostentar a la vista del menos curioso
lo que en otro tiempo procuraba encubrir la honestidad: allí es donde cada una
pretende excederse en el arte de las preparaciones (roto el original; faltan las sílabas
“aro”) máticas, en el del adorno y esencias con que se perfuman: allí es donde
se ven sus brazos de alabastro arrostrando al pudor y despreciando la
intemperie; y allí, por último, es donde el carmín vivificante, triunfando
de la injuria de los años, presenta una multitud de máscaras juveniles, bajo
cuyo barniz se ocultan las palideces y las arrugas.
¡Qué de transformaciones se
notan en estos rostros! ¡Quántas que fueron pálidas violas al nacer la mañana,
se convierten en claveles a la tarde! ¡Y quántas que amanecieron con el rostro
anochecido, se presentan con los mismos explendores (sic) que la Aurora!… ¿Pero a qué
fin (dirán algunas) nos murmura el Criticón de esa manera? ¿Por qué se le ha de
permitir que escriba con tanta libertad? Yo voy a responder, y si no justifico
mi intención, vengan en hora buena sobre mí las maldiciones.
No hay joven alguna, y aun las que no lo son,
que por lo regular no se vea atacada del mal que llaman histérico, en términos
que es casi una moda universal en las señoritas. Así sucede que quando se les
visita no tratan de otra cosa que de sus vapores, de la palpitación, de las
fatigas, de los bahidos (sic), de la
arteria, de sus achaques; y no sólo no se contentan con hacer la narración de sus
tormentos, sino que muchas veces tienen los huéspedes que examinar la lengua,
tomar el pulso, y hacer todas las funciones de un Galeno. Poseídas de estos
síntomas, viene la imaginación a ser un suplicio donde se les representa un
fantasma que las horroriza.
¿Y de qué dimanan sus lúgubres ideas? ¿Quál
es el principio de estos males? Yo creo que si se les pregunta a los
facultativos, convendrán conmigo en que no tienen otro origen que el de sus
pasiones, el excesivo lujo, y sobre todo, la falta de ejercio.
La vida de nuestras petimetras,
por lo regular, no es otra cosa que ponerse al tocador y embalsamarse con
perfumes que poco a poco van extragando (sic)
su naturaleza; y después que han invertido dos horas mirándose al espejo, con quien
consultan sus graciosas gesticulaciones, salen al estrado a recibir las
visitas, o a tocar el pianoforte, y de aquí se disparan a las tiendas de las
modas, a la casa de la amiga, o a pasearse en la volante, que es el trono de (roto el original) ¿Y qué resulta de este
género de vida voluptuosa y sedentaria? Si no hay más que volante a la mañana,
volante por la tarde, y volante por la noche, ¿qué es lo que debemos esperar?
Que todos los resortes de nuestra máquina caen en un abatimiento melancólico,
que las fibras pierden su elasticidad, y que el espíritu se debilita, hasta que
una profunda languidez va sometiendo nuestros nervios a las más terribles
convulsiones. He aquí el diario histórico de las havaneras: este
es el origen de sus histéricos, y principio de los achaques que
adolecen (…)
¿Y por qué no hemos de procurar
el exterminio de unos males cuyos remedios están en nuestro arbitrio? ¿Por qué
no hemos de hacer más dulce nuestra vida con la comunicación de nuestro trato,
olvidando las rutinas góticas que no son perjudiciales?
Dejemos, pues, esa manía inveterada de andar
a todas horas en volante: usemos de ellas dentro de la Ciudad, y cuando lo exija
la intemperie; pero no por esto olvidemos las ventajas que deben resultar de un
ejercicio moderado, estableciendo un paseo a pie extramuros de la Ciudad. ¿Acaso puede
hallarse un piso más cómodo ni un parage más ameno que el de la alameda de allá
afuera? ¡Qué distinta sería nuestra salud, y qué bienes no resultaría a la
sociedad, si se realizara esta costumbre! ¡Estonces yo aseguro que habría menos
indigestiones, que estaríamos más alegres, más robustos, y sobre todo, más
civilizados. Así se executa en todas las poblaciones que se precian de tener
cultura. Dexemos el tocador, el estrado y la volante, o a lo menos hurtemos la
mitad del tiempo que dedicamos a la ociosidad, y apliquémoslo a gozar las
delicias que nos brinda la alameda con la amenidad de su piso y hermosura de
sus árboles. No imitemos la indolencia de los tártaros, que no conocían otra
ocupación que vaguear sobre los carros; y de este modo alcanzaremos el
privilegio de no ser incluidos en el número de los pueblos inciviles.
La literatura costumbrista cubana de los siglos XVIII y XIX. Los
escritores. Emilio Roig de Leuchsering. Oficina del Historiador de la
Ciudad de La Habana, 1962, pp 71-73.
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