Gastón Baquero
Uno de los mayores beneficios de la vejez es
la serenidad con que recibimos la noticia de la muerte de un ser querido.
A partir de cierta edad se tiene
inevitablemente la sensación de estar de paso, de hallarnos a punto de seguir viaje
en cualquier momento. Al saber que uno de los compañeros de excursión, ¡uno
más!, ha reemprendido el peregrinaje, dejándonos por un rato más en la
prolongada visita iniciada con el nacimiento, sentimos, sí, pena por la ausencia
(la pasajera ausencia), pero comprendemos que teníamos olvidada nuestra
condición principal: la de ser fugaces viajeros por un largo camino.
No hubo ni hay religión que desatienda pagar
los gastos de los suyos que emprenden el viaje. Una moneda entre los labios,
una carta dirigida a Dios, recomendándole la persona y suplicándole una amable
acogida, unas oraciones por su alma, un amuleto para entregarlo al guía
acompañante, un rito, alguna ceremonia que se juzga auspiciosa, son en verdad
el equipaje apropiado para el viajero. Al moribundo el sacerdote le lleva el
viático. A sus muertos queridos los romanos ponían sobre el corazón una rama de
ruda.
El AlMA PURIFICADA
Para que el cuerpo vaya limpio está el baño
funeral que no falta en ninguna religión. Para que no padezca hambre en el más
allá, los deudos y los amigos comen y beben antes del entierro; y los sabios
chinos ponen comida sobre las tumbas. Eso para lo material, lo del cuerpo. Para
purificar y limpiar hasta la raíz el alma, tienen prescritas las religiones
normas y costumbres que varían con las épocas y las civilizaciones, pero giran
todas alrededor de la misma idea: hay que sacudirse el polvo interior que se
nos deposita durante nuestra visita a la tierra.
Los santos óleos de la extremaunción, y la
confesión y comunión antes de partir, no tienen otro sentido. La confesión limpia
el cuerpo y la comunión limpia el alma.
Comulgar
es ducharse el alma con la sangre de Dios. Queda así el viajero puesto en
camino con todas sus deudas pagadas. A estar limpio por dentro y por fuera se
le llama en religión «tener la maleta hecha».
Recuerdo cuando en el campo nos llevaban a
niños y a mayores cerca de quien moría para decirle la oración llamada El
camino recio. Siempre la conciencia del morir entendido como un viaje. «No
murió, partió primero» es fórmula perfecta de la antigüedad. La barca en el
río, el vuelo hacia el cielo, la vuelta a la Casa del Padre, el adiós, ligándose
siempre la imagen del morir con la de partir de viaje. Egipcios y aztecas lo
sabían muy bien, y los viejos tártaros enterraban a sus héroes con el caballo,
para que siguiera jineteando por las llanuras del cielo.
EN OTRA ESTRELLA
Los griegos, a quienes no agradaba la idea de
la muerte como destrucción y aniquilamiento, tenían un puñado de metáforas para
no emplear jamás la palabra vitanda. Todo lo que decían era aplicable a
un viaje. «Ahora está en otra estrella», era uno de los modos
maravillosos que empleaban para dar la noticia tremenda. En inglés, «he is
gone» cumple también el papel de metáfora de la muerte. Y las poesías
más antiguas de la humanidad, en Occidente, como en Oriente, en las
civilizaciones precolombinas de América,
como en las arcaicas asiáticas, quieren inculcarle al hombre la noción de lo
fugaz de la visita a este planeta. Aquí estamos de paso y muy de paso, en
visita breve. Nos quedan muchos mundos por recorrer.
Pienso en la buena compañía que nos dio Lydia
Cabrera. Nos
acompañó un número de años que puede parecer grande para quienes creen que el
almanaque mide la misteriosa realidad de una persona, pero es pequeño para
quienes necesitamos, por falta de valor y de religiosidad, sentirnos agradablemente
acompañados, no estar solos a la intemperie. Darnos compañía unos a otros nos
libra de sentir el pavor del vacío que media entre la tierra y los cielos.
EL DON DE LA COMPAÑÍA
Hay personas que vienen al mundo con el don y
la capacidad o misión de dar compañía, de servirles a los demás de
conjuro contra la soledad cósmica y contra el miedo al vacío. Esas personas
maravillosas amueblan mundo. Son como islotes encendidos en medio del tenebroso
océano, y a ellas se acogen los náufragos. Fascinados por la energía espiritual
de esos seres, se echan a vivir sin congoja y sin temor a que la nave vuelva a
hundirse. Lydia era así.
Al saber que ella ha reemprendido el camino,
no he sentido tristeza alguna. Vino a visitarnos cargada de dones, trajo
regalos maravillosos, y los fue entregando con una sonrisa, con exquisita
amabilidad natural, es decir, concedida por el cielo. Y después de volcar la
cornucopia y dejarnos el sendero iluminado interna y gozosamente ha ido.
Eso es todo. ¿Lamentar que la estación de
partida no fuera su isla? Un exiliado excepcional, Séneca, se consoló así
mismo en ocasión parecida, y nos dejó a todo el poderoso consuelo: «En
cualquier punto de la tierra donde nos hallemos —decía— estamos siempre
a la misma distancia de las estrellas».
1991
La fuente inagotable, 1995, Valencia,
editorial Pre-Textos, pp. 189-92.
Fotografía: Orlando Jiménez Leal
Fotografía: Orlando Jiménez Leal
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