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miércoles, 23 de mayo de 2012

Lydia Cabrera






 Gastón Baquero



 Uno de los mayores beneficios de la vejez es la serenidad con que recibimos la noticia de la muerte de un ser querido.
 A partir de cierta edad se tiene inevitablemente la sensación de estar de paso, de hallarnos a punto de seguir viaje en cualquier momento. Al saber que uno de los compañeros de excursión, ¡uno más!, ha reemprendido el peregrinaje, dejándonos por un rato más en la prolongada visita iniciada con el nacimiento, sentimos, sí, pena por la ausencia (la pasajera ausencia), pero comprendemos que teníamos olvidada nuestra condición principal: la de ser fugaces viajeros por un largo camino.
 No hubo ni hay religión que desatienda pagar los gastos de los suyos que emprenden el viaje. Una moneda entre los labios, una carta dirigida a Dios, recomendándole la persona y suplicándole una amable acogida, unas oraciones por su alma, un amuleto para entregarlo al guía acompañante, un rito, alguna ceremonia que se juzga auspiciosa, son en verdad el equipaje apropiado para el viajero. Al moribundo el sacerdote le lleva el viático. A sus muertos queridos los romanos ponían sobre el corazón una rama de ruda.

 El AlMA PURIFICADA

 Para que el cuerpo vaya limpio está el baño funeral que no falta en ninguna religión. Para que no padezca hambre en el más allá, los deudos y los amigos comen y beben antes del entierro; y los sabios chinos ponen comida sobre las tumbas. Eso para lo material, lo del cuerpo. Para purificar y limpiar hasta la raíz el alma, tienen prescritas las religiones normas y costumbres que varían con las épocas y las civilizaciones, pero giran todas alrededor de la misma idea: hay que sacudirse el polvo interior que se nos deposita durante nuestra visita a la tierra.
 Los santos óleos de la extremaunción, y la confesión y comunión antes de partir, no tienen otro sentido. La confesión limpia el cuerpo y la comunión limpia el alma.
Comulgar es ducharse el alma con la sangre de Dios. Queda así el viajero puesto en camino con todas sus deudas pagadas. A estar limpio por dentro y por fuera se le llama en religión «tener la maleta hecha».
 Recuerdo cuando en el campo nos llevaban a niños y a mayores cerca de quien moría para decirle la oración llamada El camino recio. Siempre la conciencia del morir entendido como un viaje. «No murió, partió primero» es fórmula perfecta de la antigüedad. La barca en el río, el vuelo hacia el cielo, la vuelta a la Casa del Padre, el adiós, ligándose siempre la imagen del morir con la de partir de viaje. Egipcios y aztecas lo sabían muy bien, y los viejos tártaros enterraban a sus héroes con el caballo, para que siguiera jineteando por las llanuras del cielo.

 EN OTRA ESTRELLA

 Los griegos, a quienes no agradaba la idea de la muerte como destrucción y aniquilamiento, tenían un puñado de metáforas para no emplear jamás la palabra vitanda. Todo lo que decían era aplicable a un viaje. «Ahora está en otra estrella», era uno de los modos maravillosos que empleaban para dar la noticia tremenda. En inglés, «he is gone» cumple también el papel de metáfora de la muerte. Y las poesías más antiguas de la humanidad, en Occidente, como en Oriente, en las civilizaciones precolombinas de América, como en las arcaicas asiáticas, quieren inculcarle al hombre la noción de lo fugaz de la visita a este planeta. Aquí estamos de paso y muy de paso, en visita breve. Nos quedan muchos mundos por recorrer.
 Pienso en la buena compañía que nos dio Lydia Cabrera. Nos acompañó un número de años que puede parecer grande para quienes creen que el almanaque mide la misteriosa realidad de una persona, pero es pequeño para quienes necesitamos, por falta de valor y de religiosidad, sentirnos agradablemente acompañados, no estar solos a la intemperie. Darnos compañía unos a otros nos libra de sentir el pavor del vacío que media entre la tierra y los cielos.

 EL DON DE LA COMPAÑÍA

 Hay personas que vienen al mundo con el don y la capacidad o misión de dar compañía, de servirles a los demás de conjuro contra la soledad cósmica y contra el miedo al vacío. Esas personas maravillosas amueblan mundo. Son como islotes encendidos en medio del tenebroso océano, y a ellas se acogen los náufragos. Fascinados por la energía espiritual de esos seres, se echan a vivir sin congoja y sin temor a que la nave vuelva a hundirse. Lydia era así.
 Al saber que ella ha reemprendido el camino, no he sentido tristeza alguna. Vino a visitarnos cargada de dones, trajo regalos maravillosos, y los fue entregando con una sonrisa, con exquisita amabilidad natural, es decir, concedida por el cielo. Y después de volcar la cornucopia y dejarnos el sendero iluminado interna y gozosamente ha ido.
 Eso es todo. ¿Lamentar que la estación de partida no fuera su isla? Un exiliado excepcional, Séneca, se consoló así mismo en ocasión parecida, y nos dejó a todo el poderoso consuelo: «En cualquier punto de la tierra donde nos hallemos —decía— estamos siempre a la misma distancia de las estrellas».                    
                              
                                      1991
                                                     
  La fuente inagotable, 1995, Valencia, editorial Pre-Textos, pp. 189-92.


  Fotografía: Orlando Jiménez Leal

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