María Zambrano
Difícil es definir el estilo, tan difícil como
permanecer insensible ante su presencia; no discernirlo en las cosas que lo
tienen, pues nada fascina tanto. Ciertas épocas de la Historia son perdurables
por haberlo logrado en extremo, como ciertas mujeres famosas cuyo predominio en
la vida social de su tiempo y su recuerdo imborrable no pueden ser debidos a la
belleza natural sin más, sino a que fueron la encarnación de un estilo o le
crearon. Ciertas ciudades, ciertos palacios y aún casas sin pretensiones; ciertos
rostros y figuras y hasta plantas y flores. Pues el estilo resplandece a veces
en una sonrisa, en una línea sutil, impalpable y hasta en un cierto "no sé
qué".
Toda obra humana persigue un estilo, aunque no
lo logre, ni aún lo sepa. Todo aquel que construye, o traza una línea apetece
perdurar si no en los siglos, en la mente de quien lo contemple. En el fondo,
nadie quiere producir -cuando de obras visibles se trata- sino una imagen; una
imagen perdurable. Cuando alguien pregunta: "¿Le gusta a Ud. La ciudad?",
La Habana, por ejemplo, está preguntando en realidad, si de su visión, múltiple
y confusa -como es siempre la visión espontánea- le ha quedado una imagen
clara, armoniosa y perdurable; si se la lleva en los ojos y aún más adentro; en
la memoria y en el ensueño; si después de haberla visto, cree haberla soñado.
Pues, las necesidades prácticas que parecen
regir cada día más la vida no podrán borrar esa otra previa que los hombres
sienten de quedarse con la imagen de lo visto; y de exigir que se aproxime
cuanto sea posible a las imágenes dibujadas que alberga su alma. Abrimos los
ojos ante la realidad, aún la más cotidiana, con la esperanza de encontrar en ella
la realización de algún ensueño no declarado o su pasto. Y así, las ciudades,
los edificios que hoy con frenético impulso se levantan en esta Era que pasará
a la historia con el doble nombre de Era de las Edificaciones y de las
Destrucciones, caerán, si algún día, el hombre que las hizo y las habita, se da
cuenta de que no sirven a sus ojos, de que sólo funcionan en el estricto
sentido de las necesidades vitales... ¡Vitales! ¡aún más vital es esta
necesidad de fondo inabarcable de proveerse de imágenes, de imágenes que
fascinan, que atraen, que consuelan y apaciguan; de vivir entre esa suma de
armonía, de gracia conjugada con la necesidad que es el estilo.
El estilo no es la persecución de una línea
arbitraria, ni de una imagen hija de una quimera. Por el contrario, algo
consigue tenerlo cuando ha resuelto armoniosamente el conflicto entre la
necesidad elemental y la necesidad de belleza; cuando, obediente a la función
que la obra desempeña, obedece igualmente a esa cifra secreta que todo paisaje físico
y social alberga en su seno.
Y así, el estilo viene a ser un lenguaje. Si
sabemos leer en las cosas que lo tienen, descubriremos no sólo los ensueños y
anhelos de quienes las fabricaron y usaron, sino también su vida, su vida en la
expresión más vulgar, que ha dejado justamente de ser vulgar para quedar
ennoblecida y hermoseada. El estilo ennoblece la necesidad; no la ignora, simplemente
la eleva a la categoría de las cosas inventadas.
Los países no son excepción de esta Ley del
estilo. Por el contrario, se podría decir de un país que ha entrado en posesión
de su Carta de Independencia, que tiene un nombre propio dentro de la Historia,
cuando además de producir riqueza, de gozar de independencia política, de tener
voz y voto en el concierto de las Naciones, posee un estilo. Todavía más, aún antes de gozar de estos
beneficios, existe históricamente si tiene un estilo. Tal es el caso de Cuba,
cuya imagen peculiar llena de encanto, se adelantó en mucho a su independencia
política. Cuando Cuba alcanzó su independencia, tenía su estilo hacía largo tiempo,
su estilo... esa imagen que el viajero llevaba consigo, esa imagen que
acompañaba al criollo por tierras lejanas y que trasmitía a los extraños; esa
imagen que se anticipa al conocimiento físico y que produce nostalgia aún en
quienes no han gozado de su presencia.
Coincidente con la emancipación de la Isla,
allá en la vieja España corría una versión fabulosa, casi mítica de su rara hermosura.
Isla y por ello lugar de gracia y maravilla. Las islas sugieren en la mente del
hombre de tierra firme, la imagen de una vida libre de cuidado-, entregada al
disfrute de la belleza, reminiscencia del paraíso, Isla perdida. Y aquellas
sombras de lo que falta en una vida, donde todo ha de ser conquistado, se unen
formando un ensueño muy preciso y resplandeciente.
Islas hay muchas, pero algunas se llevan la
palma representando a las demás. Así, Cuba para la imaginación española: gracia
y levedad, que coincide con la imagen que el cubano debe de tener de sí mismo,
pues "pesado" es el atributo más denigrante, delito casi, en labios
criollos. Se puede ser todo, pero ¡pesado!... No desacertada la nostalgia del
hombre de tierra firme cuando la palabra "Cuba" liberaba en su alma
una imagen leve, impalpable como la de una muchacha apenas mujer. La levedad,
cifra del encanto que proviene de una esencia apenas incorporada, como la
muchacha en quien florece con toda su fuerza la feminidad sin más cuerpo que el
preciso para que sea visible.
Y así es la Isla cuando al fin se la ve; se la
sigue buscando por un tiempo, pues su tierra a pesar de la intensidad de la luz
o por ella, es más que corpórea, fantasmal. Eso tan raro que es un fantasma
luminoso; un sueño que la luz del día no deshace. Las imágenes del sueño
parecen salir de un fondo oscuro que les presta contorno; la imagen real de la tierra
cubana emerge de la luz. Isla en la luz, más que en el mar, imagen inasible de
una tierra que apenas pesa. Posada sobre las aguas como una imagen descendida
de ese su cielo, tan cercano; sostenida en el cielo más que fijada en las
entrañas de la tierra. En los días luminosos del invierno, se la siente pender
del cielo rozando apenas el mar como imagen apenas concretada, sombra del sueño
de un Demiurgo enamorado de la luz y no muy entusiasta de que su obra se fijara
en la Tierra; de que mis obras "pesen".
Obediente a lo más secreto en lo más visible,
a esa imagen de la propia Isla, el arquitecto español, y el criollo levantaron
las ciudades, las Iglesias, las casas residenciales y también las casas de los
pobres. Todo respondía a la levedad de la Isla, hasta en el horror de la piedra
desnuda en el gusto del color que extendían sobre toda superficie. Colores
leves; y usados, azules, esos azules cubanos que son como la librea de la servidumbre
a su cielo. Y amarillos, como el cielo a veces se pone un instante tan solo,
fugitivo a la caída de la tarde y otro instante más largo cuando todo el
levante es un mar de oro, como si el Sol se hubiera, él también, vuelto
líquido.
Y la gracia de la palma real, casi invisible,
pura línea, inspiró también al arquitecto, al maestro de obras, al albañil
mismo que cumplía su tarea sabiendo que aquellos techos y aquellas paredes no
eran fortín contra una naturaleza ceñuda. La casa cubana, como la andaluza,
como la griega, como la caldea, es lo contrario de un castillo o de una
fortaleza; son los muros que se conjugan con la luz; por eso la columna es
elemento esencial. Ven el centro, el patio, espacio ofrecido en una suprema cortesía
a la luz, al aire, a las estrellas. Las casas del Norte deben de venir de la
cueva prehistórica, como se ve en esas cuevas gigantescas que son los templos
góticos. La del Mediodía, nacida en el Mediterráneo, viene del oasis de sombra
y frescura; son oasis recubiertos a medias; su centro es el patio donde el agua
salta de una fuente o brota de un manantial. Es la casa del agua, verdadera Diosa
de los países del Sol.
Pero nada es igual exactamente de un País a
otro. La unidad genérica se diversifica en especies, en familias, hasta en
ejemplares únicos. Lo más original es siempre la realización de un canon. Y es
en estas realizaciones ejemplares, canónicas dónde podemos, si sabemos, leer la
vida, toda la vida de un país; su pasado, allí retenido, y su futuro, pues ¿habrá
futuro si se rompe con el pasado? ¿Habrá futuro sin madre?
De ahí el goce y la alegría de descubrir
lugares donde el pasado de Cuba se ha remansado, gozoso de que se le guarde.
Tal ciertas casas que todavía conserva la Isla; entre ellas me aparece como la
cifra de la Cuba verdadera, real, la Quinta de "San José", enclavada
en el reparto de Pogolotti.
No es obra del azar; unas manos que saben y
sienten la han ido llevando hacia su perfección. Y al verla se dice: "Así
debió de ser exactamente, ella y la vida en Cuba". La imagen coincide con
la nostalgia que la precediera; es la realización de lo que se esperaba por quienes
llegaron a la Isla habiéndola soñado.
Escondida al fondo de un ancho parque, la casa
de "San José" aparece como en un sueño al visitante que tiene la
fortuna de que ante él se abra su puerta. Una puerta simple, con esa sobriedad
de lo que no tiene necesidad de anunciar lo que encierra. Así es en los sueños
y en las viejas Leyendas del Oriente; un viajero pasa indiferente y distraído a
lo largo de un muro que nada precioso parece encerrar; un presentimiento agita,
sin embargo, su ánimo y levanta los ojos; y entonces, una puerta cede, como
obediente a un conjuro que le abre un lugar encantador, mi espacio diferente de
todos donde la belleza rige. Aparece una avenida al final; la casa de rosadas
columnas entre los laureles que le sirven de fondo; no se está cierto de que la
casa esté de verdad allí y hay que avanzar y ver que se abre otra puerta,
pasado el pórtico de columnas y por seguir hasta el patio azul, donde el galán
de noche, la diamela y el jazmín hacen del aire un vehículo de comunión con la
vida sutil y secreta de las plantas. Y, lentamente, como si fueran surgiendo
por sí mismas, con esa infalibilidad de las cosas que están en su lugar y son
como deben de ser, van surgiendo los azulejos del zócalo, la fuente, los
lavamanos de mármol adosados a las paredes, el tejadillo que sombrea un lado
del patio, las puertas abiertas en esa corola del medio punto, tan cubano; la
palma, la gracia leve, como la respiración de una deidad que hubiese encontrado
allí su morada.
El interior de la casa; sus galerías, sus
salones, bibliotecas y estudios, sin aire alguno de dictar lección ofrecen un
ejemplo, museo viviente de la casa señorial del dieciocho que la vida del
diecinueve enriqueció con un sutil refinamiento y el veinte con el necesario
confort. Muestra así en una perfecta continuidad la vida cubana en su más puro
estilo, sin desmentirse a través de dos centurias.
Museo viviente del estilo de Cuba; del estilo
logrado hecho ya cifra. Los muebles, lejos de robar espacio aquí dónde el
espacio es lujo imprescindible, lo dejan ampliamente. Alacenas, consolas,
espejos, cuadros, distribuyen el espacio modulándolo, lo que es el secreto de
toda composición plástica acabada; que
el espacio llegue a cobrar valor musical y sea como una cadencia que todo lo
envuelve. Desde cualquier rincón la impresión es la misma; la cadencia que se
despliega en variaciones.
A la hora en que la destrucción amenaza a las
más bellas y puras muestras del estilo cubano, la presencia viviente de esta
Quinta de "San José" adquiere categoría de ejemplo. Al vivir con
estilo sustituye hoy el vivir con lujo y tanta distancia hay de los uno a lo
otro que viene a ser lo contrario. En una casa con estilo el lujo no se nota;
el precio se ha transformado en valor; el "tanto ha costado" ha
dejado el paso a lo que vale, a lo que es. En la obra de estilo y aún en la
vida de quienes lo tienen, hasta el esfuerzo mismo queda escondido; la armonía
parece haberse producido por sí misma y sostenerse en ella misma. En verdad,
sucede lo contrario; lo que es lujo solamente cuesta lo que fue su precio que
el tiempo desvaloriza. Más, el sostener un estilo es siempre obra de
sacrificio. No hay estilo sin sacrificio; consumo de medios materiales,
derroche de cuidado y atención, renuncia a lo que podría producir..., pues la
belleza necesita espacio y tiempo a más de inteligencia y devoción como
semidiosa que es. Sin los altos laureles, sin el espacio que aísla esta Quinta,
su encanto moriría asfixiado. La belleza requiere "espacio vital". De
allí que el mantenimiento de un estilo sea no sólo de valor estético, sino moral
y allá en el fondo aliente una cuestión de deber, religiosa –escrupulosamente sentida.
Sin esa conciencia vigilante, moral, no hay estilo que no se deshaga entre el
vaivén de los tiempos cargados de dificultades. El esfuerzo tenaz e invisible
guiado por la inteligencia y el sentido del deber con su Patria, ha sostenido
sin duda, a la señora María Teresa de Rojas, heredera de una vieja estirpe
cubana, y a Lydia Cabrera, hija de uno de los más ilustres fundadores de la
nacionalidad, en esta obra de estilo. No es la única muestra nacida del desvelo
y de la devoción inteligente de estas dos damas, esta Quinta que habitan y «que
los viajeros enterados piden conocer al llegar a la Isla. En la vieja Habana, el
Palacio de Pedroso muestra el rostro señoril y lleno de gracia de la vieja Cuba...
¡la vieja Cuba!; junto a ella, respirando su gracia contenida, sentimos intensamente
alentar el futuro de Cuba, su pervivencia, su conquista de un lugar en la
historia.
Bohemia, La Habana, 1953
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