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miércoles, 30 de mayo de 2012

Al verla allí, ciega...





 
  Reinaldo Arenas



  La sabiduría de Lydia me hacía sentirme otra vez junto a Lezama. Se había dado a la tarea de reconstruir la Isla, palabra por palabra, y allí estaba en un pequeño apartamento de Miami, escribiendo sin cesar, padeciendo toda una serie de calamidades económicas, con una enorme cantidad de libros sin publicar y habiendo tenido que costearse ella misma todos los que había logrado publicar en Miami.
 Otros escritores vivían en situaciones aún más penosas; ése era el caso de Labrador Ruiz, uno de los grandes de la novela contemporánea; vivía y vive todavía de los servicios sociales. Tenía escritas sus memorias y no había encontrado nunca un editor. Era paradójico cómo aquellos grandes escritores que habían salido de Cuba buscando libertad, ahora se encontraban con la imposibilidad de publicar sus obras aquí. En ese caso estaba también Carlos Montenegro, un novelista y cuentista de primera magnitud, viviendo también de los servicios públicos en un pequeño cuarto de un barrio pobre de Miami; ése era el precio que había que pagar por mantener la dignidad.
 En realidad, al exilio cubano no le interesaba mucho la literatura; el escritor es mirado como algo extraño, como alguien anormal. Al llegar a Miami me reuní con personas acaudaladas, dueños de bancos y comercios, y les propuse crear una editorial para publicar a los mejores escritores de la literatura cubana, que estaban ya casi todos en el exilio. La respuesta de todos aquellos señores, todos ellos multimillonarios, fue tajante; la literatura no da dinero, a casi nadie le interesa comprar un libro de Labrador Ruiz; Lydia Cabrera puede venderse en Miami, pero tampoco tanto; en fin, no resultaría.
 «Nos interesaría tal vez publicar un libro tuyo, porque tú acabas de salir de Cuba y eres noticia», me dijeron. «Pero a esos autores nadie los va ya a comprar.»   
 Montenegro murió al año siguiente en un hospital público, absolutamente olvidado. Labrador agoniza en un pequeño cuardo de Miami. En cuanto a Lydia, completamente ciega, sigue escribiendo  y publicando, pagándose ella misma sus libros en unas ediciones modestísimas que casi no circulan más allá del ámbito de Miami.
 Una vez, fui a una presentación de un libro de Lydia Cabrera;  había una anciana sentada debajo  de una mata de mango, ante una mesita, firmando sus libros; era Lydia Cabrera. Había dejado su enorme quinta en La Habana, su enorme biblioteca, todo su pasado, y ahora vivía en Miami en un modesto y firmaba a la intemperie, debajo de una mata de mango, sus propios libros que ella misma se publicaba. Al verla allí -ciega— comprendí que representaba una grandeza y un espíritu de rebeldía que tal vez ya no existía en casi ningún otro escritor, ni en Cuba ni en el exilio. Una de las mujeres más grandes de nuestra historia, completamente confinada y olvidada; o rodeada por gente que no había leído ninguno de sus libros y que lo que buscaba era una figuración periodística momentánea bajo el fulgor de aquella anciana. Era una especie de paradoja y, a vez, ejemplo de las circunstancias trágicas que han padecido todos los escritores cubanos, a través de todos los tiempos; en la Isla éramos condenados al silencio, al ostracismo, a la censura y  la prisión; en el exilio, al desprecio y al olvido por parte de los mismos exiliados. Hay como una especie de sentido de destrucción y de envidia en el cubano; en general, la inmensa mayoría no tolera la grandeza, no soporta que alguien destaque y quiere llevar a todos a la misma tabla rasa de la mediocridad general; eso es imperdonable. Lo más lamentable de Miami es que allí prácticamente todo el mundo quiere ser poeta o escritor, pero sobre todo poeta; yo quedé sorprendido cuando vi una bibliografía de los poetas de Miami, escrita también por otra poeta miamense que, desde luego, no se hacía llamar poeta sino poetisa; había más de tres mil poetas en aquella bibliografía.  Ellos mismos se publicaban sus libros y se autonombraban poetas y daban enormes tertulias a las que uno tenía que ir porque si no quedaba como un apestado. Lydia le llamaba a aquellas poetisas «poetiesas», y tampoco llamaba Miami por su nombre sino «El Mierdal». Lydia me decía siempre que yo tenía que irme inmediatamente de Miami a Nueva York, a París, a España, pero me decía que allí no me quedara; ella nunca ha tenido cabida dentro de aquel contexto chato, envidioso y mercantil, pero con ochenta años, no tenía otro sitio donde meterse. Lydia Cabrera pertenecía a una tradición más refinada, más profunda, más culta; y estaba muy lejos de aquellas poetisas de moños batidos y de constantes cursilerías, donde lo que predominaba era la figuración momentánea, y quien pudiera publicar un libro en el extranjero, que alcanzara cierta resonancia, era considerado casi un traidor.


  Antes que anochezca, TusQuets editores, 1992.

 

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