Otros
escritores vivían en situaciones aún más penosas; ése era el caso de Labrador
Ruiz, uno de los grandes de la novela contemporánea; vivía y vive todavía de
los servicios sociales. Tenía escritas sus memorias y no había encontrado nunca
un editor. Era paradójico cómo aquellos grandes escritores que habían salido de
Cuba buscando libertad, ahora se encontraban con la imposibilidad de publicar
sus obras aquí. En ese caso estaba también Carlos Montenegro, un novelista y cuentista
de primera magnitud, viviendo también de los servicios públicos en un pequeño
cuarto de un barrio pobre de Miami; ése era el precio que había que pagar por
mantener la dignidad.
En
realidad, al exilio cubano no le interesaba mucho la literatura; el escritor es
mirado como algo extraño, como alguien anormal. Al llegar a Miami me reuní con
personas acaudaladas, dueños de bancos y comercios, y les propuse crear una
editorial para publicar a los mejores escritores de la literatura cubana, que
estaban ya casi todos en el exilio. La respuesta de todos aquellos señores,
todos ellos multimillonarios, fue tajante; la literatura no da dinero, a casi
nadie le interesa comprar un libro de Labrador Ruiz; Lydia Cabrera puede
venderse en Miami, pero tampoco tanto; en fin, no resultaría.
«Nos
interesaría tal vez publicar un libro tuyo, porque tú acabas de salir de Cuba y
eres noticia», me dijeron. «Pero a esos autores nadie los va ya a comprar.»
Montenegro murió al año siguiente en un
hospital público, absolutamente olvidado. Labrador agoniza en un pequeño cuardo
de Miami. En cuanto a Lydia, completamente ciega, sigue escribiendo y publicando, pagándose ella misma sus libros
en unas ediciones modestísimas que casi no circulan más allá del ámbito de
Miami.
Una vez, fui a una presentación de un libro de Lydia Cabrera; había una anciana sentada
debajo de una mata de mango, ante una
mesita, firmando sus libros; era Lydia Cabrera. Había dejado su enorme quinta en
La Habana, su enorme biblioteca, todo su pasado, y ahora vivía en Miami en un
modesto y firmaba a la intemperie, debajo de una mata de mango, sus propios
libros que ella misma se publicaba. Al verla allí -ciega— comprendí que
representaba una grandeza y un espíritu de rebeldía que tal vez ya no existía en casi ningún otro
escritor, ni en Cuba ni en el exilio. Una de las mujeres más grandes de nuestra
historia, completamente confinada y olvidada; o rodeada por gente que no había
leído ninguno de sus libros y que lo que buscaba era una figuración
periodística momentánea bajo el fulgor de aquella anciana. Era una especie de
paradoja y, a vez, ejemplo de las circunstancias trágicas que han padecido todos los
escritores cubanos, a través de todos los tiempos; en la Isla éramos condenados al
silencio, al ostracismo, a la censura y la
prisión; en el exilio, al desprecio y al olvido por parte de los mismos
exiliados. Hay como una especie de sentido de destrucción y de envidia en el
cubano; en general, la inmensa mayoría no tolera la grandeza, no soporta que
alguien destaque y quiere llevar a todos a la misma tabla rasa de la
mediocridad general; eso es imperdonable. Lo más lamentable de Miami es que
allí prácticamente todo el mundo quiere ser poeta o escritor, pero sobre todo poeta; yo
quedé sorprendido cuando vi una bibliografía de los poetas de Miami, escrita también
por otra poeta miamense que, desde luego, no se hacía llamar poeta sino poetisa;
había más de tres mil poetas en aquella bibliografía. Ellos mismos se publicaban sus libros y
se autonombraban poetas y daban
enormes tertulias a las que uno tenía que ir porque si no quedaba como un apestado. Lydia le llamaba a aquellas poetisas «poetiesas», y tampoco llamaba Miami por su nombre sino «El Mierdal». Lydia me decía siempre que yo tenía que irme inmediatamente
de Miami a Nueva York, a París, a España, pero me
decía que allí no me quedara; ella nunca ha tenido cabida dentro
de aquel contexto chato, envidioso y mercantil, pero con ochenta
años, no tenía otro sitio donde meterse. Lydia Cabrera pertenecía
a una tradición más refinada, más profunda, más culta; y
estaba muy lejos de aquellas poetisas de moños batidos y de constantes
cursilerías, donde lo que predominaba era la figuración momentánea,
y quien pudiera publicar un libro en el extranjero, que
alcanzara cierta resonancia, era considerado casi un traidor.
Antes que anochezca, TusQuets editores, 1992.
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