Lydia Cabrera
En 1938, la
sensacional exposición en la galería Pierre, de París, de un joven que entonces
creíamos europeo, era recibida por la crítica sagaz, y forzosamente por los
poetas, por lo que había de contenido poético en la obra del artista (lo reclaman
los surrealistas, con quienes convive en Marsella el año terrible del
armisticio, y en el primer destierro, en La Martinica, donde va a refugiarse
con André Bretón, Pierre Mabille, André Massón, el gran poeta mestizo Aimé
Césaire y otros), como una revelación de las más serias y sorprendentes. No
hemos dicho éxito —el éxito peligroso, que ningún artista verdadero toma
demasiado en serio, y que le dio por entonces agradables billetes de a mil; que
se gastan en París tan bien, tan a gusto y como en ninguna parte del mundo—,
sino «revelación», lo cual le valió, con toda justicia, la alentadora
estimación de los «estimables», la única que interesa merecer. Ignorábamos que
este auténtico pintor —la frase viene de Picasso, el más auténtico de los
genios de nuestro tiempo— de quien leíamos el nombre con frecuencia en los
catálogos de las exposiciones de la moderna pintura con Braque, Leger, Klee,
Ernst, Miró, Gris, Chagall, Picasso el Mago; y cuyas telas de una plástica tan
nueva y rica y a la vez tan rigurosa —diríase que Lam, quizás porque tiene un
sentido justísimo de la composición que en él debe ser innato, se proponía y
sabía expresar siempre lo esencial en la grandeza decorativa de sus
construcciones tan armoniosas— era ¡cubano! Nacido en Las Villas, en la ciudad
de Sagua la Grande.
En varias
ocasiones y últimamente en Nueva York, en la ciudad nueva, abrumadora y sin
alma —donde hay ahora para el recuerdo y la ilusión rincones trasplantados con
un poco de ambiente de Francia, caricaturas bastante fieles de Bistrot y
restoranes pequeños, aún inéditos, donde se come pasablemente a la francesa y
se mueren de nostalgia los parroquianos— en una tertulia de pintores caídos en
la desbandada inevitable a este lado del hemisferio, nos habían hablado de
«Wifredo Lam como uno de los jóvenes plus remarquable de la jeune peinture».
Más no pudimos sonreírnos entonces con el empaque obligatorio de un patriotismo
complacido, pues no sospechábamos — ni la profundidad de su obra nos lo hubiera
hecho sospechar —la nacionalidad del interesante artista, que ha recibido sin
infatuarse, pero sí como la compensación más preciosa a toda una vida difícil
de trabajo y de fervor, la protección decidida y el aprecio de Pablo Picasso.
Así el arcaísmo —sin falsedad ni sutileza— puro y espontáneo de su arte lavado,
ya no nos sorprende.
Dos viejas
culturas —Asia y África— imprimen a su obra este precioso acento de veracidad
entrañable, ancestral; y de ningún modo, podría llamarse «exótico» —en el
vulgar sentido que ha ido cobrando la palabra— el lenguaje plástico que hablan
sus formas exaltadas y depuradas. La sensibilidad, la hereda tal vez de su
ascendencia vieja en la aurora del tiempo; su inspiración busca las fuentes
primordiales de un mundo que él recrea, sin limitaciones en lo espiritual, rico
de fuerzas interiores, increíble de posibilidades y de consecuencias. Mundo que
llevaba adentro, quizás sin sospecharlo, al que su instinto le conduce, maduro
de experiencias, y del que nos separan no tanto las montañas de siglos, sino
los abismos de la incomprensión, del hábito y de los prejuicios.
Se explica
perfectamente cómo Lam, con una desenvoltura pasmosa, enteramente liberado de
las filas de la pintura realista, en la que busca y se afana largos años con
igual honradez y severidad, salta al campo contrario y cae en él con tan
perfecto equilibrio. (Y él pudiera contestarle a los miopes, fósiles de
academia, con las magníficas palabras de Picasso: «Si el artista modifica sus
medios de expresión, no quiere esto decir que haya cambiado su estado de
espíritu. Todo el mundo tiene derecho a cambiar... ¡Hasta los pintores!». En
arte, nunca se improvisa).
El Greco,
tantas veces copiado y recopiado, estudiado hasta la saciedad por Lam, fue su
primer gran maestro de modernidad. Lam, para responder a las explicaciones que
le pedía la inquietud de su espíritu, a las exigencias de sus sueños de
plástica y de lírica, supo aprovechar la deslumbradora lección de juventud y
eternidad del arte — que a tantos escapa — y que le ofrecían algunas salas de
los museos. El análisis a fondo de los grandes maestros y de las leyes eternas
del arte es la mejor preparatoria para penetrar inteligentemente, sin
aspavientos ni sobresaltos, en la aparente confusión o hermetismo de la nueva
estética, y la consecuencia muy lógica de lo que es este arte moderno, aún tan
debatido (¡un «moderno» que aquí se pronuncia a veces como si se incluyera
siempre una injuria en la palabra, o se defendiese quien la pronuncia, del
peligro de algún contagio fulminante de locura!).
De la primera
época analítica de Lam, no conocemos nada. Los cuadros pintados en España, los
considera irremisiblemente perdidos en la confusión de la guerra. Es en París
—como siempre— donde Lam se encuentra por entero a sí mismo: donde su
sensibilidad, su talento y su personalidad se afirman vigorosamente en una
nueva orientación decidida. El artista recibe como nadie, en el alma, el soplo
estimulante y fecundo de París; allí se abandona, lleno de fe en sí mismo, y de
esperanzas —y consciente de lo que quiere— a una verdadera fiebre de trabajo y
de creación, sin más preocupación que la de su aventura plástica ni otro afán
que el de exteriorizar el choque de una emoción en la nítida superficie del
lienzo; fijar el misterio de un gesto, disponer la arquitectura complicada de
una sensación..., con voluntad inteligente.
Lam trabaja entonces como un poseso, pero el lastre
de una sólida preparación y su honradez, sobre todo —el respeto a la pintura
como forma de expresión— su instinto, además del equilibrio y de la medida, lo
salvan de toda posible borrachera y extravío. Con paso firme y seguro se empeña
en la senda innovadora abierta por Braque y Picasso.
El gran
español —figura central de una de las épocas más ricas e intensas de la
historia del arte— lo deslumbra con la audacia de su genio prodigioso, que no
cesa de crear, de señalar nuevos derroteros desconocidos, nuevas posibilidades
estéticas hasta él insospechadas... Mas no sería justo decir que la sentida
influencia de Picasso en Lam disminuya en lo más mínimo su personalidad, sino
todo lo contrario; la fortalece y explica. Para este «primitivo» de
sensibilidad refinada, que hubiera podido tallar una cabeza de Gabón o una
divinidad Balouba, formado en las culturas clásicas, pero en quien lo cósmico y
suprasensible continuaban viviendo (a pesar de las academias, de las que tan a
tiempo su originalidad le aparta), la influencia de Picasso se hace sentir
justa-mente por la noción de creación lírica, y de libre iniciativa, que es lo
precioso y fundamental de su influencia. En Lam hay influencia de Picasso, mas,
no imitación, que es la renuncia de sí mismo y todo lo contrario de lo que
pueda resultar de una auténtica influencia, la que exige afinidades profundas,
y es como la aclaratoria y el reconocimiento de un nexo interior. Picasso
ayudándole a profundizar en la verdadera naturaleza de su emotividad, le
impulsa a la realización, sobre las bases más esenciales de su temperamento.
Actúa como un estímulo al aprovechamiento de las facultades receptivas de su
fuerte atavismo.
Este hijo
natural de Cuba, que no es un pintor de Cuba por el sentido universal de su
arte ni por su formación —no hay palmeras, ni ceibas, ni piñas, ni «congas», ni
nada típico, descriptivo, psicológico o anecdótico en su obra; sólo pudiéramos
reclamarlo por el azar de su nacimiento— nos hace pensar en otra artista,
cubana también y obliga a asociarla a Lam en nuestra estimación: Amelia Peláez,
que traspasa los límites del localismo y sus balbuceos, y se sitúa
discretamente en un plano de la nueva pintura.
Actualmente
Wifredo Lam está viviendo en La Habana —en todos los órdenes e intensamente en
lo moral— la tragedia de un desterrado. Atormentado por el drama terrible de
Europa, Francia —que es el drama personal y desgarrador de todos los que
volvieron a ella los ojos y la conocieron y amaron profundamente—, mucho más de
lo que jamás se hubieran creído capaces de amarla, Wifredo Lam lleva una
existencia solitaria y difícil, sin salir apenas del atelier que se ha
improvisado en la azotea del tercer piso de una casa de Luyanó, que domina el
panorama, ya sólo ocre y gris de La Habana y el lamentable crecimiento de sus
rascacielos... Allí libra una batalla con la realidad amarga del presente; mas
su fuerza de voluntad vence y continúa heroicamente la espléndida labor
interrumpida en el apartamento acogedor del Quai St. Michel, en el ambiente
único y propicio de la ciudad comprensiva e inolvidable. Crea, busca satisfecho,
trabaja con la misma pasión y la intención pura, y el mismo rigor ambicioso de
superación, diciéndose que, a fin de cuentas, peor que la pérdida de París,
sería —como escribía a un amigo aquel pintor enfermo y desgraciado— cometer
«una falta de arte»...
Ahora sus
obras irán a las galerías de Norteamérica; ya están listas para emprender el
vuelo sobre el mar, con un azul más ligero que el de una mañana de primavera
—de aquella primavera—, el Caballo de un Carroussel de sueño, con su crin sutil
de brisa y la ternura indecible de unos ojos que giran y giran en la triste
alegría de la feria de arrabal, dóciles a la fantasía; o que giran en el
círculo estelar del paraíso de los caballos de tío vivo, siempre más o menos
suspendidos entre el cielo y la tierra; y la figura enigmática —como
reminiscencia de una realidad en el sueño— extraña imagen poderosamente
seductora en que lo indefinido toma la forma de una mujer, aparición
transcripta del misterio de una noche interior, que dirige al poeta André
Breton en Nueva York.
(Lam ha
ilustrado el poema de la Fata morgana y ya hemos dicho que la trama poética de
su obra, y a veces sus incursiones y búsquedas en lo subconsciente, el
automatismo de muchos de sus dibujos y pinturas, y desde luego, la aptitud a
retener de la fugacidad del sueño una emoción real, lo acercan a veces al
movimiento que define Bretón en su famoso manifiesto; donde sostiene que la
obra plástica sólo ha de referirse «a un modelo interior»).
Wifredo Lam
no ha cumplido aun cuarenta años. Su increíble capacidad de trabajo y su
temple, obliga a esperar de él grandes cosas. Es uno de los jóvenes a quien el
esfuerzo de emancipación, esfuerzo desinteresado y puro —no hay deseo de
sorprender; épater le bourgeois, ni deseo de agra-dar, ni trucos, ni malicia,
nada bajo o innoble en su pintura— ha llevado muy lejos en la conquista de un
ideal; que basándose en la creación libre no reconoce otras leyes que las de la
sensibilidad estética.
Sus cuadros figuran en las colecciones más
exclusivistas de Europa y América, y su nombre, que ya pertenece a una elevada
categoría de artistas, es imperdonable se silencie por más tiempo en Cuba su
propia tierra.
Lydia
Cabrera. «Un gran pintor: Wifredo Lam». Diario
de la Marina, La Habana, 17 de mayo de 1942.