Miguel de
Marcos
El British Museum de Londres posee, desde hace
algunos años, un departamento de restauración de impresos y manuscritos. En los
Estados Unidos existen varias clínicas para libros. En Roma, en 1938, gracias a
los cuidados y esfuerzos del profesor Alfonso Gallo, se fundó un Instituto de
Patología del Libro. Es la ciencia inclinándose sobre la cosa escrita para
preservarla de las contaminaciones, para salvarla de los estragos, de las
caducidades, de los morbos y de las larvas. La cuestión es clara y dolorosa:
los libros se enferman. El profesor Gallo ha agrupado y estudiado las
enfermedades de los libros, clasificándolas en tres categorías: disgregación
parcial que resulta de la degeneración de las materias que entran en la
composición del libro: afecciones parasitarias; deterioros imputables a agentes
exteriores, tales como la humedad, el incendio, etc. Según las investigaciones
patológicas realizadas las enfermedades del libro más frecuentes son las
producidas por microbios y parásitos. Hay un insecto, el “calotermes
flavicollis”, peculiarmente devastador. Mi indigencia en la lengua del Latium
me aparta del conocimiento exacto de ese término. Sospecho, sin embargo, que
bajo ese nombre tan elegante, tan preciso, tan científico, se oculta algo que
es insidioso y voraz, taladrante y escarificador. En fin, creo que el
“calotermes flavicollis” es la polilla sutil y ávida. Para salir de dudas, se
lo preguntaré a mi ilustre amigo, el sabio D. Carlos de la Torre, cuando lo
encuentre en mi camino. O le formularé la interrogación correspondiente a mi
eminente amigo, G. Favoli giraudi, que para prolongar sus afabilidades de gran
letrado ha escrito una “Morfología Latina” cargada de erudición y de saber.
Los libros se enferman, los libros mueren, se
cubren de moho, se canonizan. En resumidas cuentas, poco más o menos, los
libros, bajo sus cubiertas, son semejantes a los hombres. Ahora bien, la
patología del libro es todavía insuficiente. En sus enfermedades, en el origen
de sus enfermedades, solo ha descubierto la presencia de bichos aviesos, de
gusanos mortales, de microbios abyectos, de parásitos cursivos y
recroquevillados que esparcen la degeneración y la muerte. Claro está que las
colonias de insectos y especialmente ese taimado y subrepticio “calotermes
flavicollis”, tienen una significación definitiva. Pero deben existir otras
enfermedades del libro. Confinar el libro al estrago del gusano es condenarlo
anticipadamente a la esquela de defunción, a los ejercicios del sepulturero y a
una especie de zaragata póstuma. No. La cosa escrita no puede ser tan solo una
aventura microbial. Después de todo, los libros no han de ser inferiores a los
hombres. Estos también se disgregan, y entre el camino de la cuna a la tumba
pierden cosas estimables: los dientes, las ilusiones, la cabellera, una pierna,
un riñón. Pues bien, en el hombre menos imaginativo no hay que atribuir esas
pérdidas considerables a los ataques de la polilla, esto es, a los asaltos del
“carotermes flavicollis”.
Pero no hay que ocuparse del hombre, animal
microbolante, que tiene una capacidad superior para atraer insectos y cubrirse
de herrumbre y de fastidio. Lo que importa es el libro. Acercaos a los
vuestros, que deben ser numerosos y surtidos, en rústica o encuadernados en
tafilete. No le indaguéis únicamente la polilla, porque eso sería subestimarlos
y ofenderlos. Pensad que un libro, puesto que éste se enferma, tiene todos los
derechos a sufrir de catarro. Oh, no se trata de una fantasía: yo he visto en
algunas bibliotecas libros aquejados de reumatismos. Eran víctimas de la
inmovilidad. Un amigo, por el que siento la más profunda admiración, espíritu
inquieto hasta el paroxismo, advirtió la necesidad, en los últimos tiempos, de
nutrirse de cuestiones económicas. En materia de Economía lo leyó todo. Engulló
de prisa páginas que semejaban ladrillos faraónicos, semejantes a las piedras
milenarias que sirvieron para construir las Pirámides. El infeliz, en
ocasiones, presenta “troubles” que desconciertan a los médicos. Se ha
convertido en un sujeto cacoquimio, imbuido de humores negros y desapacibles.
Chapotea en el estatismo. Ha atrapado costras en la economía dirigida. Pero
aquellos libros que leyó con apremio, con un ardiente deseo de penetrar el
misterio económico, también están enfermos. No están devastados por insectos
piógenos. No están lacerados y trucidados por la polilla abominable. Esos
libros padecen de enfermedades diversas: de cirrosis hepáticas, de tumores
malignos, de cefalalgias persistentes, de alucinaciones. Es todo un repertorio
patológico que, un día próximo, las clínicas de libros, tendrán que estudiar
profundamente. Porque si es evidente que
los libros se enferman, no cabe duda que acabarán por tener las enfermedades
que abruman y aniquilan a los hombres. Hasta las enfermedades que suelen
archivar cierto carácter de comicidad.
Itinerario,
Instituto Nacional de Cultura, Ministerio de Educación, La Habana, 1956, pp. 99-100.
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