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domingo, 29 de abril de 2012

Los libros se enferman




  Miguel de Marcos
  
 El British Museum de Londres posee, desde hace algunos años, un departamento de restauración de impresos y manuscritos. En los Estados Unidos existen varias clínicas para libros. En Roma, en 1938, gracias a los cuidados y esfuerzos del profesor Alfonso Gallo, se fundó un Instituto de Patología del Libro. Es la ciencia inclinándose sobre la cosa escrita para preservarla de las contaminaciones, para salvarla de los estragos, de las caducidades, de los morbos y de las larvas. La cuestión es clara y dolorosa: los libros se enferman. El profesor Gallo ha agrupado y estudiado las enfermedades de los libros, clasificándolas en tres categorías: disgregación parcial que resulta de la degeneración de las materias que entran en la composición del libro: afecciones parasitarias; deterioros imputables a agentes exteriores, tales como la humedad, el incendio, etc. Según las investigaciones patológicas realizadas las enfermedades del libro más frecuentes son las producidas por microbios y parásitos. Hay un insecto, el “calotermes flavicollis”, peculiarmente devastador. Mi indigencia en la lengua del Latium me aparta del conocimiento exacto de ese término. Sospecho, sin embargo, que bajo ese nombre tan elegante, tan preciso, tan científico, se oculta algo que es insidioso y voraz, taladrante y escarificador. En fin, creo que el “calotermes flavicollis” es la polilla sutil y ávida. Para salir de dudas, se lo preguntaré a mi ilustre amigo, el sabio D. Carlos de la Torre, cuando lo encuentre en mi camino. O le formularé la interrogación correspondiente a mi eminente amigo, G. Favoli giraudi, que para prolongar sus afabilidades de gran letrado ha escrito una “Morfología Latina” cargada de erudición y de saber.
 Los libros se enferman, los libros mueren, se cubren de moho, se canonizan. En resumidas cuentas, poco más o menos, los libros, bajo sus cubiertas, son semejantes a los hombres. Ahora bien, la patología del libro es todavía insuficiente. En sus enfermedades, en el origen de sus enfermedades, solo ha descubierto la presencia de bichos aviesos, de gusanos mortales, de microbios abyectos, de parásitos cursivos y recroquevillados que esparcen la degeneración y la muerte. Claro está que las colonias de insectos y especialmente ese taimado y subrepticio “calotermes flavicollis”, tienen una significación definitiva. Pero deben existir otras enfermedades del libro. Confinar el libro al estrago del gusano es condenarlo anticipadamente a la esquela de defunción, a los ejercicios del sepulturero y a una especie de zaragata póstuma. No. La cosa escrita no puede ser tan solo una aventura microbial. Después de todo, los libros no han de ser inferiores a los hombres. Estos también se disgregan, y entre el camino de la cuna a la tumba pierden cosas estimables: los dientes, las ilusiones, la cabellera, una pierna, un riñón. Pues bien, en el hombre menos imaginativo no hay que atribuir esas pérdidas considerables a los ataques de la polilla, esto es, a los asaltos del “carotermes flavicollis”.
 Pero no hay que ocuparse del hombre, animal microbolante, que tiene una capacidad superior para atraer insectos y cubrirse de herrumbre y de fastidio. Lo que importa es el libro. Acercaos a los vuestros, que deben ser numerosos y surtidos, en rústica o encuadernados en tafilete. No le indaguéis únicamente la polilla, porque eso sería subestimarlos y ofenderlos. Pensad que un libro, puesto que éste se enferma, tiene todos los derechos a sufrir de catarro. Oh, no se trata de una fantasía: yo he visto en algunas bibliotecas libros aquejados de reumatismos. Eran víctimas de la inmovilidad. Un amigo, por el que siento la más profunda admiración, espíritu inquieto hasta el paroxismo, advirtió la necesidad, en los últimos tiempos, de nutrirse de cuestiones económicas. En materia de Economía lo leyó todo. Engulló de prisa páginas que semejaban ladrillos faraónicos, semejantes a las piedras milenarias que sirvieron para construir las Pirámides. El infeliz, en ocasiones, presenta “troubles” que desconciertan a los médicos. Se ha convertido en un sujeto cacoquimio, imbuido de humores negros y desapacibles. Chapotea en el estatismo. Ha atrapado costras en la economía dirigida. Pero aquellos libros que leyó con apremio, con un ardiente deseo de penetrar el misterio económico, también están enfermos. No están devastados por insectos piógenos. No están lacerados y trucidados por la polilla abominable. Esos libros padecen de enfermedades diversas: de cirrosis hepáticas, de tumores malignos, de cefalalgias persistentes, de alucinaciones. Es todo un repertorio patológico que, un día próximo, las clínicas de libros, tendrán que estudiar profundamente.  Porque si es evidente que los libros se enferman, no cabe duda que acabarán por tener las enfermedades que abruman y aniquilan a los hombres. Hasta las enfermedades que suelen archivar cierto carácter de comicidad.


 Itinerario, Instituto Nacional de Cultura, Ministerio de Educación, La Habana, 1956,  pp. 99-100.

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