Fray Candil
Cuando me canso de leer y no llueve, me subo
al imperial de un ómnibus y recorro el París viejo. Este vehículo, reflexivo y
panzudo, va generalmente despacio, sobre todo, si se compara con el autobús
histérico e impulsivo. En el imperial, o sea en el techo del ómnibus, se ve
París como desde un balcón ambulante. Tan pronto se interna en una avenida de
castaños de verde follaje, como se pierde por calles sórdidas y estrechas. Aquí
atraviesa un puente sobre el Sena; allá cruza un parque de canteros
multicoloros; más lejos serpentea por olvidadas callejas para subir a una
plaza ancha y silenciosa, en que se levanta alguna iglesia de imponente
arquitectura. La perspectiva adquiere una variedad de tonos, que es un deleite
visual. En un coche las cosas se ven a nuestro nivel, al paso que desde la
azotea de un ómnibus se domina todo: se ve el interior por los balcones abiertos;
los tejados, las chimeneas de los viejos edificios se pueden tocar con las
manos. Sobre nuestras cabezas se extiende el cielo, un cielo pálidamente azul
(en estos días risueños de abril).
Hacía mucho tiempo que no iba yo al Barrio
latino. ¿Qué tiempo puede tener para callejear o flanear un hombre que lee de
seis a ocho horas diarias? Gracias que pueda yo disponer de un par de horas
para hacer esgrima y darme luego una ducha a fin de no derrumbarme. Ayer
domingo se me ocurrió dar un paseo en ómnibus desde la plaza Pereire hasta el
Panteón. El trayecto duró tres cuartos de hora. Atravieso la calle de
Courcelles, aristocrática, de aspecto sano y limpio; paso junto al parque
Monceau, uno de los más hermosos de París, en estos momentos todo en flor,
verde, con el verdor juvenil y transparente de las primeras hojas. Llego á San
Agustín. Junto a la estatua ecuestre de Juana de Arco, exuberante de coronas y
de lirios blancos (símbolo de la pureza), se arremolina una muchedumbre
endomingada. ¿Qué ocurre? —le pregunto al cochero:
—«C'est la fete de Jeanne d'Arc.»
En efecto, hoy canoniza Roma a la pucelle
d'Orléans, la que libró a Francia de la dominación inglesa. Frente a la iglesia
de San Agustín está la célebre tienda de comestibles de Félix Potin. En la
acera se amontonan los pollos, los pavos implumes. De los marcos de las puertas
cuelgan racimos de conejos destripados, cerdos exangües y venados que aun
siguen mirando con ojos suplicantes.
El ómnibus continúa su itinerario por el
bulevar Malesherbes; se detiene en la Magdalena, cuyas columnas corintias son
de una majestad que, aún bajo este cielo casi siempre plomizo, recuerda la
Grecia arquitectónica de los buenos tiempos. Este templo es todo de piedra y no
tiene ventanas, dicho sea de paso. El ómnibus tuerce por la rué Royale y sale a
la plaza de la Concordia, ancha, decorativa, inundada de sol. !Qué pocos extranjeros saben que en esta plaza
corrió la sangre durante la Revolución a torrentes! En el fondo, viniendo de la
rué Royale, se levanta la Cámara de diputados; a la izquierda se abren los
jardines de las Tullerías y a la derecha se alarga, hasta el arco de la
Estrella, la incomparable avenida de los Campos Elíseos, con sus bosques de
castaños.
En el siglo xviii, en el lugar que ocupa el
obelisco, se erguía la estatua ecuestre de Luis XV. La musa popular, maligna y
sarcástica, escribió en el pedestal los versos siguientes: La belle statue, o le beau piedestal/Les vertus sont a pied, le vice est a cheval.
Las virtudes a pie, a que alude el poeta, eran
unas figuras alegóricas que ornaban la base. Durante el Terror no cesó de
funcionar la guillotina en esta plaza y cerca de 3.000 cabezas rodaron
ensangrentadas en la cesta del verdugo. Luis XVI, María Antonieta (Antonia,
debía decirse) y Carlota Corday fueron decapitados aquí.
Atravesamos el puente de la Concordia. El sol
relampaguea sobre el Sena; cogemos el bulevar Saint-Germain; serpenteamos por
vetustas calles de nombres sugestivos. Estamos en otro París, en un París
viejo, apacible, provinciano.
La gente que circula por las calles tiene una
fisonomía de acuerdo con su barrio. Sin duda que Jorge Caín —el historiógrafo
del antiguo París— conoce al dedillo las vicisitudes de estas venas del sistema
sanguíneo de la Ville lamiere.
El pesado vehículo sigue rodando al hueco son
del casco de los percherones sobre el asfalto. Llegamos a San Sulpicio.
En el centro de la plaza corre una fuente que
se compone de tres tazas superpuestas. La decoran las estatuas de Bossuet,
Fenelon, Massilión y Flechier, los cuatro primeros predicadores franceses. La
iglesia de San Sulpicio se compone de dos pórticos, uno dórico y el otro jónico
y de dos torres.
El famoso seminario de San Sulpicio, donde
estudió Renán, está en esta plaza también. Diríase, no que estamos en una
ciudad populosa, febril y neurasténica, sino en el rincón meditabundo de una
provincia en la hora de la siesta. El misticismo que late en los libros de
Renán salió en parte de este seminario melancólico.
El ómnibus pasa por el Odeón; costea los
magníficos jardines del Luxemburgo y sale a la ancha y pendiente calle de
Souffiot, en cuyo fondo se destaca el Panteón. En el frontispicio se lee a
distancia: Aux grands hommes la patrie reconnaissante.
A la entrada, detrás de una reja, está el
Penseur de Rodin, que, más que pensador, parece un asesino que fragua un
crimen.
El interior del templo es realmente
majestuoso. No se ve en él ni altares, ni cirios, ni imágenes, ni sillas, ni
bancos. Es un templo pagano. En cambio, ostenta muchos frescos, algunos
excelentes: La Infancia de Santa Genoveva, por Puvis de Chavannes, descolorido,
de arcaico dibujo; el Martirio de San Dionisio, por Bonnat. De todos estos
frescos el mejor, a mi juicio, es la Muerte de Santa Genoveva, por Jean Paul
Laurens. No me refiero al dibujo, sino a la composición y al colorido.
En el centro de la basílica se yergue la
estatua de Juana de Arco en torno de la cual se estruja la muchedumbre
cubriéndola de flores.
Hace frío y no me atrevo a bajar a la cripta
donde están enterrados Víctor Hugo, Voltaire, Marcelino Berthelot, Zola y
otros.
On ferme! —gritan los guardianes— y el gentío
se desparrama por las pastelerías y los cafés del bulevar Saint-Michel y los
jardines del Luxemburgo.
No sé de jardines más hermosos. Son de estilo
italiano. Recuerdan los de Bóboli de Florencia. Como que fueron hechos
expresamente para María de Médicis, mujer de Enrique IV. El palacio —hoy
Senado— trae a la memoria, por su arquitectura original, el palacio Pitti. En
torno del gran bassin juegan los niños arrojando al agua barquichuelos de
madera y en las avenidas juegan al diávolo y al croquet.
Es domingo. Una banda militar puebla el aire
de sones belicosos. Entre los árboles discurre tranquila una burguesía casi
pobre.
Cae la tarde; el cielo es de un azul pálido,
muy pálido.
Tomo el ómnibus que vuelve por las mismas
calles, por el mismo puente debajo del cual rutila el río acribillado de luces
multicoloras. Se detiene en la plaza Pereire. Me apeo. He pasado alegremente el
día y vuelvo con mucho apetito.
¿Ustedes gustan?
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