I
Aunque los barrios marginales de La Habana siempre
fueron señalados con aprehensión por las autoridades de la colonia, fue el
surgimiento del "solar" a finales del siglo XIX el elemento que redobló
la ansiedad. Si bien desde comienzos de dicha centuria, en particular en la
zona extramuros, existían viviendas colectivas ya conocidas como ciudadelas o
casas de vecindad; sólo a partir de la década de 1880, con la progresiva
retirada de los moradores de las casonas intramuros hacia los nuevos barrios
aristocráticos, éstas se extienden en pleno centro de la urbe.1
Al transformarse las antiguas mansiones en cuarterías y, sobre todo, al
abrirse a una nueva y compleja circulación de inquilinos, se estaba produciendo
en realidad un cambio del viejo modelo de convivencia de castas a otro basado
en la interacción casi exclusiva de sectores desclasados; cambio que tenía
lugar en un contexto cargado de tensiones demográficas y raciales, como
consecuencia de la masiva inmigración española, del fin de la esclavitud y de la
extensión de núcleos obreros; y donde, si el primero de estos factores apunta a
una “amenaza externa”, al vinculársele a ciertas epidemias, y el segundo, ligado a un presunto éxodo de ex-esclavos rurales y a la
liberación de los urbanos, coloca la difícil “cuestión interior”; los tres en
conjunto informan de un peligro todavía más grande: el miedo a las mezclas en todas sus
variantes -de vivos y muertos, hombres y animales, negros y blancos, sanos y
enfermo-, miedo agitado entonces por los higienistas, convertidos en
los nuevos iluminados de la era bacteriológica.
Contexto
efectivamente frágil desde el punto de vista sanitario, asistía a un
reordenamiento de los discursos y prácticas médicas que tal vez pueda fecharse
hacia 1868 cuando, tras la epidemia de cólera que azota a La Habana y a otros
puntos del occidente de la isla, proliferan dispositivos de diverso tipo -textuales, normativos, arquitectónicos, etc.- orientados en torno a
cuestiones como el análisis y control de las aguas, la recogida de basuras, el
tratamiento de los cadáveres y la prostitución.2 Se trata de un marco
que precede a los grandes descubrimientos bacteriológicos y que en buena medida
culmina hacia 1879, coincidiendo con la visita a La Habana de la Comisión
Americana de la Fiebre Amarilla, en cuyo informe se define de algún modo una
política sanitaria moderna que haría de la ciudad, en lo tocante a sus
reformas, una ciudad futura, un plano de obras como el que más o menos se
materializa en los primeros años de la República.3 De modo que a
cada uno de estos temores corresponde desde bien temprano -y sin alcanzar necesariamente a las tesis microbianas- el emplazamiento de
instancias que, si bien sólo se acoplan y despliegan con verdadera eficacia
bajo la empresa militar y sanitaria de la Intervención, tuvieron ahí su
génesis en no pocos aspectos.
Así, en estas
últimas décadas del siglo XIX, en las que son comunes las muertes repentinas en plena calle, en carruajes y cuartos baratos, aparece y se consolida el
registro de mortalidad por causas, mientras se inaugura poco más tarde la
Morgue o necrocomio de la ciudad, y se encauza a los cementerios con ímpetu que
no se veía desde tiempos del Obispo Espada.4 El temor al maridaje de
hombres y animales impulsa, por su parte, los estudios sobre la rabia y el
muermo, con los consiguientes reclamos al matadero de Cristina y contra
expendios y mercados, todo a la sombra del Laboratorio de la Crónica Médico
Quirúrgica (1887) y de la Sociedad de Higiene (1891), tal vez las asociaciones sanitarias más importantes del momento y sin duda las que mejor y
más precozmente vinculan -ya establecida la teoría microbiana, en Cuba en auge
desde 1884- las ansiedades suscitadas tanto por la omnipresencia de los microorganismos
como por el carácter moral (e incipientemente criminal) que adquieren los
contactos humanos y en particular la violación de normas sanitarias.5
El miedo al contagio
no deja nada fuera y alcanza a coches y tranvías, picaportes y pasamanos, e
incluso a los juguetes. Por ejemplo, la revista La Higiene emprendía
hacia 1890 una campaña contra "los pitos que los niños se llevan a la
boca", acusando a las tiendas de la calle Obispo de venderlos sin
protección alguna.6 Justo por estos años y como consecuencia del
descubrimiento del bacilo de Koch, se aprecia un mayor interés hacia la
tuberculosis, enfermedad que se asociaba a la pobreza, la desnutrición y la
herencia familiar. Estos factores -completados ahora por la certeza del
contagio y el conocimiento de los modos de transmisión- reorientan en gran medida las estrategias sanitarias,
que prestan en adelante atención a cuestiones como las viviendas colectivas, la
calidad del suelo donde asientan y el contacto de éstos con los desechos, como
también a una variada gama de comportamientos individuales nunca antes tenidos
en cuenta. Asegurar una adecuada y
definitiva separación entre las aguas limpias y las excretas -lo que no ha podido saldarse con la puesta en obra
del Acueducto del Albear, entre otras razones por la falta de un sistema de
alcantarillado moderno- se convierte en el punto nodal del discurso higiénico,
y sin duda, también, en el recurso defensivo por excelencia ante la ansiedad
que suscitan las mezclas y lo frágil de las delimitaciones y fronteras.7
A su vez, se
producen trasformaciones en los medios de prensa, como la introducción del
fotograbado, técnica que garantiza el éxito de la crónica de sucesos e influye
en la formación de públicos diferentes, incluyendo -como veremos- un “público de
solares” al que se le acusa de repetir la misma violencia que consume. En este
marco la Morgue abre sus puertas a los reporteros, de modo que en medio de la
más estricta política de identificación -la de arrancar de su anonimato a
centenares de fallecidos, lo que no siempre se consigue- se comienza a lucrar
con la imagen de los cadáveres: los llamados "croquis" a menudo
impresos a tamaño de página y aderezados con comentarios satíricos y términos
médicos legales.8 Circulan además folletines estruendosos y catálogos
de fotografías de delincuentes, en tanto se refuerza la "invención del
ñáñigo" y de otros "tipos criminales". 9
II
Descrita como una ciudad que reposa sobre sus
inmundicias, a partir de 1880 son cada vez más frecuentes los reclamos de un
discurso higiénico que no sólo pretende localizar en el exterior de la ciudad,
sino también en el modo de vida de sus moradores, los presuntos focos de
infección, considerando la necesidad de elevar el nivel de conocimientos
de éstos y hacerles partícipes de su salud a través del cumplimiento de
diversas regulaciones. Esta negociación entre lo público y lo privado, que en
modo alguno es nueva pero sí más compleja y por medio de la cual se intenta
ejercer un control particularizado sobre lugares e individuos en apariencia más
proclives, adquiere ahora un carácter apremiante. No se negocia sólo a través
de disposiciones concretas, como la recogida de basura o la limpieza de las
calles, sino en base a prácticas corporales precisas y cálculos globales tanto
más minuciosos. Por ejemplo, se vuele común calcular el volumen de excrementos
producido en cada localidad y por cada individuo, o el número de microbios por
metros cúbicos de aire, agua, etc., operaciones que toman por modelo el
conteo de colonias de bacterias bajo el microscopio. 10
Por supuesto, estos conteos sirvieron para
restablecer el mapa sanitario de la ciudad, al tiempo que se establecía una
relación entre “cultivos” de bacterias y “culturas” marginales. Así, las varias
ensenadas portuarias y los colindantes barrios bajos conforman, para los
higienistas, un légamo alimentado por los residuos del matadero y los
desperdicios que vierten fábricas, cuarteles, hospitales y casas de vecindad.
La ensenada de Atarés es vista como un “caldo de cultivo” del
que se desprenden (“por acción de los rayos solares”) emanaciones que los vientos empujan hacia Chávez,
Jesús María y otros sitios “de notoria mortalidad por toda clase de
enfermedades, y, en especial, por la tuberculosis”.11
Si bien al solar siempre se le calificó “de
antro de ladrones y asesinos” -incluso antes de que la criminología y las labores policiales cobren toda su fuerza-, en este contexto se le vincula a una alta incidencia de enfermedades contagiosas. Desde mediados
de la década de 1880, por ejemplo, las casas de vecindad y sobre todo los
suelos húmedos que la sustentan y el precario sistema de excretas, son señaladas como probables focos de fiebre amarilla. El
descubrimiento, a lo largo de estos años, de agentes etiológicos bacterianos
había alentando las indagaciones sobre el llamado “mal invisible”, y la
ausencia o el sucesivo fracaso de hallazgos consistentes,
avivaría la ansiedad de los médicos, quienes se veían envueltos curiosamente en un significativo debate sobre la clásica inmunidad atribuida a los
cubanos en relación a esta enfermedad, inmunidad que ahora era o bien matizada o
puesta en duda.12 Semejante cuestionamiento, cuyas
múltiples aristas escapan a nuestro propósito, es un excelente indicador de
cómo la vieja teoría climática (y conceptos como el de aclimatación, entre otros) retrocedía ante un ambientalismo que calaba cada vez más en la práctica.
Entretanto, diversas condiciones hacen de la
tuberculosis, ya desde 1890, la patología social por excelencia. A su carácter
crónico, a su mayor letalidad y a su indudable relación con la pobreza, se
añade entonces la perspectiva profiláctica (o prevencionista) derivaba principalmente de los
factores predisponentes y hereditarios. Si en la alta mortalidad alienta la
cuestión, ahora ineludible, del cálculo económico; en todos estos factores
subyace la necesidad de dotar de resistencia a los individuos, transformado sus condiciones de vida y mejorando en lo posible la calidad de su
descendencia. Se trata de ligar una variada gama de acciones y de hacerlas
efectivas. Pero obviamente, las condiciones de posibilidad aún no estaban
dadas. Sólo con las grandes transformaciones sanitarias llevadas a cabo durante
la Intervención, y el optimismo generado por la erradicación o dominio de
ciertas epidemias, es que la tuberculosis se convierte definitivamente en
enfermedad social, o como llega a considerarse en Cuba: en enfermedad de los
solares y, por extensión, de los negros.
Cuando la Junta Provincial de Sanidad de la Habana
organiza en 1898 las “visitas a domicilio”, éstas comienzan por las ciudadelas, donde se
produce más de la tercera parte de la basura de la ciudad y tiene lugar el
mayor número de violaciones sanitarias. En su emblemático estudio “La tuberculosis en La Habana desde el punto de vista
social y económico”, publicado en enero de 1899 –-es decir, en pleno período de saneamiento--, Antonio
Gordon Acosta expresa que justamente en los solares se ven “todos los horrores a que expone la carencia de
recursos” y que justo allí “son letras muerta los artículos
de las ordenanzas municipales”.13 Esta invariable conjunción
entre enfermedad y moral pública, que no hace más que incrementarse en estos
años, reaparece en otro importante estudio, "La vivienda en procomún",
de Diego Tamayo. Para este discípulo de Pasteur y “padre fundador” de la
bacteriología cubana, el solar era además "de semillero de la tuberculosis" un terreno en el que "fructifican todas las malas pasiones". Según
Tamayo, en las cuarterías de la capital vivían hacia 1904 más de 3000
tuberculosos, lo que a su juicio ponía en riesgo -más que ninguna otra cuestión- al resto de la ciudadanía.14
En buena medida, estos artículos daban continuidad a
informes previos sobre el estado higiénico de La Habana, algunos de cierto
impacto político, como los escritos en la década de 1890 por Herminio C. Leyva
y Cesáreo F. Losada, y en los que ya se establecían claras (aunque también
sutiles) relaciones entre insalubridad y moral.15 Son precisamente
estos autores quienes hacen circular, con mayor énfasis, esa suerte de epítome grandioso que transfiere la identidad
de una figura de laboratorio (el cultivo) a zonas específicas de la
ciudad. Se trata de uno de los recursos que mejor apuntala el discurso de los
higienistas, cuya ciudad imaginada pasa por la transformación de las redes
subterráneas, responsables según ellos de la atmósfera viciada que se respira
en todas partes, y condición necesaria para la emergencia de una superficie
perfectamente fluida tanto en lo que toca a elementos físicos como a la
circulación de personas y mercancías.
Si ahondáramos en cada una de estas descripciones apreciaríamos
que a toda la ciudad, a excepción del “manto
rocalloso de San Lázaro” y de algunas pocas alturas, se le
adjudica la consistencia de un pulmón dañado: sus bronquios colapsan a falta de
parques y de amplias avenidas; sus arterias se obstruyen a causa del drenaje
deficiente de “caños moriscos” y “pozos negros”; y sus alvéolos se encharcan “lo mismo
que la base completamente mojada de la población”.16 De hecho, se trata de “manchas” semejantes a las que se aprecian en las radiografías
(otro descubrimiento de reciente introducción en la isla), las cuales se
extienden desde la periferia hacia centro, invadiendo ese espacio que aún habitan
“algunas de las familias más acomodadas y alrededor de aquellos sitios en que
es más activo el tráfico mercantil”. En fin,
la ciudad deviene metáfora de una incontrolable tuberculosis, cuyo asiento es
su propio interior corroído, su indómita profundidad aún por domesticar.
Desde luego, ya en el contexto de la Intervención las
viviendas insalubres apuntan, más que nada, a ese submundo mefítico que tanto
cuadra a la imagen del régimen recién depuesto. Ahora el lado expresivo o moral
del discurso se vuelve hacia un pasado identificado exclusivamente con lo bajo,
es decir, con la ciudad subterránea
que en breve será transformada. “Fabricadas
en contacto íntimo con las vecinas, el suelo -expresa Tamayo- carece de
drenaje adecuado y a él van a parar los desechos, impregnando de tal modo los
terrenos limítrofes que no sería exagerado afirmar que el subsuelo de la ciudad
está formado por una capa excrementicia”. Y ya
Gordon había hablado de una “forma de ser de nuestras excretas”.17
En cualquier caso, está en juego un legado que, al menos en este contexto, es
preciso reescribir. Así, los recurrentes “caños moriscos” y las “mal llamadas cloacas” son señalados en tanto expresión de una nefasta herencia
hispanoárabe que, como indica el destacado estudioso Carlos Venegas, liga la
urbe "a otras ciudades del mundo oriental y antiguo”, impresión que tienen algunos viajeros, los médicos
militares norteamericanos y no pocos comentaristas del patio.18
Discurso fecal (Lacan ha dicho que la civilización es puro excremento con el
añadido de un cartel que indica "prohibido defecar"19),
se trata, en suma, de enunciados que legitiman al nuevo orden civil de 1902, el
cual debe fomentar toda suerte de espacios higiénicos, amplios y respirables,
como corresponde al ejercicio de la democracia.
III
En una interesante conferencia titulada Importancia
política y social de los barrios (1904), Francisco Carrera y Jústiz
proponía desarrollar una sociología capaz de distinguir "el alma" de
cada distrito, como modo de contribuir al fortalecimiento de los poderes
locales y de sus vínculos con la Nación. Para Carrera, el Vedado estaba llamado
a ser el barrio democrático por excelencia, precisando de transformaciones de
"más honda trascendencia" que toda la ciudad en su conjunto y que
sitios como el Pilar y Vives, pese a la reconocida peligrosidad de éstos. “Si La Habana sueña ser una gran ciudad -afirmaba-
sólo por el Vedado puede serlo, puesto que por aquí es por donde se extiende,
por donde se está modernizando, donde el espíritu progresista se evidencia,
donde la distinción mayor en orden de cultura colectiva se concentra, y donde
toma color, tono y altura nuestro plano de vida y de confort”.20
Ahora bien, para que ello fuese posible había que
desplegar una campaña sanitaria en principio dirigida hacia toda la población.
Tan temprano como el 17 de enero de 1899, en junta celebrada en la Academia de
Ciencias y presidida por el mayor Davis, se anunció la división de La Habana en
cien distritos sanitarios. Al frente de los mismos se colocó a igual número de
médicos quienes, escoltados por “patrullas
de voluntarios”, darían inicio a la campaña de
saneamiento, la cual inició sus labores por la inspección de todas las casas,
según una concepción que los higienistas americanos definirían como “cleaning
the city from the inside”.21 Además de vacunar y velar por la
recogida de basuras y de animales muertos, los médicos debían de instruir a los
moradores en diversas materias e informar sobre las condiciones de
habitabilidad. Para ello se confeccionó una encuesta que registraba el número
de familias, sus componentes, el estado de letrinas y cloacas, las enfermedades
detectadas, la condición de los inquilinos, su mayor o menor pobreza, entre
otros indicadores. De esta minuciosa empresa -en realidad un rastreo sin
precedentes en la historia física del país- se concluyó que sólo el 10 % de las
casas de la capital tenía inodoros, comenzando de inmediato la importación de
piezas sanitarias. Instalados profusamente y a precios módicos, incluso antes
de concluido el sistema de tuberías y la nueva red de alcantarillados, de pronto
la ciudad se vio colmada de water closet y lavamanos.22
Aunque en esta misma sesión académica se determinó
establecer el Servicio de Cuarentenas, los resultados sanitarios no se hicieron
esperar, descansando los mismos en un modelo capilar (los médicos hablaban de “cuarentena interior”) basado en la identificación y el control de focos, es decir, en una
vigilancia individualizada que condujo al disciplinamiento de la ciudad. Si
bien no exenta de antecedentes en la isla, esta distribución panóptica rompía
el clásico binarismo dentro/fuera, viniendo a reforzar (y a ser reforzada por)
otra visibilidad: la posterior confirmación del Aedes aegypti como
agente transmisor de la fiebre amarilla, evento que encontraba de este modo un
terreno abonado. Puesto en jaque, sobre todo a partir de 1901, el “vómito negro”, quedaba pendiente la “cuestión social de la tuberculosis”, verdadera punta de lanza para la conversión de los
higienistas cubanos en criminólogos o, por lo menos, para su eficaz ligamen.23
Claro que entre los
enfermos contagiosos y los supuestos criminales, mediaba aún el acuciante
problema de la mendicidad y la locura, disparado como consecuencia de la
guerra, la reconcentración y la general orfandad. De ahí que en el verano de
1900, tras las labores iniciales de saneamiento, comience una segunda campaña,
ahora para recluir en asilos, orfanatos y hospitales a un importante número de
desamparados. La población del Hospital de Dementes experimentó, por ejemplo,
un crecimiento récord, muy superior en términos relativos al de la población
del país durante la recuperación post-bélica.25
En lo que toca a la
tuberculosis, surgen en pocos años varias instituciones
y entidades encargadas de llevar a cabo la “lucha antituberculosa”. La
emergencia de estos dispositivos no sólo genera confianza entre las autoridades
médicas y políticas sino que modifica hasta cierto punto el lenguaje de los
higienistas. Como consecuencia del saneamiento, crece la
convicción de que el clima de la isla es favorable en todo sentido, y se vuelve
recurrente la alusión a los “rayos del sol” como poderosa ayuda en la
campaña contra la enfermedad. Del mismo modo, las referencias escatológicas
ceden en tanto se dispone de nuevas obras de ingeniería sanitaria. Una
multiplicidad de alianzas y anudamientos, un extraordinario engarce entre las
aprehensiones y cuidados del cuerpo, autoriza ahora estas transformaciones
discursivas. Como afirma Arístides Agramonte en su ejemplar artículo “Profilaxis
de la tuberculosis en Cuba”, la sociedad cubana se ha constituido ya en un
“cuerpo serio y bien reglamentando”.26 Es notable el
disciplinamiento de obreros y madres, a quienes se les vincula cada vez más en
base a estrategias inclusivas que van desde el cuidado de los hijos hasta el
pago de seguros sanitarios. Se trata del modelo trabajo/familia responsable,
potenciado por el activismo de líderes obreros y vecinales, modelo que tiene
por delante a la figura del niño “pretuberculoso”, alrededor de la cual se van a desarrollar, en breve, muchos de los enunciados y prácticas de la Eugenesia, la Pedagogía y la Higiene Mental.
Notas...
1 Desde comienzos del
siglo XIX existían viviendas colectivas conocidas como ciudadelas. Al principio,
se trata de inmuebles abandonados sobre los que existe muy escaso control. Ya en
la década de 1850 comienzan a construirse edificaciones destinadas a tales
fines, por lo general ubicadas en la zona extramuros y que se rigen por
reglamentos, tanto en lo que toca a las reglas de vida como al sistema de
alquileres. Pero sólo a partir de 1880 surge lo que conocemos como
"solar", al transformarse las antiguas casonas del centro de la
ciudad en cuarterías. Todas estas viviendas comparten un patio o pasillo
central, así como baños y lavaderos de uso común habilitados fuera de las
habitaciones. En adelante, los términos ciudadelas o casas de vecindad (viviendas
“en procomún”, según el eufemismo
de los higienistas) serán empleados, sin mayores distinciones, para referirse a
cualquier modalidad de vivienda colectiva que cumpla dichos requisitos. Un
ejemplo de la temprana preocupación de las autoridades sanitarias hacia el modo
de vida allí imperante puede apreciarse en el “Reglamento para los encargados y
vecinos de las ciudadelas” aprobado en 1855 y recogido en Anales de la Isla de Cuba, vol. 3, La Habana, 1859, pp.
1774-75.
2 Sobre el cólera en La
Habana en los años 1867 a 1870, y sus múltiples vínculos, ver las numerosas
consideraciones expuestas en Anales de la Real Academia de Ciencias Médicas,
Físicas y Naturales de La Habana, volúmenes 4, 5, 7, 8 y 10. Sobre limpieza
de la ciudad y análisis de las aguas, ver volúmenes 7 y 8. Sobre el tratamiento
de cadáveres, volúmenes 5, 7, 8 y 9. Sobre prostitución, vol. 13. Para un
resumen básico, ver Pedro M. Pruna Goodgall: “El cólera y el agua de La
Habana”, Ciencia y Científicos en Cuba Colonial, La Real Academia de
Ciencias de La Habana, Editorial Academia, La Habana, 2001, pp. 147-54.
3 Chaille, S. E y Stenberf, G. M: Fiebre amarilla: informe preliminar que a
nombre de la Comisión americana para el estudio de la fiebre amarilla han
presentado al consejo de sanidad de los Estados Unidos, La Habana, 1880.
4 Las primeras
estadísticas de mortalidad recogidas de un modo sistemático fueron fruto de la
labor privada de Ambrosio González del Valle, cuyas "Tablas Obituarias de
La Habana" se extienden desde 1870 hasta 1882. El Necrocomio fue
inaugurado en 1880. Sobre reformas en el cementerio de La Habana ver, entre
otros: Legislación sobre cementerios, inhumaciones y exhumaciones, La
Habana, Imp. Militar de la viuda de Soler, 1880; Proyecto de reglamento y tarifa
del Cementerio de Colón, de Ambrosio del González del Valle, La Habana,
Imp. Militar de la viuda de Soler, 1880; y Cementerio de La Habana: Apuntes
de su fundación, Domitila García de Coronado, La Habana, 1888.
5 El Laboratorio
histobacteriológico e Instituto de vacunación antirrábica de La Habana, fue
establecido el 8 de mayo de 1887. Fue allí donde se preparó y difundieron los
primeros sueros y vacunas contra la rabia en el continente americano, y donde
se llevó a cabo los primeros estudios cubanos en el campo de la bacteriología.
Contaba también con secciones de histología y de análisis clínicos. Por su
parte, la Sociedad de Higiene de La Habana se establece en 1891, el mismo año
que se pone en circulación la influyente revista La Higiene. Fue sobre
todo el temor a que se repitieran epidemias como la de viruela de 1887, que
dejó un saldo de 1654 defunciones --epidemia introducida desde España en
contexto caracterizado por un mayor trasiego de inmigrantes--, que el doctor
Antonio González Curquejo propuso crear esta asociación. A poco de fundada,
orientó buena parte de sus labores al estudio y represión de "peligros
internos" como la tuberculosis y la prostitución.
6 "Juguetes que
ocasionan enfermedades", Gustavo López, La Higiene, Año 1, no 49,
pp. 3-5, 1891.
7 Ver sobre todo
Cesáreo F. Losada: Consideraciones higiénicas sobre la ciudad de La Habana, 1897
(1 ed. 1896); y Erastus Wilson: “El abastecimiento de agua de La Habana”, Archivos
de la Policlínica, t. 3, no. 5, La Habana, mayo de 1895, pp. 213-59.
8 Un ejemplo claro se
puede apreciar en La Caricatura, una de las primeras publicaciones
cubanas en introducir el fotograbado, técnica que trasforma de modo radical el
periodismo gráfico. El lugar de la crónica roja como espectáculo y a la vez
como discurso normativo -como espectáculo, también, de la norma- está aún por
estudiarse; pero, sin duda, desde el lugar entonces emergente de la crónica
roja alientan cuestiones verdaderamente interesantes y aún muy poco apreciadas,
como podría ser el posible influjo del "choteo del crimen" --tan
explotado en esta publicación-- en las consideraciones posteriores en torno al
"choteo" como rasgo del "carácter cubano".
9 Ver, por ejemplo, Los
criminales de Cuba, José Trujillo Monagas, Editorial Santa Cruz de
Tenerife, Ediciones Idea, 2006 (primera edición: Barcelona, Establecimiento
Tip. de F. Giró, 1882). También los libros del reportero criminal Eduardo
Varela Zequeira: La policía de La Habana (Cuebas y Sabaté), 1894; La
venganza de un marido (Crimen en la Víbora), 1893; Los bandidos de Cuba,
1891; entre otros.
10 Según Cesáreo F.
Losada, La Habana producía 38 000 000 de litros diarios de inmundicias, lo cual
ascendía a 8 870 000 000 litros anuales de "materias orgánicas
fermentecibles y peligrosas"; Consideraciones higiénicas sobre la
ciudad…, p. 28. Sobre lo impreciso de estos cálculos, ver
Georges Vigarello: Le propre et le sale, Éditions du Seuil, París, 1985,
p. 159.
11 La cita es de Antonio
Gordon y Acosta (ver nota 13). Se trata de un tópico recurrente desde finales
del siglo XVIII y abordado por números médicos e higienistas en la isla: el de
la relación entre la ensenada de Atarés, adonde vierten los desechos de
matadero, y la mayor mortalidad de los barrios bajos que la circundan.
12 Sobre la progresiva
quiebra del mito de la inmunidad de los cubanos a la fiebre amarilla, se
pudiera escribir un texto aparte. Un artículo que muestra los resortes no sólo
clínicos y epidemiológicos, sino también teóricos e ideológicos que mueven este
debate es, “La fiebre amarilla en los cubanos”, de Manuel S. Castellanos: Anales
de la Real Academia de Ciencias Médicas Físicas y Naturales de La Habana,
t-32, 1895, pp. 262-82.
13 La tuberculosis en La Habana desde el punto de
vista social y económico, Antonio de Gordon y Acosta, La Habana, Imprenta
Militar, 1899, p.32. Ver también, de mismo autor: Declaremos guerra a la
tuberculosis, La Habana, Imp. Compostela, 1899.
14 La vivienda en
procomún, Diego Tamayo, Imprenta La
Moderna Poesía, La Habana, 1904 (también en Tercera Conferencia Nacional de
Beneficencia y Corrección, La Habana, Librería e Imprenta "La Moderna
Poesía, 1904, pp. 235-42). Otros acercamientos al solar desde el punto desde el
punto de vista higiénico: José A. López del Valle Valdés: "Casas de
vecindad. Higiene urbana y rural", en Boletín de la Secretaría de
Sanidad y Beneficencia, La Habana, 1918; 18 (2): 264-272; y "Las
construcciones en La Habana. Carta pidiendo se apliquen las Ordenanzas
Sanitarias", del mismo autor, en Boletín de la Secretaría de Sanidad y
Beneficencia, La Habana, 1913; 9 (5-6): 747- 748.
15 Herminio C. Leyva
Aguilera: Saneamiento de la Ciudad de La Habana, La Habana, 1890;
Cesáreo F. Losada, Consideraciones higiénicas…, p. 27-31 y 38.
Según Losada, “no obstante la gran obra de Albear”, La Habana seguía
siendo una de las poblaciones más insanas del mundo a causa de faltarle un
moderno sistema de alcantarillado. Pero también en virtud del incumplimiento de
las ordenanzas municipales, en cuanto a la construcción y conservación de sus
casas, y por la escasa cultura sanitaria de sus moradores. El foco infeccioso
por excelencia lo constituyen esas “ciudadelas, barracas y casas de vecindad,
en las que viven aglomeradas y en repugnante promiscuidad, familias de las
clases pobres y gentes de color, formando centros de hacinamiento humano que
son un positivo y permanente riesgo para la salud de toda la ciudad”.
16 Antonio Gordon y Acosta, La
Tuberculosis…., p. 13; Cesáreo de
Losada, Consideraciones higiénicas…, p. 28 y 29.
17 Tamayo, ob.cit, p. 2; y Gordon Acosta, ob. cit., p
21.
18 Carlos Venegas
Fornias: "La arquitectura de la intervención", en Espacios,
silencios y los sentidos de la libertad. Cuba entre 1878 y 1912, La Habana,
Ediciones Unión, 2001, pp. 53-70. Ver también el ya citados textos de Cesáreo F.
de Losada y Diego Tamayo.
19 Dominique Laporte: Historia de la mierda,
1998, Editorial Pre-Textos, Valencia, p. 7.
20 Francisco Carrera y
Jústiz: Importancia política y social de los barrios, La Habana,
Imprenta y Papelería La Universal de Ruiz, 1904.
21 Matthews, Franklin: “Sanitation in Havana”, en The
New-Born Cuba, 1899, New York and London, Harper & Brothers Publishers,
pp. 117-136.
22 Ver Enrique B. Barnet: La
Sanidad en Cuba, La Habana, Imprenta Mercantil, 1905; José A. López del
Valle: Los adelantos sanitarios de la República de Cuba, La Habana,
Imprenta y Papelería "La Propagandista", 1925; y Marial Iglesias: Las
metáforas del cambio en la vida cotidiana: Cuba 1898-1902, La Habana, 2003,
Ediciones Unión, p. 43.
23 Para un brillante
análisis de esta deriva en el caso argentino, ver Jorge Salessi: Médicos,
maleantes y maricas: higiene, criminalidad y homosexualidad en la Argentina
(1870-1914), Buenos Aires, Beatriz Viterbo editores, 1995.
24 ver, de Fernando
Ortiz: Los negros brujos, La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 1995;
y sus artículos "El método finlayano contra la fiebre amarilla" y
"El Peligro Amarillo”, ambos publicados en
1908 en la revista Cuba y América. Al aumentar contemporáneamente la
inmigración española no faltaron lecturas que suponían un efecto benéfico, de
contrapeso demográfico, frente a la criminalidad afrocubana. Sin embargo, en la
práctica ocurrió lo contrario: se desató el “cruzamiento”. La criminalización del ñañiguismo, y de la
población negra en general, se aprecia en estos textos de Ortiz como respuesta
al temor por las mezclas; los vínculos entre negros y anarquistas fueron
especialmente sólidos en los medios obreros, en particular en los barrios
portuarios de La Habana.
25 Ver Lucas Álvarez
Cerice: Hospital de Dementes de Cuba. Memoria del Asilo General de
Enajenados correspondiente al año 1899, , La Habana, Imprenta El Comercio,
1900; José A. Malberti: "Informe sobre el clamante aumento de la locura en
nuestro país, en III Congreso Médico Panamericano, Actas de las sesiones y
memorias presentadas, Imprenta y Librería La Moderna Poesía, 1902; y
Gustavo López: Algunas consideraciones sobre las psicopatías observadas en
la Isla de Cuba, de Gustavo López García, La Habana, Imprenta de Roces y
Pérez.
26 Arístides Agramonte: “Profilaxis de la tuberculosis en Cuba”, Revista
de Medicina y Cirugía de La Habana, t-7, 1902, pp. 483-87, 507-13, 530-35 y
560-63. Ver también, del mismo autor, “La profilaxis de la
tuberculosis en las ciudades por medio de su reglamentación”. En ambos textos
es patente el cambio de lenguaje a que hemos aludido. Para Agramonte, la
inmensa mayoría de las casas de La Habana cuentan con una circulación de aire
aceptable, y el clima en cuanto tal interviene como antídoto. Reconoce, no obstante, el problema
de la insalubridad de las ciudadelas. Pero se proyecta positivamente, confiando
en la construcción de viviendas colectivas para obreros, que permitan reducir
el hacinamiento. Por otro lado, sugiere labores de promoción de salud que
podrían ser efectivas, como conferencias en las fábricas y distribución de
folletos de “vulgarización científica” en las casas de vecindad, en las
iglesias y en los barrios pobres en general. Sobre las acciones y prácticas sanitarias
orientadas a la infancia y el auge que cobran los “preventorios” y “colonias
agrícolas”, ver "Regeneración del niño por los trabajos agrícolas",
Manuel Delfín, en II Conferencia Nacional de Beneficencia y Corrección de la
Isla de Cuba, La Habana, 1904, pp. 45-52.
Excelente blog, me ha encantado leerlo, sesiente el pulso de la vieja Habana. No abundan empeños de esta calidad. Qué sórdidos hemos sido, por Dios, parece un karma inquitable...
ResponderEliminarextraordinario texto. un saludo
ResponderEliminarGracias, Arsenio! Un saludo, lástima que vi tu comentario tan tarde
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