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lunes, 5 de marzo de 2012

Adrián del Valle: La mulata soledad


  Visto desde la calle, el solar parecía un sucio y estrecho callejón sin salida. A lo largo, por ambos lados, hileras de puertas; cada puerta perteneciente a un cuarto pequeño, obscuro, sin adecuada ventilación, de paredes húmedas y suelo enladrillado. Cada cuarto era la habitación de una familia, compuesta de tres, cuatro y hasta nueve individuos. Al fondo, dos cuartos excusados y una sola pila de agua para todas las familias. El estrecho patio o callejón, estaba ocupado con bateas, cubos, latas, tiestos, hornillas, canastos y otros cachivaches caseros. De parte a parte y sostenidas por horquetas hechas de cañas bravas, cuerdas tendidas de las que colgaban las piezas de ropas recién lavada y puesta a secar.
 Entraron. El solar estaba animado. Gritos, cantos, charla femenil, lloros de niños y raras voces de hombres. Algunas mujeres lavaban, otras planchaban, cosían, cocinaban, trajinaban, disputaban. Muy pocas fumaban sentadas en desenrejilladas mecedoras, dando de mamar a sus críos. Dos niños de corta edad jugaban con una silla, convertida por el poder de su infantil imaginación en indócil caballo, sobre el que cabalgaban alborozados; el mayor era blanco y rubio, el menor de piel de ébano. En el primer cuarto a la izquierda, que formaba como una accesoria con puerta a la calle, trabajaba afanosamente un obrero carpintero, y al ruido de la sierra uníase en el de la máquina de coser del pobre taller de modista establecido en la accesoria de la derecha.
 -Aquí tienes un cuadro de los muchos que puede ofrecerte la vida miserable habanera.
La atmósfera, aun en el patio, era pesada. De los abiertos cuartos salía un desagradable vaho; en todos veíase escaso y pobrísimo mueblaje: sillas y mecedoras con el enrejillado roto, mesas desvencijadas, catres con la tela llena de remiendos, cajones, montones de trapos sucios…
 -El campamento de la miseria- dijo Carlos.
Siguiendo al doctor, penetró en el último cuarto de la derecha. Una mulata que no pasaría de los cuarenta años, sumamente delgada, sentada en una mecedora, saludó a los visitantes con una triste sonrisa.
 -Aquí tienes a nuestra enferma, vamos a ver, diagnostica.  
 Y dirigiéndose a la mulata, añadió:
 -Es un compañero que he traído para que te vea.
 -Paréceme que no se necesita gran ciencia para diagnosticar en este caso. Sin embargo, para más seguridad… ¿Me permite, Señora?
 Procedió a auscultarla.
 -El pulmón izquierdo es el afectado.
 -Bien; ¿y qué le recetarías?
 -Algún preparado de creosota. Dieta preferentemente láctea, huevos… reposo, aire puro. As ser posible, vivir en el campo, en un lugar alto y seco.
 -Sí, sí, lo clásico, en lo que mezclamos una medicación inútil con un método de vida adecuado. Y fíjate que lo único que podemos poner a su alcance es precisamente lo que menos falta le hace.
 -Realmente, no es este lugar apropiado para una enferma como la señora. Hay falta de ventilación, de aire puro.
 -No tengo otro. ¿Adónde voy a ir?
 -¿Tiene usted familia?
 -Una hija de catorce años.
 -¿Vive aquí, con usted? Pero es un …
 No se atrevió a completar la frase.
 -Es mi único sostén.
 -¿Trabaja?
 -Despalilla, y con lo poco que gana, vamos tirando.
 -¿Y su marido?
 -!Quién se acuerda…! Me abandonó. Tuve que trabajar por mi hija y por mi. !Lo que he sufrido! Bastantes veces nos acostamos sin comer y no pocas comimos lo que la caridad de los vecinos nos ha proporcionado. La vida ha sido dura para nosotras. Crea que si no fuera por mi niña, desearía morir.
 -¿Cuánto gana su hijas?
 -De tres a cuatro pesos a la semana.
 -¿Y con eso han de comer y vestir?
 -Y para el alquiler de esta pocilga, añadió Anaya.
 -Triste vida en verdad.
 -No se crea que es mejor la de los otros. Mire, sin ir muy lejos, en el cuarto del lado, vive un matrimonio con cuatro hijos; el marido no trabaja, la mujer hace pocos días dio a luz. Figúrese la que pasarán. Y a poca diferencia, es parecida la situación de los demás vecinos.
 Charlando, charlando, entre golpes de tos seca, fue contando la vida de otros habitantes del solar; vidas vulgares, amoldadas a la miseria, que era ya para ellos como una segunda naturaleza; vidas vegetando en la abyección y en la abyección condenadas a desaparecer, huérfanas de aspiraciones y de anhelos.
 -No se fatigue más hablando -dijo Anaya levantándose.
 -¿Me encuentra mejor, doctor?
 -Algo mejor, pero no olvide mis recomendaciones de tener siempre la ventana abierta y reposar  lo más posible, y sobre todo, que su hija no utilice nada de usted, y evite besarla.
 -¡Si supiera que esto es el mayor sacrificio que me impongo! !No poder besar a mi hija!
 -Peor sería que la viera enferma por besarla.
 -Hoy tampoco puedo pagarle la visita, doctor.  
 -No se ocupe. Ya me pagará cuando pueda.
Atravesaron el patio, bajo las miradas curiosas de las vecinas. La atmósfera se había hecho más desagradable, impregnada de humo y de los olores provenientes de miserables guisos.
 En la puerta, preguntó la parda:
 -¿Cómo está la tísica, dotol?
 -Lo mismo.
 -¡La pobre! Valiera más que muriera. Tose que tose toa la santa noche, y una sin podé dormir.
 Tuvieron que echarse a un lado para dar paso a un beodo, que tomando impulso desde la calle y trazando una gran S, fue a dar contra la pared de dentro, en la que se apoyó para no caer. Mirándolos agresivamente, exclamó:
 ¡Que fue! He entrado porque me da la gana. Pa eso es mi casa.
 -¿Tan temprano y ya jaleo, condenado? -gritóle la parda.
 -Me da la gana. Pa eso trabajo.
 -¿Trabajá tú?…Si no fuera por lo que yo lavo.
 -Pa eso eres mi mujer.


 fragmento de La mulata soledad, Barcelona, Impresos Costa, 1929, pp. 21-24.

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