…Mezclados con la plebe se ve todo un mundo de costosas «toilettes» femeninas, de fracs y smokings, girando sobre caballos, vacas, leones y cerdos de madera, barquichuelos y automóviles, al son de una charanga estrepitosa y a la luz rabiosamente amarilla de enormes focos eléctricos. Mientras todo relampaguea, zumba y suena: música, risas, chistes, cantos, apretones y abrazos, un mísero caballo con anteojeras mueve en la penumbra toda aquella máquina giratoria, bullanguera y deslumbrante. Junto al caballo, empapado en sudor, da vueltas sin cesar al manubrio del órgano un pobre diablo, digno «pendant» del infeliz jamelgo.
Mi espíritu, melancólicamente filosófico, me lleva siempre a buscar lo pequeño en lo grande, lo triste en lo alegre, en una palabra: el contraste.
Lo que más me ha preocupado, durante mis largas travesías, fueron los desdichados que iban en el fondo del trasatlántico alimentando su fornalla insaciable. Después de pasar una media hora mirándoles, subía a la cubierta. Un mar inmenso, sin fin, ondulaba ante mis ojos; el aire puro, saturado de yodo, llenaba mis pulmones, avigorando mi inteligencia, transmitiéndome esa alegría sana que comunica el ponerse en relación directa con la naturaleza salvaje.
Los pasajeros, arrellanados en «chaiseslongues» de mimbre, las piernas extendidas y envueltas en felpudas mantas, leían, charlaban o soñaban, los ojos entornados o perdidos en el lejano horizonte. Nadie, nadie, salvo yo, pensaba en los infelices que se asaban vivos en el fondo del barco. Todo progreso suele tener por fundamento un gran dolor ignorado. La ley del menor esfuerzo, fin a que tira todo progreso material, no reza con los pobres. ¿Se aprovechan ellos del ascensor para subirá sus buhardillas? ¿Se pasean en automóviles? ¿Se visten de seda? ¿Se adornan con alhajas? El progreso (dígase comodidad, aseo, elegancia, higiene, etc.) es para unos cuantos privilegiados que, merced a su oro, monopolizan cuanto hay de hermoso en la vida.
La población flotante y nómada de estas ferias trashumantes, es casi toda francesa. No son bohemios o gitanos, como generalmente se cree, aunque viven en «roulottes». Son foráneos, o forasteros, que se pasan el año recorriendo toda Francia. No están exentos del servicio militar; pagan muchas contribuciones: el lugar, el derecho de exhibición... Los que tienen órganos tienen que pagar los derechos del músico. Con ellos va una escuela («l'école foraine»), a la cual acuden todos los chicos de estas familias errabundas.
Por lo que a mí toca, declaro que estas ferias me entristecen. La música, en general, es vieja: mucho trozo del «Trovador», de «Traviata», de la «Hija del regimiento»), a cuyos sones plañideros reviven las románticas melancolías de las adolescencias nerviosas y enfermizas.
El espectáculo es variadísimo: aquí un tiro al blanco, allá un «massacre des innocents», espantosos mamarrachos de cartón, entre los que no faltan la novia, el «sergent de ville», el presidente de la República, el negro, la suegra...
Más allá, la montaña rusa, la «ménagerie», con su colección de leones y tigres sin pelo y medio sin garras, lo que no impide que devoren al domador de tarde en tarde; la barraca con el «fenómeno del siglo»; el museo de anatomía, «pour lionimesseuls», en que se exhibe en cera todos los horrores de las enfermedades secretas (secreto a voces): caras sin narices; manos sin dedos, bocas sin labios, vientres sin ombligo, etc., etc.
Basta que diga en letras gordas para hombres solos, para que sea ésta una de las barracas en que se aprieta el sexo femenino. Siempre he creído que la prohibición es el gran despertador de la concupiscencia. Pero ¿qué concupiscencia cabe ante aquellas reproducciones patológicas de un naturalismo nauseabundo?
No es precisamente en día tempestuoso cuando se desea viajar...
¡La moral objetiva! ¡La ejemplaridad de la pena de muerte! Cuéntase que entraron cierta vez dos borrachos en un museo de figuras de cera, cada una de las cuales representaba los estragos de un vicio. Se detuvieron ante una que decía: «Efectos desastrosos del alcoholismo». Tenía el rostro abotagado y carmesí, los ojos sanguinolentos, las entrañas calcinadas. En fin, aquello era un horror. Uno de los borrachos, volviéndose al compañero, le dijo: «Vámonos de aquí a tomar una copa, porque esto me ha revuelto el estómago».
En el frontis de una humilde barraca leo: «L'homme-femme. La femme a tete de lion». Entro. «Soy de Zaragoza —me dice «l'homme-femme»- así que me ve. Fíjese usted —añade abriendo la bata que «le» (o «la») cubre— de la cintura para arriba soy hombre.» (En efecto, tiene una barba corrida de un negror de tinta, una cabeza enérgica y viril, una voz catarrosa; como que fuma más que un murciélago). «De cintura abajo soy mujer.» Me habló de su familia: de su madre, de sus hermanos, de una tía. «Nací así, porque mi madre, mientras me llevaba en el seno, tuvo cierto antojo lúbrico por un hombre.»
En otro rincón de la barraca, sobre la misma tarima, dormitaba una inglesa corpulenta de cara realmente leonina, toda salpicada de pelos. La nariz cuadrada y el hocico partido y sólido. Según me dijo, es casada y tiene cuatro hijos, y todos normales». Ella nació así por un susto que tuvo su madre, de un león en África. La humanidad, en el «fondo», es sádica; experimenta un placer casi mórbido contemplando las deformidades del prójimo. Así como los reyes absolutos y los grandes señores de otro tiempo se divertían con bufones y enanos, hoy —no se requiere ser ni acomodado— las gentes de todas las clases sociales se divierten, mediante un franco, viendo «monstruos» repulsivos que ni siquiera mueven a risa.
No le aseguro lo que pasa por el alma de estos curiosos: «Nosotros (reflexionan) somos bien hechos; no tenemos joroba, no somos tuertos; tenemos nuestros brazos, nuestras piernas. Somos bellos, amados, inteligentes, simpáticos...»
Lo cómico, lo tristemente cómico de todo esto es que los «fenómenos» piensan lo misino.
¿No tiene acaso un marido y varios hijos la inglesa de cara de león?
«Todo espectáculo está dentro del espectador», como dijo el poeta.
Tornaba yo aquella noche, fatigado,
pausadamente, con esa vaga tristeza enternecida que sigue a los arrebatos de la
carne o del espíritu. Los bulevares, a aquella hora, hora avanzada, conservaban
tan sólo los restos de su febril agitación nocturna. Del café Riche, uno de los últimos que se
cierran, salían las postreras notas de un vals lleno de voluptuosidad muelle y
lánguida, como un suspiro del alma hastiada de París. No cruzaban ya ómnibus
por la amplia calle. Los cocheros dormitaban a lo largo de las aceras, sobre
sus pescantes. Los puestos de periódicos, cerrados, parecían dormir también, en
la soledad de su abandono.
Era una noche de estío, muy cálida y pura. Por
mi lado cruzaban, a ratos, parejas enlazadas, viejos verdes trasnochadores... Y
de pronto sentí un brazo que, por detrás del mío, se enlazaba con él
tímidamente.
Me volví. Un pobre rostro ajado, joven
todavía, pero ajado, pintado escandalosamente, lamentable, abría sus labios
sangrientos para sonreírme. Bajo aquel rostro, un cuello exangüe y frágil; y un
cuerpo flexible aún, vestido con cierta elegancia relativa, exhalando de las
ropas un olor demasiado fuerte a esencias baratas.
—¿Por
qué vas tan sólo ? ¿Quieres que te acompañe?
Era una hija del bulevar, flor prematuramente marchita
del asfalto parisiense, azotada y ya casi seca por todos los vendavales de la
miseria civilizada. Mirábame con sus ojos imploradores y cínicos, rodeados de
grandes ojeras de cosmético, y caminaba a mi lado, con una triste mueca de coquetería
en la nariz maliciosa.
—No —contesté, sonriendo, tratando suavemente de
desasirme—, gracias.
Ella insistió, casi con angustia contenida, aproximando
a mi rostro la herida roja de su boca sangrienta.
—Sí, anda, llévame...
—No puede ser...; buenas noches.
Me daba pena tratarla bruscamente. Me producía
una compasión mezclada de malestar la mirada de sus ojos suplicantes.
Por la calle, casi vacía, pasó un cupé
cerrado, misterioso, como en camino hacia Citerea.
Mi acompañante siguió un momento a mí lado,
silenciosa, indecisa. Luego,
—Anda, ve —repitió—. No tengo con qué
desayunarme mañana...
Como viese que de nuevo me volvía a mirarla,
creyó que iba a despedirla otra vez.
—¿No lo crees? ¡Mira, mira...!
Y sacó y me enseñó su portamonedas abierto,
lúgubremente vacío. Su mueca de seducción había desaparecido ahora. En sus ojos
reaparecía más elocuente la imploración angustiada de antes.
—Ni un céntimo. ¿Ves? ¿Lo crees ahora?
¿Vienes?
—No.
Se soltó, desalentada.
—No... —repetí—. Mira, toma.
Le di los pocos francos que llevaba encima.
—¿Me los das?
—¿Pues no lo ves? Tómalos
—¡Oh, mon
chéri!— murmuró, tomándolos, con su voz profesional de arrullo mendaz y
mercenario, estrechando mi mano contra su pobre seno enflaquecido.
Gracias. Vienes, pues, ¿verdad?
—¿Yo? No. Adiós...
Entonces se fijó en mí, con nueva mirada enigmática,
en la que despuntaba un asombro irónico.
—¡Ah! ¿no vienes...?
Buscaba silenciosamente una respuesta a su
asombro.
—Dime: ¿hace poco que estás tú en París? Se ve por lo bien que hablas...
—¿Yo?— respondí, sonriendo de la ironía. Algunos
meses... ¿Por qué?
—¿Debes de ser muy joven? (sin responder a mi
pregunta).
—Así, así.
—¡Ah!— dijo de nuevo entonces, súbitamente iluminada
—.Ya comprendo por qué no vienes conmigo. Tu
as peur des femmes, n´est-ce pas?
Se rió, satisfecha de su penetración, indulgente.
—Eh, bien!,
entonces, adiós, querido. Gracias.
—Adiós.
La miré alejarse, con piedad distraída. El bulevar
se aprestaba al reposo, soñoliento y tristón. Bajo la sombra de los árboles
verdes seguían pasando sombras oscuras.
—Yo no me suicidaré –me decía mi amigo Arsenio, arrellanándose en un cojín
de terciopelo azul, donde un dragón de oro abría sus fauces siniestras para
cazar una mariposa de nácar– yo no me suicidaré, te repito, porque me aterran
los dolores físicos, por leves que sean, pero yo comprendo que, como muchos
hombres, estoy en el mundo de más.
Estas frases melancólicas, dichas en voz baja,
con esa voz tan baja de los seres degenerados, voz que parece extraerse de las
cavidades más profundas del organismo y filtrarse luego por un velo de muselina
para salir al exterior, fueron
pronunciadas por mi compañero al final de una larga conversación, en la que yo
había tratado de arrancarle, por todos los medios posibles, del retraimiento
voluntario en que se marchitaban los días floridos de su juventud. No me
causaron extrañeza alguna, porque yo sabía que estaba dominado, desde la
adolescencia, por las ideas más tristes, más extrañas y más desconsoladoras.
—Mi alma es una rosa –solía decir en ciertas
horas de intimidad, valiéndose de una frase gráfica–, pero una rosa que sólo
atrae mariposas negras. Así es que al oír la sombría respuesta que daba a mis
palabras, más bien que tratar de consolarlo, porque no hubiera hecho más que exacerbar
su nerviosa sensibilidad, yo buscaba un tema para extraviar el curso de sus
pensamientos, cuando lo vi incorporarse en el asiento, ponerse pálido en el
instante, dilatar sus pupilas grises y moviendo su cabeza fina y altanera, tan
semejante a la de algunos retratos de los de Clouët, oí que me decía, como si
ensayase un monólogo:
—Sí, no te quede duda, yo estoy en el mundo de
más. Lo peor es que, como te he dicho, hay muchos que se encuentran en el mismo
caso.
Sólo que algunos no se aperciben de eso,
mientras que yo me doy cuenta de ello con la más perfecta lucidez. ¿Has ido al
campo, en la época de la siega, alguna ocasión? Si has estado alguna vez,
habrás podido observar que las segadoras, después de recogida la cosecha,
suelen dejar en el surco algunos granos olvidados. Ni la tierra los fecunda, ni
alimentan a los pájaros. Allí se pudren, día por día, bajo el influjo del
viento, de la lluvia y del sol. Eso mismo le sucede a algunos hombres. La
muerte, ésa visión macabra de cabellos blancos que, con una hoz de plata en la
mano, han pintado los Orcagna, en un bosque de naranjos, segando cabezas de dioses,
de reyes, de guerreros, de sacerdotes y de enamorados, sufre también esos olvidos crueles. Yo soy
uno de aquellos seres que, en el campo de la vida, ha dejado de recoger.
—¡Oh, cállate! –le interrumpí– tú eres
demasiado joven todavía para desesperar...
—Sí, soy muy joven, pero eso no importa:
aunque tengo veintisiete años, me parece que llevo siglos dentro del corazón.
La edad no es un instrumento que regula invariablemente nuestra temperatura
espiritual.
Hay organizaciones que a los ochenta años,
conservan un calor primaveral, mientras hay otras que, a los veinte, se sienten
heladas por los rigores del invierno más crudo, del invierno que no termina
jamás. No es preciso, por otra parte, haber vivido mucho para calcular la suma
de dichas que podamos esperar. La historia del mundo nos lo demuestra en sus
páginas.
Hojeando cualquiera de ellas, se comprende de
seguida que, tanto los bienes como los males, han sido siempre los mismos,
pudiendo afirmarse que, no ambicionando los unos ni temiendo los otros, es lógico
prescindir en absoluto de todos. Interesarme por la vida equivaldría para mí a
entrar en un campo de batalla, afiliarme a un ejército desconocido, ceñirme los
bélicos arreos y, con las armas en la mano, combatir por extraño ideal, sin ambicionar
los lauros de la victoria, ni temer las afrentas de la derrota.
¿Habrá situación más enervante, más desastrosa
y más desesperada?
—Pero tú tenías antes, le repliqué, grandes
ensueños, grandes aspiraciones.
—Sí, pero todos me han abandonado, porque
todos son imposibles de realizar. Yo era como un faro encendido, en el desierto
marino, que arrojaba sus dardos de fuego en la negrura de las ondas. Aves
errantes, al llegar la noche, iban a refugiarse en sus grietas huyendo de los
azotes del viento y de la lumbre de los relámpagos. Pero no habiendo encontrado
en su recóndito seno, calor para sus plumas, ni alimento para su pico,
desertaron todas, una por una, hasta dejarme en la más aterradora soledad.
—Entonces es que, como te decía el más sabio,
a la vez que el más puro de tus amigos, tú no sabes desear.
—Quizás sea eso, yo lo comprendo; mas ¿quién
nos enseña esa ciencia oculta? Y si un día la aprendemos ¿al ponerla en
práctica no demostraríamos que estábamos ya domados y escarnecidos por la misma
vida, puesto que teníamos que someterle de antemano cada idea que iluminase nuestra
inteligencia, cada latido que agitara nuestro corazón? Además ¿puedo aspirar a
algo, en nuestro medio social, que esté en consonancia con mi carácter, con mi
educación o con mis inclinaciones? Implantar aquí mis ensueños ¿no equivaldría
a sembrar rosas en una peña o a procrear mariposas en una cisterna? ¿Qué
carrera podría elegir para llegar a la cima de la felicidad? ¿La de
comerciante? No me daría por recompensado de tal sacrificio si supiera que, al
cabo de diez años, tenía en mis arcas un tesoro mayor que el de un Rajah de las
Indias. ¿La de un burócrata?
Basta entrar un día, en cualquier oficina,
para conocer las diversas especies del vampirismo o los futuros huéspedes de
las prisiones de Ceuta. ¿La de político? Ella me conduciría, desde el primer
paso, a la picota del ridículo, donde sucumbiría maniatado por mi impotencia y asaeteado
por los dardos del desprecio popular. ¿La de jurisconsulto?
Erigirse en juez de un semejante, estando
sujeto a las mismas vicisitudes, ya para dignificarlo, ya para escarnecerlo,
pero todo en nombre de leyes humanas, me ha parecido siempre la más nefasta de
todas las aberraciones.
¿La de médico? Yo creo que, dado el atraso de
esa ciencia, para elegir esa carrera se necesita ser el más inconsciente o el
más depravado de los hombres. ¿La de sacerdote? Aparte de que para ella se
requiere la vocación ¿hay un monasterio entre nosotros que, por la grandeza de
sus tradiciones, por las austeridades de sus reglas, por la belleza de sus
ritos o por las virtudes de sus moradores sea capaz de atraer el alma enferma que,
como un cisne ennegrecido de lodo vuela al límpido estanque, acuda allí a
purificarse de las miserias terrenales?
—Te comprendo perfectamente, exclamé yo, pero
creo que el remedio está en tus manos.
—¿Cuál es?
—El de irte lejos.
—Sí, lejos; pero ¿dónde?
—Pues a París: ¿ya no te gusta esa tierra de
promisión?
—Te diré: hay en París dos ciudades, la una
execrable y la otra fascinadora para mí. Yo aborrezco el París célebre, rico,
sano, burgués y universal; el París que celebra anualmente el 14 de julio; el
París que se exhibe en la Gran Ópera, en los martes de la Comedia Francesa o en
las avenidas del Bosque de Bolonia; el París que veranea en las playas a la
moda e inverna en Niza o en Cannes; el París que acude al Instituto y a la Academia
en los días de grandes solemnidades; el París que lee El Fígaro o la Revista de
Ambos Mundos; el París que, por boca de Deroulede, pidem un día y otro la
revancha contra los alemanes; el París de Gambetta y de Thiers; el París que se
extasía con Coquelin y repite las canciones Paulus; el París de la alianza
francorusa; el París de las Exposiciones Universales; el París orgulloso de la
Torre Eiffel; el París que hoy se interesa por la cuestión de Panamá; el París,
en fin, que atrae millares y millares de seres de distintas razas, de distintas
jerarquías y de distintas nacionalidades.
Pero yo adoro, en cambio, el París raro,
exótico, delicado, sensitivo, brillante y artificial; el París que busca
sensaciones extrañas en el éter, la morfina y el haschich; el París de las
mujeres de labios pintados y de cabelleras teñidas; el París de las heroínas
adorablemente perversas de Catulle Mendès y René de Maizeroy; el París que da
un baile rosado, en el Palacio de Lady Caithnes, al espíritu de María Stuart;
el París teósofo, mago, satánico y ocultista; el París que visita en los
hospitales al poeta Paul Verlaine; el París que erige estatuas a Baudelaire y a
Barbey de Aurevilly; el París que hizo la noche en el cerebro de Guy de
Maupassant; el París que sueña ante los cuadros de Gustavo Moreau y de Puvis de
Chavannes, los paisajes de Luisa Abbema, las esculturas de Rodin y la música de
Reyery de mademoiselle Augusta Holmes; el París que resucita al rey Luis II de
Baviera en la persona del conde Roberto de Montesquieu-Fezensac; el París que
comprende a Huysmans e inspira las crónica de Jean Lorrain; el París
que se embriaga con la poesía de Leconte de Lisle y de Stéphane Mallarmé; el
París que tiene representado el Oriente en Judith Gautier y en Pierre Loti, la
Grecia en Jean Moreas y el siglo XVIII en Edmundo de Goncourt; el París que lee
a Rachilde, la más pura de las vírgenes, pero la más depravada de las
escritoras; y el París, por último, que no conocen los extranjeros y de cuya
existencia no se dan cuenta tal vez.
—Y entonces ¿por qué no te marchas?
—Porque si me fuera, yo estoy seguro de que mi
ensueño se desvanecería, como el aroma de una flor cogida en la mano, hasta
quedar despojado de todos sus encantos; mientras que viéndolo de lejos, yo creo
todavía que hay algo, en el mundo, que endulce el mal de la vida, algo que
constituye mi última ilusión, la que se encuentra siempre, como perla fina en
cofre empolvado, dentro de los corazones más tristes, aquella ilusión que nunca
se pierde, quizás.
Los pueblos todos del mundo se
han juntado este verano de 1889 en París. Hasta hace cien años, los hombres
vivían como esclavos de los reyes, que no los dejaban pensar, y les quitaban
mucho de lo que ganaban en sus oficios, para pagar tropas con que pelear con
otros reyes, y vivir en palacios de mármol y de oro, con criados vestidos de
seda, y señoras y caballeros de pluma blanca, mientras los caballeros de veras,
los que trabajaban en el campo y en la ciudad, no podían vestirse más que de
pana, ni ponerle pluma al sombrero; y si decían que no era justo que los
holgazanes viviesen de lo que ganaban los trabajadores, si decían que un país
entero no debía quedarse sin pan para que un hombre solo y sus amigos tuvieran
coches, y ropas de tisú y encaje, y cenas con quince vinos, el rey los mandaba
apalear, o los encerraba vivos en la prisión de la Bastilla, hasta que se
morían, locos y mudos; y a uno le puso una máscara de hierro, y lo tuvo preso
toda la vida, sin levantarle nunca la máscara. En todos los pueblos vivían los
hombres así, con el rey y los nobles como los amos, y la gente de trabajo como
animales de carga, sin poder hablar, ni pensar, ni creer, ni tener nada suyo,
porque a sus hijos se los quitaba el rey para soldados, y su dinero se lo
quitaba el rey en contribuciones, y las tierras, se las daba todas a los nobles
el rey. Francia fue el pueblo bravo, el pueblo que se levantó en defensa de los
hombres, el pueblo que le quitó al rey el poder.
Eso era hace cien años, en
1789. Fue como si se acabase un mundo, y empezara otro. Los reyes todos se
juntaron contra Francia. Los nobles de Francia ayudaban a los reyes de afuera.
La gente de trabajo, sola
contra todos, peleó contra todos, y contra los nobles, y los mató en la guerra,
y con la cuchilla de la guillotina. Sangró Francia entonces, como cuando abren
un animal vivo y le arrancan las entrañas. Los hombres de trabajo se
enfurecieron, se acusaron unos a otros, y se gobernaron mal, porque no estaban
acostumbrados a gobernar. Vino a París un hombre atrevido y ambicioso, vio que
los franceses vivían sin unión, y cuando llegó de ganarles todas las batallas a
los enemigos, mandó que lo llamasen emperador, y gobernó a Francia como un
tirano. Pero los nobles ya no volvieron a sus tierras. Aquel rey del oro y la
seda, ya no volvió nunca. La gente de trabajo se repartió las tierras de los
nobles, y las del rey. Ni en Francia, ni en ningún otro país han vuelto los
hombres a ser tan esclavos como antes. Eso es lo que Francia quiso celebrar
después de cien años con la Exposición de París. Para eso llamó Francia a
París, en verano, cuando brilla más el sol, a todos los pueblos del mundo.
Y eso vamos a ver ahora, como
si lo tuviésemos delante de los ojos. Vamos a la Exposición, a esta visita que
se están haciendo las razas humanas. Vamos a ver en un mismo jardín los árboles
de todos los pueblos de la tierra. A la orilla del río Sena, vamos a ver la
historia de las casas, desde la cueva del hombre troglodita, en una grieta de
la roca, hasta el palacio de granito y ónix. Vamos a subir, con los noruegos de
barba colorada, con los negros senegaleses de cabello lanudo, con los anamitas
de moño y turbante, con los árabes de babuchas y albornoz, con el inglés
callado, con el yankee celoso, con el italiano fino, con el francés elegante,
con el español alegre, vamos a subir por encima de las catedrales más altas, a
la cúpula de la torre de hierro. Vamos a ver en sus palacios extraños y
magníficos a nuestros pueblos queridos de América. Veremos, entre lagos y
jardines, en monumentos de hierro y porcelana, la vida del hombre entera, y
cuanto ha descubierto y hecho desde que andaba por los bosques desnudo hasta
que navega por lo alto del aire y lo hondo de la mar. En un templo de hierro,
tan ancho y hermoso que se parece a un cielo dorado, veremos trabajando a la
vez todas las máquinas y ruedas del mundo. De debajo de la tierra, como de un
volcán de joyas, vamos a ver salir, en lluvias que parecen de piedras finas,
trescientas fuentes de colores que caen chispeando en un lago encendido. Vamos
a ver vivir, como viven en sus países de luz, al javanés en su casa de cañas,
al egipcio cantando detrás de su burro, al argelino que borda la lana a la
sombra del palmar, al siamés que trabaja la madera con los pies y las manos, al
negro del Sudán, que sale ojeando, con la lanza de punta, de su conuco de
tierra; al árabe que corre a caballo, disparando la espingarda, por la calle de
dátiles con el albornoz blanco al viento. Bailan en un café moro. Pasan las
bailarinas de Java con su casco de plumas. Salen de su teatro, vestidos de
tigres, los cómicos cochinchinos. Hombres de todos los pueblos andan asombrados
por las calles morunas, por las aldeas negras, por el caserío de bambú javanés,
por los puentes de junco de los malayos pescadores, por el jardín criollo de
plátanos y naranjos, por el rincón donde, de su techo labrado como un mueble
rico, levanta su torre ceñida de serpientes la pagoda. Y para nosotros, los
niños, hay un palacio de juguetes, y un teatro donde están como vivos el pícaro
Barba Azul y la linda Caperucita Roja. Se le ve al pícaro la barba como el
fuego, y los ojos de león. Se le ve a la Caperucita el gorro colorado, y el delantal
de lana. Cien mil visitantes entran cada día en la Exposición. En lo alto de la
torre flota al viento la bandera de tres colores de la república francesa.
Por veintidós puertas se puede
entrar a la Exposición. La entrada hermosa es por el palacio del Trocadero, de
forma de herradura, que quedó de una Exposición de antes, y está ahora lleno de
aquellos trabajos exquisitos que hacían con plata para las iglesias y la mesas
de los príncipes los joyeros del tiempo de capa y espadón, cuando los platos de
comer eran de oro, y las copas de beber eran como los cálices. Y del palacio se
sale al jardín, que es la primera maravilla. De rosas nada más, hay cuatro mil
quinientas diferentes: hay una rosa casi azul. En una tienda de listas blancas
y rojas venden unas mujeres jóvenes las podaderas afiladas, los rastrillos de
acero pulido, las regaderas como de juguete con que se trabaja en los jardines.
La tierra está en canteros, rodeados de acequias, por donde corre el agua
clara, haciendo a los canteros como islotes. Uno está lleno de pensamientos
negros; y otro de fresas como corales, escondidas entre las hojas verdes; y
otro de chícharos, y de espárragos, que dan la hoja muy linda. Hay un cantero
rojo y amarillo, que es de tulipanes. Un rincón es de enredaderas, y el de al
lado de helechos gigantescos, con hojas como plumas. En un laberinto flotan
sobre el agua la linfea, y el nelumbio rosado del Indostán, y el loto del río
Nilo, que parece una lira. Un bosque es de árboles de copa de pico; pino,
abeto. Otro es de árboles desfigurados, que dan la fruta pobre, porque les
quitan a las ramas su libertad natural. Dentro de un cercado de cañas están los
lirios y los cerezos del Japón, en sus tibores de porcelana blanca y azul. Al
pie de un palmar, con las paredes de cuanto tronco hay, está el pabellón de
Aguas y Bosques; donde se ve como se ha de cuidar a los árboles, que dan
hermosura y felicidad a la tierra. A la sombra de un arce del Japón, están, en
tazas rústicas, la wellingtonia del Norte, que es el pino más alto, y la
araucaria, el pino de Chile.
Por sobre un puente se pasa el
río de París, el Sena famoso, y ya se ven por todas partes los grupos de gente
asombrada, que vienen de los edificios de orillas del río, donde está la
Galería del Trabajo, en que cuecen los bizcochos en un horno enorme, y destilan
licor del alambique de bronce rojo, y en la máquina de cilindro están moliendo
chocolate con el cacao y el azúcar, y en las bandejas calientes están los
dulceros de gorro blanco haciendo caramelos y yemas; todo lo de comer se ve en
la Galería, una montaña de azúcar, un árbol de ciruelas pasas, una columna de
jamones; y en la sala de vinos, un tonel donde cabrían quince convidados a la
mesa, y un mapa de relieve, donde está todo el arte del vino, la cepa con los racimos,
los hombres cogiendo en cestos la uva en el mes de la vendimia, la artesa donde
fermenta la vid machucada, la cueva fría donde ponen el mosto a reposar, y
luego el vino puro, como topacio deshecho, y la botella de donde salta con su
espuma olorosa la champaña. Cerca está la historia entera del cultivo del
campo, en modelos de realce, y en cuadros y libros; y un pabellón de arados de
acero relucientes y una colmena de abejas de miel, junto al moral de hoja
velluda en que se cría el gusano de seda; y los semilleros de peces, que nacen
de los huevos presos en cajones de agua, y luego salen a crecer a miles por la
mar y los ríos. -Los más admirados son los que vienen de ver las cuarenta y
tres Habitaciones del Hombre. La vida del hombre está allí desde que apareció
por primera vez en la tierra, peleando con el oso y el rengífero, para
abrigarse de la helada terrible con la piel, acurrucado en su cueva. Así nacen
los pueblos hoy mismo. El salvaje imita las grutas de los bosques o los
agujeros de la roca; luego ve el mundo hermoso, y siente con el cariño deseo de
regalar, y se mira el cuerpo en el agua del río, y va imitando en la madera y
la piedra de sus casas todo lo que le parece hermosura, su cuerpo de hombre,
los pájaros, una flor, el tronco y la copa de los árboles. Y cada pueblo crece
imitando lo que ve a sus alrededor; haciendo sus casas como las hacen sus
vecinos, enseñándose en sus casas como es, si de clima frío o de tierra
caliente, si pacífico o amigo de pelear, si artístico y natural, o vano y ostentoso.
Allí están las chozas de piedra bruta, y luego pulida, de los primeros hombres;
la ciudad lacustre del tiempo en que levantaban las casas en el lago sobre
pilares, para que no las atacasen las fieras; las casas altas, cuadradas y
ligeras, de mirador corrido, de los pueblos de sol que eran antes las grandes
naciones, el Egipto sabio, la Fenicia comerciante, la Asiria guerreadora. La
casa del Indostán es alta como ellas. La de Persia es ya un castillo, de rica
loza azul, porque allí saltan del suelo las piedras preciosas, y las flores y
las aves son de mucho color. Parece una familia de casas la de los hebreos, los
griegos y los romanos, todas de piedra, y bajas con tejado o azotea; y se ve,
por lo semejantes, que eran del país la casa etrusca y la bizantina. Por el
norte de Europa vivían entonces los hunos bárbaros como allí se ve, en su
tienda de andar; y el germano y el galo en sus primeras casas de madera, con el
techo de paja. Y cuando con las guerras se juntaron los pueblos, tuvo Rusia esa
casa de adornos y colorines, como la casa hindú, y los bárbaros pusieron en sus
caserones la piedra labrada y graciosa de los italianos y los griegos. Luego,
al fin de la edad que medió entre aquella pelea y el descubrimiento de América,
volvieron los gustos de antes, de Grecia y de Roma, en las casas graciosas y
ricas del Renacimiento. En América vivían los indios en palacios de piedra con
adornos de oro, como ese de los aztecas de México, y ese de los incas del Perú.
Al moro de Africa se le ve, por su casa de piedra bordada, que conoció a los
hebreos, y vivió en bosques de palmares, defendiéndose de su enemigos de la
torre, viendo en el jardín a la gacela entre las rosas, y en la arena de la
orilla los caprichos de espuma de la mar. El negro del Sudán, con su casa
blanca de techo rodeado de campanillas, parece moro. El chino ligero, que vive
de pescado y arroz, hace su casa de tabla y de bambú. El japonés vive tallando
el marfil, en sus casas de estera y tabloncillo. Allí se ve donde habitan ahora
los pueblos salvajes, el esquimal en su casa redonda de hielo, en su tienda de
pieles pintadas el indio norteamericano; pintadas de animales raros y hombres
de cara redonda, como los que pintan los niños.
Pero a donde va el gentío con
un silencio como de respeto es a la torre de Eiffel, el más alto y atrevido de
los monumentos humanos. Es como el portal de la Exposición. Arrancan de la
tierra, rodeados de palacios, sus cuatro pies de hierro; se juntan en arco, y
van ya casi unidos hasta el segundo estrado de la torre, alto como la Pirámide
de Chéops; de allí fina como un encaje, valiente como un héroe, delgada como
una flecha, sube más arriba que el monumento de Washington, que era la altura
mayor entre las obras humanas, y se hunde, donde no alcanzan los ojos, en lo
azul, con la campanilla, como la cabeza de los montes, coronada de nubes. -Y
todo, de la raíz al tope, es un tejido de hierro. Sin apoyo apenas se levantó
por el aire. Los cuatro pies muerden, como raíces enormes, en el suelo de
arena. Hacia el río, por donde caen dos de los pies, el suelo era movedizo, le
hundieron dos cajones, les sacaron de adentro la arena floja, y los llenaron de
cimiento seguro. De las cuatro esquinas arrancaron, como para juntarse en lo
alto, los cuatro pies recios; con un andamio fueron sosteniendo las piezas más
altas, que se caían por la mucha inclinación; sobre cuatro pilares de tablones
habían levantado el primer estrado, que como una corona lleva alrededor los
nombres de los grandes ingenieros franceses; allá en el aire, una mañana
hermosa, encajaron los cuatro pies en el estrado, como una espada en una vaina,
y se sostuvo sin parales la torre; de allí, como lanzas que apuntaban al cielo,
salieron las vergas delicadas; de cada una colgaba una grúa; allá arriba,
subían, danzando por el aire, los pedazos nuevos; los obreros, agarrados a la
verga con las piernas como el marinero al cordaje del barco, clavaban el
ribete, como quien pone el pabellón de la patria en el asta enemiga; así,
acostados de espalda, puestos de cara al vacío, sujetos a la verga que el
viento sacudía como una rama, los obreros, con blusa y gorro de pieles,
ajustaban en invierno, en el remolino del vendabal y de la nieve, las piezas de
esquina, los cruceros, los sostenes, y se elevaba por sobre el universo, como
si fuera a colgarse del cielo, aquella blonda calada; en su navecilla de
cuerdas se balanceaban, con la brocha del rojo en las manos, los pintores. ¡El
mundo entero va ahora como moviéndose en la mar, con todos los pueblos humanos
a bordo, y del barco del mundo, la torre es el mástil! Los vientos se echan
sobre la torre, como para derribar a la que los desafía, y huyen por el espacio
azul, vencidos y despedazados. Allá abajo la gente entra, como las abejas en el
colmenar; por los pies de la torre suben y bajan, por la escalera de caracol,
por los ascensores inclinados, dos mil visitantes a la vez; los hombres, como
gusanos, hormiguean entre las mallas de hierro; el cielo se ve por entre el
tejido como en grandes triángulos azules de cabeza cortada, de picos agudos.
Del primer estado abierto, con sus cuatro hoteles curiosos, se sube, por la
escalinata de hélice, al descanso segundo, donde se escribe y se imprime un
diario, a la altura de la cúpula de San Pedro. El cilindro de la prensa da
vueltas; los diarios salen húmedos; al visitante le dan una medalla de plata.
Al estrado tercero suben los valientes, a trescientos metros sobre la tierra y
el mar, donde no se oye el ruido de la vida, y el aire, allá en la altura,
parece que limpia y besa; abajo la ciudad se tiende, muda y desierta, como un
mapa de relieve; veinte leguas de ríos que chispean, de valles iluminados, de
montes de verde negruzco, se ven con el anteojo; sobre el estrado se levanta la
campanilla, donde dos hombres en su casa de cristal, estudian los animales del
aire, la carrera de las estrellas, y el camino de los vientos. De una de la::
raíces de la torre sube culebreando por el alambre vibrante la electricidad,
que enciende en el cielo negro el faro que derrama sobre París sus ríos de luz
blanca, roja y azul, como la bandera de la patria. En lo alto de la cúpula, ha
hecho su nido una golondrina.
Por debajo de la torre se va,
sin poder hablar del asombro, a los jardines llenos de fuentes, y rodeados de
palacios, y el más grande de todos al fondo, donde caben las muestras de cuanto
se trabaja en la humanidad, con la puerta de hierro bordado y lleno de guirnaldas,
como se labraba antes el oro de los ricos; y sobre el portón, imitando la
bóveda del cielo, la cúpula de porcelanas relucientes; y en la corona, abriendo
las alas como para volar, una mujer que lleva en la mano una rama de oliva; a
la entrada del pórtico está, con una mano en la cabeza de un león, la Libertad,
en bronce. Y delante la gran fuente, donde van por el agua los hombres y
mujeres que los poetas de antes dicen que hubo en la mar, las nereidas y los
tritones, llevando en hombros, como si fueran en triunfo, la barca donde, en
figuras de héroes y heroínas, el progreso, la ciencia, y el arte dan vivas a la
república, sentada más alta que todos, que levanta la antorcha encendida sobre
sus alas. A cada lado del jardín, desde el palacio grande hasta la torre, hay
otro palacio de oros y esmaltes, uno para las estatuas y los cuadros, donde
están los paisajes ingleses de montes y animales, las pinturas graciosas de los
italianos, con campesinos y con niños, los cuadros españoles de muertes y de
guerra, con sus figuras que parecen vivas, y la historia elegante del mundo en
los cuadros de Francia. De las Bellas Artes le llaman a ese; y al del otro
lado, el palacio de las Artes Liberales, que son las de los trabajos de
utilidad, y todas las que no sirven para mero adorno. La historia de todo se ve
allí; del grabado, la pintura, la escultura, las escuelas, la imprenta. Parece
que se anda, por lo perfecto y fino de todo, entre agujas y ruedas de reloj.
Allí se ve, en miniatura de cera, a los chinos observando en su torre los
astros del cielo; allí está el químico Lavoissíer, de medias de seda y chupa
azul, soplando en su retorta, para ver como está hecho el pedrusco que cayó a
la tierra de una estrella rota y fría; allí entre las figuras de las diferentes
razas del hombre, están sentados por tierra, trabajando el pedernal, como los
que desenterraron en Dinamarca hace poco, cabezudos y fuertes, los hombres de
la edad de bronce.
Y ya estamos al pie de la
torre; un bosque tiene a un lado, y otro bosque al otro. Uno tiene más verde, y
es como una selva de recreo, con su casa sueca de pino, llenas de flores las
ventanas, a la orilla de un lago; y la isba de puerta bordada y techo de picos
en que vive el labrador ruso; y la casa linda de madera, con ventanas de triángulo,
en que pasa los meses de nevada el finlandés, enseñando a sus hijos a pintar y
a pensar, a amar a los poetas de Finlandia y a componer el arpón de la pesca y
el trineo de la cacería, mientras talla el abuelo el granito como ópalo, o saca
botes y figuras de una rama seca, y las mujeres de gorro alto y delantal tejen
su encaje fino, junto a la chimenea de madera labrada. Hay teatro allí, y
lecherías, y una casa de anchos comedores y criados de chaqueta negra, que
pasan con las botellas de vino en cestos a la hora de comer, cuando los pájaros
cantan en los árboles. Pero al otro lado es donde se nos va el corazón, porque
allí están, al pie de la torre, como los retoños del plátano alrededor del
tronco, los pabellones famosos de nuestras tierras de América, elegantes y
ligeros como un guerrero indio; el de Bolivia como el casco, el de México como
el cinturón, el de la Argentina como el penacho de colores; ¡parece que la
miran, como los hijos al gigante! ¡Es bueno tener sangre nueva, sangre de
pueblos que trabajan! El del Brasil está allí también, como una iglesia de
domingo en un palmar, con todo lo que se da en sus selvas tupidas, y vasos y
urnas raras de los indios marajos del Amazonas, y en una fuente una victoria
regia en que puede navegar un niño, y orquídeas de extraña flor, y sacos de
café, y montes de diamantes. Brilla un sol de oro, allí por sobre los árboles y
sobre los pabellones, y es el sol argentino, puesto en lo alto de la cúpula,
blanca y azul como la bandera del país, que entre otras cuatro cúpulas corona,
con grupos de estatuas en las esquinas del techo, el palacio de hierro dorado y
cristales de color en que la patria del hombre nuevo de América convida al
mundo lleno de asombro, a ver lo que puede hacer en pocos años en pueblo recién
nacido que habla español, con la pasión por el trabajo y la libertad ¡con la
pasión por el trabajo! ¡mejor es morir abrasado por el sol que ir por el mundo,
como una piedra viva, con los brazos cruzados! Una estatua señala a la puerta
un mapa donde se ve de realce la república, con el río por donde entran al país
los vapores repletos de gente que va a trabajar; con las montañas que crían sus
metales, y las pampas extensas, cubiertas de ganados. De relieve está allí la
ciudad modelo de La Plata, que apareció de pronto en el llano silvestre, con
ferrocarriles, y puerto, y cuarenta mil habitantes y escuelas como palacios. Y
cuanto dan la oveja y el buey se ve allí, y todo lo que el hombre atrevido
puede hacer de la bestia; mil cueros, mil lanas, mil tejidos, mil industrias;
la carne fresca en la sala de enfriar; crines, cuernos, capullos, plumas,
paños. Cuanto el hombre ha hecho, el argentino lo intenta hacer. De noche,
cuando el gentío llama a la puerta; se encienden a la vez, en sus globos de
cristal blanco y azul, y rojo y verde, las mil luces eléctricas del palacio.
Como con un cinto de dioses y
de héroes está el templo de acero de México, con la escalinata solemne que
lleva al portón, y en lo alto de él el sol Tonatiuh, viendo como crece con su
calor la diosa Cipactli, que es la tierra; y los dioses todos de la poesía de
los indios, los de la caza y el campo, los de las artes y el comercio, están en
los dos muros que tiene la puerta a los lados, como dos alas; y los últimos
valientes, Cacama, Cuitlahuac y Cuauhtemoc, que murieron en la pelea, o
quemados en las parrillas, defendiendo de los conquistadores la independencia
de su patria; dentro, en las pinturas ricas de las paredes, se ve como eran los
mexicanos de entonces, en sus trabajos y en sus fiestas, la madre viuda dando
su parecer entre los regidores de la ciudad, los campesinos sacando el
agua-miel del tronco del agave, los reyes haciéndose visitas en el lago, en sus
canoas adornadas de flores. ¡Y ese templo de acero lo levantaron, al pie de la
torre, dos mexicanos, como para que no les tocasen su historia, que es como
madre de un país, los que no la tocaran como hijos!: ¡así se debe querer a la
tierra en que uno nace; con fiereza, con ternura! Las cortinas hermosas; las
vidrieras de caoba en que están las filigranas de plata. los tejidos de fibras,
las esencias de olor, los platos de esmalte y las jarras de barniz, los ópalos,
los vinos, los arneses, los azúcares; todo tiene por adorno letras y figuras
indias. Vivos parecen, con sus trajes de cuero de flecos y galones, y sus
sombreros anchos con trenzado de plata y oro, y su zarape al hombro, de seda de
color, vivos como si fueran a montar a caballo, los maniquíes del estanciero
rico, del joven elegante que cuida de su hacienda, y sabe "voltear"
un toro. A la puerta, a un lado, troncos colosales de madera fina repulida; y
al otro, de color de rosa y verde mar, la pirámide del mármol transparente de
la tierra, del ónix que parece nube cuajada de la puesta del sol. Del techo
cuelga, verde y blanca y roja, la bandera del águila.
Y juntos como hermanos, están
otros pabellones más; el de Bolivia, la hija de Bolívar, con sus cuatro torres
graciosas de cúpula dorada, lleno de cuarzos de mineral riquísimo, de restos
del hombre salvaje y los animales como montes que hubo antes en América, y de
hojas de coca, que dan fuerza al cansado para seguir andando; el del Ecuador,
que es un templo inca, con dibujos y adornos como los que los indios de antes
ponían en los templos del sol, y adentro los metales y cacaos famosos, y tejidos
y bordados de mucha finura en mostradores de cristal y de oro; el pabellón de
Venezuela, con su fachada como de catedral, y en la sala espaciosa tanta
muestra de café, y pilones de su canela dulce, y libros de versos y de
ingeniería, y zapatos ligeros y finos; el pabellón de Nicaragua con su tejado
rojo, como los de las casas del país, y sus salones de los lados, con los
cacaos y vainillas de aroma y aves de plumas de oro y esmeralda, y piedras de
metal con luces de arco iris, y maderos que dan sangre de olor; y en la sala
del centro, el mapa del canal que van a abrir de un mar a otro de América,
entre los restos de las ruinas. Tiene ventanas anchas como las casas
salvadoreñas, y un balcón de madera muy hermoso, el pabellón del Salvador, que
es país obrero, que inventa y trabaja fino, y en el campo cultiva la caña y el
café, y hace muebles como los de París, y sedas como las de Lyon, y bordados
como los de Burano, y lanas de tinte alegre, tan buenas como las inglesas, y
tallados de mucha gracia en la madera y en el oro. Por un pórtico grandioso se
entra, entre sacos de trigo y muestras de mineral, al palacio de hierro de
Chile; allí la madera fuerte de los bosques del indio araucano, los vinos
topacios y rojos, las barras de plata y oro mate, las artes todas de un pueblo
que no se quiere quedar atrás, la sal y el arbusto colorado del desierto; al
fondo hay como un jardín; las paredes están llenas de cuadros de números.
Y allí, al lado de Chile,
entraríamos ahora al Palacio de los Niños, donde juegan los chiquitines al
caballito y al columpio, y ven hacer barcos de cristal de Venecia, y las
muñecas que hace el japonés, envolviendo con el palitroque alrededor de una
varita las pastas blandas de colores diferentes; y hace un jaimio con su sable,
y un Mikado de ahora, con su levita a la francesa; ¡oh, el teatro! ¡oh, el
hombre que está haciendo los confites! ¡oh, el perro que sabe multiplicar! ¡oh,
el gimnasta que anda a caballo en una rueda! ¡y el palacio es de juguetes todo
por afuera, desde el quicio hasta los banderines del techo! Pero, si no tenemos
tiempo, ¿cómo hemos de pararnos a jugar, nosotros, niños de América, si todavía
hay tanto que ver, si no hemos visto todos los pabellones de nuestras tierras
americanas? ¿Y esta casa de madera tan franca y tan amiga, que convida a la
gente a entrar a ver todo lo que da la tierra volcánica de su país, uva y café,
enredaderas y tigres, cocos y pájaros, y los lleva a su colgadizo con cortinas,
a tomar en jícaras labradas su chocolate de espuma?; es el de Guatemala ese
pabellón generoso. Y ese otro elegante, con tantas maderas, es el de la tierra
donde se saben defender con ramas de árboles de los que vienen de afuera a
quitarles el país; de Santo Domingo. Ese otro es del Paraguay, ese de la torre
de mirador, con las ventanas y puertas como de nación de mucho bosque, que
imita en sus casas las grutas y los arcos de los árboles. Y ese otro suntuoso,
que tiene torres como lanzas y alegría como de salón; ese que ha dado una parte
de sus salas a dos pueblos de nuestra familia -a Colombia, que tiene ahora
mucho que hacer, al Perú, que está triste después de una guerra que tuvo, -ése
es el pueblo bravo y cordial de Uruguay, que trabaja con arte y placer, como el
de Francia, y peleó nueve años contra un mal hombre que lo quería gobernar, y
tiene un poeta de América que se llama Magariños; vive de sus ganados el
Uruguay, y no hay pueblo en el mundo que haya inventado tantos modos de
conservar la carne buena, en el tasajo seco, en caldos que parecen vino, en la
pasta negra de Leibig, y en bizcochos sabrosos; y en la torre, que se parece a
una lanza, flota, como llamando a los hombres buenos, la bandera del sol, de
listas blancas y azules.
¡Y tener que pasar tan de prisa
por los palacios de una tierra enana como Holanda, donde no hay holandés que no
sea feliz, y viva como en pueblo grande, por su trabajo de marino, de
ingeniero, de impresor, de tejedor de encaje, de tallador de diamantes; de un
pueblo como Bélgica, que sabe tanto de cultivos, y de hacer carruajes, y casas,
y armas, y lozas, y tapices y ladrillos! No podemos ver al pabellón de Suiza,
con su escuela modelo, sus quesos como ruedas y su taller de relojes; ni el de
Hawai, que es país donde todos saben leer, y trabaja el hombre de la isla, al
pie del volcán de fuego, la lavo y la pluma; ni de la República de San Marino
-¿quién sabe dónde está San Marino? -con sus cristales pintados famosos y sus
familias de escultores. Esa de la puerta tallada de colores es Servia, de cerca
de Rusia, donde hacen tapicería fina y mosaicos; y ese comedor, con su techo de
aleros, es de Rumania, donde el más pobre viste de paños bordados, y comen la
carne casi cruda con mucha pimienta en platos de madera, y beben leche de
búfalo. Está llena de sedas con recamos de flores y pájaros, llena de palanquines
y colmillos de elefante, esa casa de dos techos de Siam, el pueblo de la
ceremonia y del arroz. ¿Y a China quién no la conoce, con su pabellón de tres
torres, donde no caben las cortinas con árboles y demonios de oro, ni las cajas
de marfil con dibujos de relieve ni el tapiz donde están con los siete colores
de la luz, los pájaros que van de corte por el aire, cuando llega el mes de
Mayo, a saludar al rey y la reina, que son dos ruiseñores que fueron al cielo a
ver quien se sienta en las nubes, y se trajeron un nido de rayos de sol? ¡Oh,
cuánto hay que ver! ¿Y el palacio hindú, de rojo oscuro con los ornamentos
blancos, como los bordados de trencilla en un vestido de mujer, y tan tallado
todo, las ventanas menudas y la torre, como la fuente de mármol, las columnas
de pórfido, los leones de bronce que adornan la sala, colgada de tapicerías? ¿Y
el Japón, que es como la China, con más gracia y delicadeza, y unos jardineros
viejos que quieren mucho a los niños? ¿Y Grecia, ésa de la puerta baja con un muro
a cada lado, con la historia de antes en uno, antes de que los romanos la
vencieran cuando fue viciosa, y la vida del trabajo de hoy, en antigüedades, en
mármoles rojos, en sedas finas, en vinos olorosos, desde que resucitó con la
vuelta a la libertad, y tiene ciudades como Pireo, Siracusa, Corfú y Patras,
que valen ya por lo trabajadoras tanto como las cuatro famosas de la Grecia
vieja: Atenas, Esparta, Tébas y Corinto? ¿Y Persia, con su entrada religiosa de
mezquita, de techo de azul vivo, y adentro, entre colgaduras verdes y
amarillas, las cazoletas cinceladas de quemar los olores, los chales de seda
que caben por una sortija, los alfanjes de puño enjoyado que cortan el hierro,
las violetas azucaradas y las conservas de hojas de rosa? ¿Y el bazar de los
marroquíes, con su arquería blanca que reluce al sol, y sus moros de turbante y
babucha, bruñendo cuchillos, tiñendo el cuero blando, trenzando la paja,
labrando a martillazos el cobre, bordando de hilo de oro el terciopelo? ¿Y la
calle del Cairo, que es una calle egipcia como en Egipto, unos comprando
albornoces, otros tejiendo la lana en el telar, unos pregonando sus confites, y
otros trabajando de joyeros, de torneros, de alfareros, de jugueteros, y por
todas partes, alquilando el pollino, los burreros burlones, y allá arriba,
envuelta en velos, la mora hermosa, que mira desde su balcón de persianas
caladas?
¡Oh, no hay tiempo! Tenemos que
ir a ver la maravilla mayor, y el atrevimiento que ablanda al verlo el corazón,
y hace sentir como deseo de abrazar a los hombres y de llamarlos hermanos.
Volvamos al jardín. Entremos por el pórtico del Palacio de las Industrias.
Pasemos, con los ojos cerrados, por la galería de las catorce puertas, donde
cada país exhibe sus trabajos mejores, y cada industria compuso la puerta de su
departamento, la platería con platas y oros y dos columnas de piedra azul, la
locería con porcelana y azulejos, la de muebles con madera esculpida como hojas
de flor, y la de hierro con picos y martillos, y la de armas con ruedas, cureñas,
balas y cañones, y así todas. Por un corredor, que hace pensar en cosas
grandes, se va a la escalera que lleva al balcón del monumento; se alzan los
ojos; y se ve, llena de luz de sol, una sala de hierro en que podrían moverse a
la vez dos mil caballos, en que podrían dormir treinta mil hombres. ¡Toda está
cubierta de máquinas, que dan vueltas, que aplastan, que silban, que echan luz,
que atraviesan el aire calladas, que corren temblando por debajo de la tierra!
En cuatro hileras están en el centro las máquinas mayores. De un horno rojo les
viene la fuerza. Viene por correas, que no se ven de lo ligeras que andan. De
cuatro filas de postes cuelgan las ruedas de las correas. Alrededor, unidas,
están todas las máquinas del mundo, las que hacen polvo de acero, las que
afilan las agujas. Unas mujeres de delantal colorado trabajan el papel
holandés. Un cilindro, que parece un elefante que se mueve, está cortando
sobres. Un mortero separa el grano de trigo de la cáscara. Un anillo de hierro
está en el aire por la electricidad, sin nada que lo sujete. Allí se funden los
metales con que se hacen las letras de imprimir, allí se hace el papel de tela
o de madera, allí la prensa imprime el diario, lo echa del otro lado, lo
devuelve, húmedo Una máquina echa aire en el pozo de una mina, para que no se
ahoguen los mineros. Otra aplasta la caña, y echa un chorro de miel. ¡Pues da
ganas de llorar, el ver las máquinas desde el balcón! Rugen, susurran, es como
la mar; el sol entra a torrentes. De noche, un hombre toca un botón, los dos
alambres de la luz se juntan, y por sobre las máquinas, que parecen
arrodilladas en la tiniebla, derrama la claridad, colgado de la bóveda, el
cielo eléctrico. Lejos, donde tiene Edison sus invenciones, se encienden de un
chispazo veinte mil luces, como una corona.
Hay panoramas de París, y de
Nápoles con su volcán, y del Mont Blanc, que da frío verlo, y de la rada de Río
Janeiro. Hay otro que es en el centro como un puente de un buque, y parece por
la pintura que está allí el buque entero, y el cielo y el mar. Hay el palacio
de las pinturas finas de los acuarelistas, y otro, con adornos como de espejo,
de los que pintan al pastel. Hay los dos pabellones de París, donde se aprende
a cuidar una ciudad grande. Hay talleres por los arrabales de la Exposición,
donde se ve, ¡para que el egoísta aprenda a ser bueno!, el trabajo del hombre
en las minas de hulla, en el fondo del agua, en los tanques donde hierve, como
fango, el oro. Hay, allá, lejos, negras y feas, las hornallas donde echan el
carbón para el vapor los hombres tiznados. Pero a donde todos van es al campo
que tiene delante el palacio donde los soldados mancos y cojos cuidan la
sepultura de piedra de Napoleón, rodeada de banderas rotas; ¡y en lo alto del
palacio, la cúpula dorada! Todos van, a ver los pueblos extraños, a la
Explanada de los Inválidos. De paso no más veremos el palacio donde está todo
lo de pelear; el globo que va por el aire a ver por donde viene el enemigo; las
palomas que saben volar con el recado tan arriba que no las alcanzan las balas;
¡y alguna les suele alcanzar, y la paloma blanca cae llena de sangre en la
tierra! De paso veremos, en el pabellón de la república del Africa del Sur, el
diamante imperial, que sacaron allá de la tierra, y es el más grande del mundo.
Aquí están las tiendas de los soldados, con los fusiles a la puerta. Allá
están, graciosas, las casas que los hombres buenos quieren hacer a los
trabajadores, para que vean luz los domingos, y descansen en su casita limpia,
cuando vienen cansados. Allí, con su torre como la flor de la magnolia, está la
pagoda de Cambodia, la tierra donde ya no viven, porque murieron por la
libertad, aquellos Kmers que hacían templos más altos que los montes. Allí
está, con sus columnas de madera, el palacio de Cochinchina, y en el patio su
estanque de peces dorados, y los marcos de las puertas labrados a punta de
cuchillo, y, en el fondo, en la escalinata, dos dragones, con la boca abierta,
de loza reluciente. Parece chino el palacio del Anam, con sus maderas pintadas
de rojo y azul, y en el patio un dios gigante del bronce de ellos, que es como
cera muy fina de color de avellana, y los techos y las columnas y las puertas
talladas a hilos, como los nidos, o a hojas menudas, como la copa de los
árboles. Y por sobre los templos hindús, con sus torres de colores y su monte
de dioses de bronce a la puerta, dioses de vientre de oro y de ojos de esmalte,
está, lleno de sedas y marfiles, de paños de plata bordados de zafiros, el
Palacio Central de todas las tierras que tiene Francia en Asia; en una sala, al
levantar una colgadura azul, ofrece una pipa de opio un elefante. Allá, entre
las palmeras brilla, blanco y como de encaje, el minarete del palacio de
arquerías de Argel; por donde andan, como reyes presos, los árabes hermosos y
callados. Con sus puertas de clavos y sus azoteas, lleno de moros tunecinos y
hebreos de barba negra, bebiendo vino de oro en el café, comprando puñales con
letras del Koran en la hoja, está, entre bosques de dátiles, el caserío de
Túnez, hecho con piedras viejas y lozas rotas de Cartago. Un anamita solo,
sentado de cuclillas, mira, con los ojos a medio cerrar, la pagoda de Angkor,
la de la torre como la flor de magnolia, con el dios Buddha arriba, el Buddha
de cuatro cabezas.
Y entre los palacios hay
pueblos enteros de barro y de paja; el negro canaco en su choza redonda, el de
Futa-Jalón cociendo el hierro en su horno de tierra, el de Kedugú, con su
calzón de plumas, en la torre redonda en que se defiende del blanco; y al lado,
de piedra y con ventanas de pelear, la torre cuadrada en que veintiséis
franceses echaron atrás a veinte mil negros, que no podían clavar su lanza de
madera en la piedra dura! En la aldea de Anam, con las casas ligeras de techo
de picos y corredores, se ve al cochinchino, sentado en la estera leyendo en su
libro, que es una hoja larga, enrollada en un palo; y a otro, un actor, que se
pinta la cara de bermellón y de negro; y al bonzo rezando, con la capucha por
la cabeza y las manos en la falda. Los javaneses, de blusa y calzón ancho,
viven felices, con tanto aire y claridad, en su kampong de casas de bambú; de
bambú la cerca del pueblo, las casas y las sillas, el granero donde guardan el
arroz, y el tendido en que se juntan los viejos a mandar en las cosas de la
aldea, y las músicas con que van a buscar a las bailarinas descalzas, de casco
de plumas y brazaletes de oro. El kabyla, con su albornoz blanco, se pasea a la
puerta de su casa de barro, baja y oscura, para que el extranjero atrevido no
entre a ver las mujeres de la casa, sentadas en el suelo, tejiendo en el telar,
con la frente pintada de colores. Detrás está la tienda del kabyla, que lleva a
los viajes; el pollino se revuelca en el polvo; el hermano echa en un rincón la
silla de cuero bordada de oro puro; el viejito a la puerta está montando en el
camello a su nieto, que le hala la barba.
Y afuera, al aire libre, es
como una locura. Parecen joyas que andan, aquellas gentes de traje de colores.
Unos van al café moro, a ver a las moras bailar, con sus velos de gasa y su
traje violeta, moviendo despacio los brazos, como si estuvieran dormidas. Otros
van al teatro del kampong donde están en hilera unos muñecos de cucurucho,
viendo con sus ojos de porcelana a las bayaderas javanesas, que bailan como si
no pisasen, y vienen con los brazos abiertos, como mariposas. En un café de
mesas coloradas, con letras moras en las paredes, los aissúas, que son como
unos locos de religión, se sacan los ojos y se los dejan colgando, y mascan
cristal, y comen alacranes vivos, porque dicen que su dios les habla de noche
desde el cielo, y se los manda comer. Y en el teatro de los anamitas, los
cómicos, vestidos de panteras y de generales, cuentan, saltando y aullando,
tirándose las plumas de la cabeza y dando vueltas, la historia del príncipe que
fue de visita al palacio de un ambicioso, y bebió una taza de té envenenado.
Pero ya es de noche, y hora de irse a pensar, y los clarines, con su corneta de
bronce, tocan a retirada. Los camellos se echan a correr. El argelino sube al
minarete, a llamar a la oración. El anamita saluda tres veces, delante de la
pagoda. El negro canaco alza su lanza al cielo. Pasan, comiendo dulces, las
bailarinas moras. Y el cielo, de repente, como en una llamarada, se enciende de
rojo; ya es como la sangre; ya es como cuando el sol se pone; ya es del color del
mar a la hora del amanecer; ya es de un azul como si se entrara por el
pensamiento el cielo; ahora blanco, como plata; ahora violeta, como un ramo de
lilas; ahora, con el amarillo de la luz, resplandecen las cúpulas de los
palacios, como coronas de oro; allá abajo, en lo de adentro de las fuentes,
están poniendo cristales de color entre la luz y el agua, que cae en raudales
del color del cristal, y echa al cielo encendido sus florones de chispas. La
torre, en la claridad, luce en el cielo negro como un encaje rojo, mientras
pasan debajo de sus arcos los pueblos del mundo.