Ramón de la Sagra
Al regreso a Villa Clara, me detuve de nuevo en La Esperanza, no en la posada sino en casa del Cura Sr. Llera, quien me hizo conocer a un hacendado instruido a quien debe mucho la población y que reside allí, con su familia, a la proximidad de un pequeño ingenio que fomenta, por un sistema digno de ser imitado. El Sr. D. Juan Bautista Fernández, ha organizado en él el trabajo libre, por medio de chinos, que le desempeñan admirablemente y de los cuales se me mostró sumamente satisfecho. Con este motivo me refirió su plan de división de las tareas, régimen económico y administrativo, recompensas y estímulos. El ingenio se llama Candelaria y se halla distante un cuarto de legua antes de llegar a la estación del Ranchuelo partiendo de la Esperanza. Cuando le tomó, en el año de 1857, tenía unos cuantos esclavos y negros asalariados; de suerte que en realidad, carecía de dotación. El Sr. Fernández se propuso introducir una dotación, formada exclusivamente de chinos, como acabo de indicar. Contrató al efecto 47 que trabajan a completa satisfacción del dueño. No hay allí mayoral blanco, ni maestro de azúcar, y en casos necesarios, uno de ellos desempeña las funciones de mecánico, con la mayor fidelidad y orden. Además de las tareas permanentes y ordinarias del campo y del batey, los chinos desempeñan las extraordinarias de albañilería, carpintería, cerrajería, etc. Así, ellos son los que arreglan el trapiche, componen las carretas, y todo lo demás que ocurre. Los chinos, como en general las razas orientales, no son rutineros ni exclusivos para el trabajo: su inteligencia y su destreza los hacen aptos, con la misma facilidad, para todo género de ocupaciones, mucho más si estas no son puramente materiales o simplemente de fuerza. En el ingenio muestran el mayor interés por los resultados, calculando y prediciendo el fruto que rendirá la zafra y hasta los productos probables de la inmediata. En apoyo de esta excelente disposición en favor de la finca, puede servir el ejemplo siguiente, que me refirió el Sr. Fernández. Un día el chino Pablo, que cuidaba las pailas, se le acercó diciéndole: “Capitán (así llaman generalmente al amo), no necesitar pagar maestro blanco; chino Joaquín saber bien hacer azúcar”. A los pocos días puso el Sr. Fernández al mismo Pablo a la dirección del tren, porque habiendo observado su habilidad y cuidado, le pareció aun más idóneo que Joaquín. Sacó excelente azúcar, pero al enseñárselo a su amo le decía: no ser muy buena: Joaquín mejor; respuesta que demuestra a la vez inteligencia y modestia.
El sistema de reglas adoptado por el Sr. Fernández, es el de una estricta justicia en el exacto cumplimiento de la contrata, y en todo los demás estímulos y recompensas, sin castigo alguno. Como la unión de la cosecha de la caña con la fabricación del azúcar, hace forzosamente duras las faenas de la zafra, el Sr. Fernández da a sus chinos un duro mensual más del señalado por aquella, es decir, cinco en lugar de cuatro; y los resultados de este régimen son excelentes. Cuando tomó el ingenio producía 70 bocoyes de azúcar, y la zafra última había dado ya 500. La extensión es de 25 caballerías.
Aquellos chinos no muestran disposición alguna religiosa pero desean salir los domingos, lo cual ofrece un riesgo inmenso para la disciplina, pues el contacto con gente de afuera, en las bodegas y paraderos, les es muy nocivo. El Sr. Fernández ideó enviarlos a divertirse a un potrerillo que tiene inmediato, donde les permite matar una o dos cabras, que guisan a su manera. Por estos y otros medios análogos, no solamente no ha tenido pérdida alguna por suicidio o fuga, sino que los chinos muestran el mayor contento y complacencia en la finca; lo cual, aunque en pequeña escala todavía, es un buen ejemplo para refutar los errores que, sobre su carácter y trabajo se han propalado algún tiempo, con igual ligereza que injusticia, como tendré ocasión más oportuna de demostrarlo en otro lugar de esta obra.
Mientras que el Sr. D. Juan Bautista Fernández me hablaba de su ingenio y de sus chinos, con un entusiasmo y convencimiento que desearla yo comunicar a muchos de sus paisanos, una de las hijas no levantaba la cabeza de la costura que hacía, con una de las máquinas introducidas, en grandísimo número, de los Estados-Unidos. Las había yo visto, no solamente en la Habana sino en los pueblos del interior, y luego en el curso de mi viaje, en Sagua, Cárdenas, Colón, y hasta en sitios retirados en el campo. Las mujeres cubanas las han adoptado con facilidad, no solamente por el reducido cuidado que exigen, para obtener una obra prodigiosa, sino porque vinieron a ser el único medio que en la Isla las permite coser, donde la carestía de la mano de obra hacía imposible la concurrencia del trabajo manual de la aguja con el extranjero. Ahora, y gracias a las máquinas, todas las ropas, en general, y con particularidad las de uso común en las fincas o en las familias, pueden ser confeccionadas, hasta por niñas, que antes no hacían cosa alguna. Es curioso, ciertamente, ver negritas y mulaticas de 7 y 8 años, moviendo el pedal y dirigiendo la costura en algunas familias.
Antes de partir para Villa-Clara, visité la escuela del Sr. Martínez, cuya Señora dirige en su casa la educación de varias niñas. Todo aquello era pobre y exiguo; nada estaba en relación con la importancia de la localidad, ni con sus productos municipales, ascendentes a cerca de nueve mil pesos fuertes, cuando gasta menos de tres mil en el sostenimiento de la escuela y la policía, y apenas a la mitad de dichas entradas, en todas las atenciones del partido. Ni la población, pues, ni las autoridades locales tienen la culpa de esto, y mucho menos el pobre maestro, con más celo que esperanza de mejorar de posición, mientras no se adopte un sistema de repartición de los productos del impuesto municipal, más en armonía con las necesidades de los pueblos menores que los pagan y de consiguiente con las reglas de la justicia.
Llegué a Villa-Clara, donde me esperaban con ansia el Cura y su hermana; porque habiendo proyectado una excursión campestre para el día 10, con el objeto de divertirme, recelaban que me demorase en Cienfuegos. Pero yo venía preocupado con una noticia que había leído en la Historia de Villa-Clara, relativa a la maestra Nicolasa, decana de las maestras de allí, y a quien debían su instrucción el mayor número de Señoras del pueblo. Como lo dije en una carta que por entonces escribí al Diario de la Marina, recorriendo las páginas de aquel libro hallé, que en el año de 1770 había nacido en Villa-Clara una niña, destinada sin duda por Dios para la educación de la infancia, pues desde la edad de 14 años hasta los 90, se consagró a ella con una perseverancia admirable. Esto me indicaba que aun vivía. Mis primeras palabras, pues, al llegar, fueron preguntando donde habitaba la maestra Nicolasa. El P. Belaza, no poco sorprendido por la novedad de la pregunta, se ofreció a acompañarme luego que se enteró de mi deseo. Fuimos a ver en efecto a la anciana maestra, que yacía decrépita y extenuada en el lecho del dolor y de la miseria. No sabré expresar lo que allí he sentido. No era solo el aspecto descarnado de aquella infeliz, próxima a terminar una larga carrera virtuosa y útil; algo de personal mezclaba mi imaginación a aquella escena, pues no era imposible que a mí me estuviese reservado un fin semejante. La anciana esperaba el suyo resignada, confiando en la justicia divina, que jamás falta, y menos a aquellos a quienes los hombres abandonan. Mostró suma gratitud al P. Belaza por su visita, que decía la consolaba mucho y le rogaba que la repitiese. Yo salí de allí profundamente conmovido. Durante mi residencia en Villa-Clara, el recuerdo de la maestra Nicolasa venía siempre a mi mente, cuando hablaba con las Señoras que, sin la enseñanza que recibieron de ella, no sabrían probablemente leer estas líneas que con amor les recomiendo.
Volviendo al libro del Sr. González, mi primera tarea al entrar en casa, fue poner en orden las notas tomadas con el lápiz, durante mi excursión de ida y vuelta a Cienfuegos, procurándome un placer que si no amortecía los golpes del vagón, entretenía mi alma para sentirlos menos. Deseaba y me proponía transmitirlas al Diario de la Marina y a mi amiga la Sra. Avellaneda para su Álbum cubano. Al primero le di cuenta, al mismo tiempo, de la visita que venía yo de hacer, y a la segunda le extractaba varias noticias curiosas sobre los trajes y las modas de las antiguas villaclareñas, lo cual no las impedía ser muy buenas y caritativas.
El sistema de reglas adoptado por el Sr. Fernández, es el de una estricta justicia en el exacto cumplimiento de la contrata, y en todo los demás estímulos y recompensas, sin castigo alguno. Como la unión de la cosecha de la caña con la fabricación del azúcar, hace forzosamente duras las faenas de la zafra, el Sr. Fernández da a sus chinos un duro mensual más del señalado por aquella, es decir, cinco en lugar de cuatro; y los resultados de este régimen son excelentes. Cuando tomó el ingenio producía 70 bocoyes de azúcar, y la zafra última había dado ya 500. La extensión es de 25 caballerías.
Aquellos chinos no muestran disposición alguna religiosa pero desean salir los domingos, lo cual ofrece un riesgo inmenso para la disciplina, pues el contacto con gente de afuera, en las bodegas y paraderos, les es muy nocivo. El Sr. Fernández ideó enviarlos a divertirse a un potrerillo que tiene inmediato, donde les permite matar una o dos cabras, que guisan a su manera. Por estos y otros medios análogos, no solamente no ha tenido pérdida alguna por suicidio o fuga, sino que los chinos muestran el mayor contento y complacencia en la finca; lo cual, aunque en pequeña escala todavía, es un buen ejemplo para refutar los errores que, sobre su carácter y trabajo se han propalado algún tiempo, con igual ligereza que injusticia, como tendré ocasión más oportuna de demostrarlo en otro lugar de esta obra.
Mientras que el Sr. D. Juan Bautista Fernández me hablaba de su ingenio y de sus chinos, con un entusiasmo y convencimiento que desearla yo comunicar a muchos de sus paisanos, una de las hijas no levantaba la cabeza de la costura que hacía, con una de las máquinas introducidas, en grandísimo número, de los Estados-Unidos. Las había yo visto, no solamente en la Habana sino en los pueblos del interior, y luego en el curso de mi viaje, en Sagua, Cárdenas, Colón, y hasta en sitios retirados en el campo. Las mujeres cubanas las han adoptado con facilidad, no solamente por el reducido cuidado que exigen, para obtener una obra prodigiosa, sino porque vinieron a ser el único medio que en la Isla las permite coser, donde la carestía de la mano de obra hacía imposible la concurrencia del trabajo manual de la aguja con el extranjero. Ahora, y gracias a las máquinas, todas las ropas, en general, y con particularidad las de uso común en las fincas o en las familias, pueden ser confeccionadas, hasta por niñas, que antes no hacían cosa alguna. Es curioso, ciertamente, ver negritas y mulaticas de 7 y 8 años, moviendo el pedal y dirigiendo la costura en algunas familias.
Antes de partir para Villa-Clara, visité la escuela del Sr. Martínez, cuya Señora dirige en su casa la educación de varias niñas. Todo aquello era pobre y exiguo; nada estaba en relación con la importancia de la localidad, ni con sus productos municipales, ascendentes a cerca de nueve mil pesos fuertes, cuando gasta menos de tres mil en el sostenimiento de la escuela y la policía, y apenas a la mitad de dichas entradas, en todas las atenciones del partido. Ni la población, pues, ni las autoridades locales tienen la culpa de esto, y mucho menos el pobre maestro, con más celo que esperanza de mejorar de posición, mientras no se adopte un sistema de repartición de los productos del impuesto municipal, más en armonía con las necesidades de los pueblos menores que los pagan y de consiguiente con las reglas de la justicia.
Llegué a Villa-Clara, donde me esperaban con ansia el Cura y su hermana; porque habiendo proyectado una excursión campestre para el día 10, con el objeto de divertirme, recelaban que me demorase en Cienfuegos. Pero yo venía preocupado con una noticia que había leído en la Historia de Villa-Clara, relativa a la maestra Nicolasa, decana de las maestras de allí, y a quien debían su instrucción el mayor número de Señoras del pueblo. Como lo dije en una carta que por entonces escribí al Diario de la Marina, recorriendo las páginas de aquel libro hallé, que en el año de 1770 había nacido en Villa-Clara una niña, destinada sin duda por Dios para la educación de la infancia, pues desde la edad de 14 años hasta los 90, se consagró a ella con una perseverancia admirable. Esto me indicaba que aun vivía. Mis primeras palabras, pues, al llegar, fueron preguntando donde habitaba la maestra Nicolasa. El P. Belaza, no poco sorprendido por la novedad de la pregunta, se ofreció a acompañarme luego que se enteró de mi deseo. Fuimos a ver en efecto a la anciana maestra, que yacía decrépita y extenuada en el lecho del dolor y de la miseria. No sabré expresar lo que allí he sentido. No era solo el aspecto descarnado de aquella infeliz, próxima a terminar una larga carrera virtuosa y útil; algo de personal mezclaba mi imaginación a aquella escena, pues no era imposible que a mí me estuviese reservado un fin semejante. La anciana esperaba el suyo resignada, confiando en la justicia divina, que jamás falta, y menos a aquellos a quienes los hombres abandonan. Mostró suma gratitud al P. Belaza por su visita, que decía la consolaba mucho y le rogaba que la repitiese. Yo salí de allí profundamente conmovido. Durante mi residencia en Villa-Clara, el recuerdo de la maestra Nicolasa venía siempre a mi mente, cuando hablaba con las Señoras que, sin la enseñanza que recibieron de ella, no sabrían probablemente leer estas líneas que con amor les recomiendo.
Volviendo al libro del Sr. González, mi primera tarea al entrar en casa, fue poner en orden las notas tomadas con el lápiz, durante mi excursión de ida y vuelta a Cienfuegos, procurándome un placer que si no amortecía los golpes del vagón, entretenía mi alma para sentirlos menos. Deseaba y me proponía transmitirlas al Diario de la Marina y a mi amiga la Sra. Avellaneda para su Álbum cubano. Al primero le di cuenta, al mismo tiempo, de la visita que venía yo de hacer, y a la segunda le extractaba varias noticias curiosas sobre los trajes y las modas de las antiguas villaclareñas, lo cual no las impedía ser muy buenas y caritativas.
Historia física..., pp. 149-53.
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