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viernes, 4 de noviembre de 2011

Tres semanas en el campo



  Antonio Ferrer del Río


 Tocaba la Isla de Cuba en el cénit de su gloria, en el apogeo de su grandeza, en el pináculo de su fortuna, cuando pisé sus risueñas playas por la vez primera. Pocos meses antes había concluido el mando del más digno de sus capitanes generales, y aun brotaba en ópimo fruto la semilla de su sabio gobierno. Pocos meses después adquiría extraordinaria boga un adagio por el que se decía: Tacón vale un millón, añadiéndose, exageradamente sin duda, que su sucesor no valía lo que una moneda española consonante de su apellido. De todos modos la bahía de la Habana, poblada a la sazón de buques, parecía un bosque de mástiles con banderas de todas las naciones: no se perpetuaban las mercancías en los almacenes, todo era animación y vida mercantil en las ciudades, tranquilidad y movimiento agrícola en los campos. Acercábase noche-buena, y a la noble hospitalidad de una familia respetable, debí uno de los más deliciosos recreos que han halagado el curso de mi vida. Es costumbre de los hacendados de la Isla de Cuba visitar sus posesiones todas las pascuas del año, y especialmente en las de Navidad, por ser la época en que se rompe la zafra, o empieza la elaboración del azúcar en los ingenios.
 Invitado a una expedición tan adecuada a mi gusto, salí de la Habana el 21 de Diciembre, y anduve seis leguas en poco más de cincuenta minutos, pues la colonia, más avanzada en esto que la metrópoli, tenía ya en 1838 un excelente camino de hierro. Lisonjeábame la idea de que pronto empezaría a gozar España de este inapreciable beneficio de la industria, porque durante mi residencia en Cádiz supe que se trataba de acortar con tan prodigioso recurso la distancia que separa a Jerez de la frontera del puerto de Santa María; por desgracia esta empresa ha quedado en proyecto como todas nuestras cosas. Me es imposible referir la impresión que hizo en mi mente tan rápido viaje: la extrañeza del ruido, la novedad del movimiento habían embargado mis sentidos, y al apearme en el Bejucal, me pareció como si despertase de un fantástico sueño. Solo hago memoria de que a mitad del camino distinguí una excelsa roca coronada de frondosos árboles, mecidos por la brisa sobre una alfombra de verdura: alzábase en frente de nosotros cual macizo muro que iba a atajar nuestro paso. Pocos instantes después perdí la luz, respiré con trabajo, y era que el poderoso vapor hendía la cavidad del monte, que horadado en forma de arco de triunfo, daba testimonio de los veloces progresos de la industria. Cuando me repuse enteramente de mi sorpresa, apenas descubrí la extremidad de la bóveda o subterráneo que dejábamos a la espalda.
 Vi partir desde el Bejucal el tren de carruajes con dirección a Güines, siete leguas más lejos; y aun no lo había perdido de vista cuando se me acercó un robusto hijo de África, teniendo de la brida un caballo de fabulosa talla, metido en hueso y calificado con el nombre de Tragaleguas. Y lo merecía sin disputa, porque no había sino meterle el acicate, soltarle rienda y dejarse llevar a un medio galope suave y nunca interrumpido, por colinas y veredas, llamadas caminos por apodo.
 A la hora y media me hallaba en la calle principal de San Antonio de los Baños, que aun me parece la más linda de todas las poblaciones campestres. A la salida de un delicioso bosque de gigantescas palmas, se descubre su blanco y regular caserío; retrátalo en sus cristalinas ondas el Ariguanabo, río que nace de una ancha laguna, dos leguas más arriba, para sepultarse, no bien fertiliza con su benéfico jugo el último jardín del pueblo, en la cueva de los murciélagos, a que sirven de bóveda las enormes raíces de una ceiba, de espeso ramaje, cuya sombra apenas se dibuja sobre las variadas flores que brotan en rededor de su tronco. Allí se concibe la amenidad de la vida de los campos tal como se describe en las églogas de los poetas: resbalan tranquilas las horas, al dulce compás de inocentes goces y de patriarcales costumbres; y hay instantes en que elevándose el pensamiento sobre el valle de lágrimas, de que somos tristes peregrinos, se remonta a las regiones de la fantasía, y cree haber conquistado el paraíso terrenal de nuestros primeros padres. Apenas colora la luz del alba, las hojas del pino real, que se alza al frente de su graciosa iglesia, convoca a los fieles al templo el alegre tañido de una campana, y acude fervoroso el infeliz siervo a borrar en aquel santo recinto la memoria de sus infortunios, porque allí, y solo allí puede llamar a los Césares hermanos.
 Triste condición la de la Isla de Cuba: opulenta de vegetación, abundante en productos, henchida de riquezas, es base de su prosperidad la servidumbre, y el ambiente de la ilustración horada de día en día tan deleznable cimiento: reina de todas las Antillas, precioso florón de la corona de España, llave del golfo mexicano, lleva el síntoma infalible de su muerte en el único elemento de su poderío: virgen, a quien adornan con sus más ricas galas todos los países del mundo, esconde bajo su manto de seda y oro el cáncer que sin tregua devora sus entrañas. Abierto a la ruin codicia el ignominioso tráfico de negros, pobló de esclavos aquel feraz territorio, para que lo regaran con el sudor de su frente, la sangre de sus cuerpos y las lágrimas de sus ojos, y labrasen la fortuna de sus despiadados señores: quizá en día no lejano vaguen por la haz de la tierra sin suelo ni hogar fijos, purgando así la tenacidad con que siempre se han opuesto a todo ensayo de colonización blanca. No ha faltado ingenio que encomie la trata como beneficiosa a los hijos de África, quienes empeñados en su país en continuas disensiones, se libran de una muerte segura si son vencidos, pasando del campo del vencedor a la factoría del traficante en sangre humana. Cítanse entre otros ejemplos la espantosa matanza de quinientos prisioneros del rey Radama, ocurrida al prohibirse ese inicuo comercio en la playa de Tamatava, donde los triunfantes Betanimeños hallaron un buque inglés, y no pudieron deshacerse de sus cautivos ni al módico precio de veinte reales por cabeza. Hoy ofrece la carrera de África enormes riesgos a los que a ella se lanzan, pues tienen que habérselas de seguro con los súbditos de la señora de los mares, que cruzan incesantemente aquellas aguas: este es un incentivo más para los espíritus aventureros, excitándoles no solamente el cebo de la ganancia, sino el azar del peligro. Mas si es repugnante la trata, no lo es menos el hipócrita afán de los que por su abolición abogan ahora que no la necesitan, disfrazando con la máscara de la filantropía su egoísmo sin límites, su avaricia devoradora: la filantropía es la moneda falsa de la caridad, como dice un célebre escritor contemporáneo. Examinada esta cuestión sobre el terreno, conduce a resultados tristes, y sin poderlo evitar escribe el nombre de la Isla de Cuba al lado de Haití y de Jamaica, por mucho que se nutra de ilusiones, y por espacioso que sea el campo de sus esperanzas.
 Desde San Antonio de los Baños al cafetal Santísima Trinidad, hay un corto y delicioso paseo, forman su principal calle o guarda-raya dos hileras de airosas palmas y de floridos rosales. Un cafetal es un jardín ameno: sobre una alfombra de alelíes y diamelas brotan con profusión el refrigerante coco, el nutritivo plátano, la suave naranja, la jugosa piña, el anón que sabe a flores: al lado del fúnebre ciprés crece el majestuoso cedro: junto al magnífico caobo el precioso tamarindo de dulce sombra; y por todas partes se alzan numerosos cuadros de cafetos de blanca flor y aromático fruto; y la perpetua verdura de los árboles, y el variado matiz de las flores, y la imponderable variedad de las plantas, contrastan caprichosamente con el terso azul del cielo que las cobija, y el encendido color de la tierra que las produce.
 Nunca se borrarán de mi mente las gratas horas que pasé en el cafetal citado. En posesiones de esa clase nada echa de menos el más refinado gusto: se hallan en sus casas-viviendas cuantas comodidades pueden amenizar la vida, desde la opípara mesa hasta la muelle hamaca; desde el gabinete de estudio hasta la pieza de baño. Os convidan a visitar una finca próxima o lejana, podéis disponer de caballo o de carruaje con pareja o trío, de vuestra elección pende: os obsequiarán con extremo, sirviéndoos exquisitos manjares y delicados vinos, y hasta en el almuerzo brindareis con champaña: veréis toda la profusión del lujo, toda la esplendidez de la riqueza. Y estos festines son frecuentes, casi diarios: ayer fuisteis al partido de Guanajay, hoy vais al de la Güira de Melena, mañana iréis al de la Artemisa, y no os darán tregua ni descanso. Caminaréis desde San Antonio a Alquízar por asistir a un baile: recorreréis las dos leguas que separan estas dos poblaciones, mientras dora el sol con sus postreros rayos el ramaje de una secular palmera, y se pierde entre el llano y la colina la última tinta del crepúsculo de la tarde. Después de recrearos en los pintorescos grupos de la voluptuosa danza y de adivinar todos los encantos de la vida en la melancólica dulzura y suave languidez de las hijas de América, os retirareis a vuestra morada en las altas horas de la noche bañada en rocío, serena como los sueños de la niñez, y solemne como el silencio de las tumbas. Aquella majestad imponente, aquel espectáculo sublime no os habrán consentido pensar en la distancia del camino, y cuando más absorto estéis en vuestras meditaciones, oiréis el ladrido de los mastines que despiertan al ruido del galope del caballo, y la voz de los guardieros que rondan la finca, donde os aguarda blando lecho.
 Varía de todo punto la escena en las posesiones donde crecen con abundancia las cañas de azúcar, que por lo subido de su precio pudieran llamarse cañas de oro. Hundíase en el abismo de lo pasado el año de 1838 y asomaba el de 1839 para eslabonar el curso de los tiempos, cuando salí del cafetal Santísima Trinidad con dirección el ingenio del Jobo, distante seis leguas: era oscura la noche, surcaba la atmósfera el cárdeno fulgor del relámpago y rugía la tempestad lejana: zumbaba el viento en la espesa enraizada, y despertaban sus ecos imitando el bramido de las olas. Antes de llegar a la vereda nueva habían caído sobre mí torrentes de agua; a los que conozcan las lluvias de los trópicos no ha de parecerles exagerada la frase. Hube de refugiarme en un bohío, lóbrega mansión de una familia de negros, donde permanecí hasta que la nacarada luz de la aurora comenzó a abrirse paso a través de las apiñadas nubes que fueron perdiéndose poco a poco en el confín del opuesto horizonte. Vuelto otra vez al camino, crucé la población de la Ceiba, pasé a nado el río de las Capellanías sobre el valiente Tragaleguas, y a las ocho de la mañana había llegado ya al término de mi viaje. Lúgubre por demás es la perspectiva del ingenio del Jobo: ceñido de ásperas lomas y sobre un terreno desigual, parece teatro de las fechorías de una banda de calabreses: se ven en lontananza las cumbres del Cuzco, donde se albergan los negros que se evaden de las fincas y son llamados cimarrones. Su situación es ventajosísima, feraz su terreno, y de gran precio sus productos, facilitando su exportación la proximidad del embarcadero del Mariel, desde donde son conducidos a la Habana en pocas horas.
 Hemos citado a los cimarrones a propósito de las lomas del Cuzco, y vamos a dar sobre esto algunos curiosos pormenores. Cuando se fuga un negro de una finca, se dice hoy se agachó fulano, expresión harto propia y significativa. El mayoral, único blanco que dirige a su albedrío ochenta o más negros, parece no fijarse en aquella ocurrencia: pasan dos o tres días, y si el cimarrón no ha caído en manos de algún guajiro, quien lo presenta a su dueño reclamando la gratificación designada al efecto, análoga a la que perciben nuestros campesinos cuando matan una ave de rapiña: o si la oveja descarriada no ha vuelto a su redil con las lágrimas del arrepentimiento, monta con donaire a caballo, y precedido de uno o dos canes de buena ley, se engolfa por la espesura del monte. Sus fieles perros le sirven de guía, olfatean maravillosamente la huella del cimarrón, y no dudéis que al fin darán con la gruta donde se albergue o con el árbol entre cuyas ramas se oculte, ya compungido y lloroso, ya con la lengua de fuera y el lazo a la garganta, pues cierta raza de negros vive en la creencia de que ahorcándose, resucitan en el país que les dio cuna.
 No es posible que un mayoral vigile por sí solo a la negrada esparcida en diversos puntos do la finca, y ocupada en distintos trabajos: súplele un contramayoral, negro de su confianza; y como no hay peor cufia que la de la misma madera, fácil es de presumir que sus compatriotas no tendrán motivos para estar contentos de su amabilidad y blandura. Con ínfulas de amo huelga, mientras los demás trabajan; y si alguno se dobla a la fatiga, le anuncia un latigazo de amigo que aun no ha llegado la hora de reposo. Nunca le veréis en la humilde abyección del esclavo: si viviera en la Habana, sería curro del manglar o de la Gonsarate, y se las tiraría cuaita a cuaita con cualquiera: si alguno se le para delante, lágale macanaso que no dice ni tío. Suele cobrar tantos humos, que al fin vuelve a su condición primitiva, merced a alguna travesura, no sin que antes le corten los moños, o pelo y patillas, si por casualidad las tiene, le den un boca-abajo, y calce grillos por dos o tres meses.
 Solo brinda diversión un ingenio el día que se rompe la zafra. A las nueve poco más o menos suena la campana de la finca, deja la negrada el trabajo, y corre a los barracones a vestirse de fiesta. No tarda en oírse el compasado son de los tambores y los güiros, mezclados con los aullidos de un canto tan monótono como salvaje. Cada vez se percibe más de cerca la algazara, y es que los negros avanzan formados en extraños grupos, y con banderas desplegadas hacia la casa vivienda donde están sus amos. Allí, el negro demás prestigio, va acercándose rodilla en tierra al compás de la música para pedir su aguinaldo: se reparten entre todos algunas monedas, y locos de júbilo empiezan a bailar en tango. Si a la Polka la despojáis de su elegante artificio, de su graciosa coquetería, la veréis trasformada en el Can-Can, que forma las delicias de los habitantes del Barrio latino; y si concebís las figuras poco decorosas del Can-Can ejecutadas con toda sencillez y cordialidad, habréis formado una idea exacta del baile en que se solazan los hijos de África por parejas, en el centro de una ancha rueda, formada por sus salvajes músicos y sus destemplados cantantes. Se prolonga aquella diversión, que no ha de repetirse en todo un año, hasta la caída de la tarde: suena de nuevo la campana de la finca: ha llegado el instante de romper molienda, y cada negro ocupa su puesto en torno del trapiche y en los demás puntos de la casa caldera. Entre los convidados que se hallan presentes, elije el dueño de la finca dos padrinos, macho y hembra, quienes sujetan las dos primeras cañas a la terrible presión de los cilindros de la máquina, y mientras estas cañas exprimen su dulce jugo, todos los convidados, hombres y mujeres, arrean las yuntas de bueyes uncidas como las mulas de las norias. En seguida les suceden en esta operación los negros, dando principio a una penosa faena, que no ha de interrumpirse en cuatro meses, durante los cuales cada negro dormirá cuatro horas al día, y no cesará de perderse en los aires el encendido humo de las chimeneas, ni de hervir en las anchas calderas el guarapo y el melado, ni de oírse el lúgubre canto de los negros, cuyos lentos compases marca a veces el chasquido del látigo, que agita el mayoral con robusta mano.
 Terminada esta fiesta, nada existe en un ingenio que halague los sentidos, ni esparza el ánimo; así es que al siguiente día tomé la vuelta del cafetal Santísima Trinidad por el Mariel y la costa de Bañes. Guarnecen todo el camino productivas posesiones. En la extraña fruta que ofrecía a los ojos la ceiba de un ingenio, advertí señales de una sublevación sofocada: jaulas semejantes a las de un loro contenían las cabezas de los negros que la habían promovido. Excitó mi curiosidad un negro cuyas sienes de azabache se mostraban ceñidas de ásperas canas, circunstancia que arguye en ellos una edad por lo menos octogenaria: no me supo decir cuál era la suya, aunque me indicó que cuando le trajeron de África evacuaban los ingleses la isla de Cuba, y ya tenía entonces hijos mancebos, de suerte que pasaba de cien años, y aun manejaba el azadón con soltura, y era notable la agilidad de sus movimientos. Es frecuente ver a las negras trabajar en los campos llevando a la espalda a sus hijos en improvisados cuévanos, que no son sino un pedazo de tosco lienzo, acaso para iniciarles desde niños en las miserias de la servidumbre que les aguarda, o tal vez para que la inocencia sirva a sus cuerpos de escudo contra la implacable cólera de un amo. Si la ignominia de la esclavitud no se os mostrara en toda su fealdad, a cada paso que dais en la isla de Cuba, fuera sin duda un país donde el eco de los pesares no turbaría el alborozo de los placeres, donde no amargaría las horas el veneno del infortunio.
 En Guanajay asistí a un baile de guajiros u hombres de campo: éstos no salen de su zapateo, baile originalísimo, y que si con algo tiene remota semejanza, es con el adelante dos de los rigodones en sus figuras, y con el zapateado en sus pasos. Al compás de la música con que bailan, entonan extrañas décimas a las reinas de sus corazones. Toda la felicidad de un guajiro consiste en tener un caballo veloz en la carrera, espuela de plata, y machete con puño de lo mismo: unid a esto pantalón y camisa de lista, faja blanca, sombrero de paja de ala ancha y zapatos de becerro blanco con cintas de colores, y habréis formado cabal idea de su traje. Muchos son procedentes de Canarias, y los naturales de Cuba les llaman isleñas, como si ellos hubieran nacido en algún continente.
 Después de permanecer en San Antonio hasta el día de Reyes, regresé a la Habana no sin pesadumbre, porque en el campo tiene el clima más de suave que de rigoroso, mientras que en la ciudad parece que el rocío de la mañana cae en gotas de plomo derretido, y que la brisa de la tarde sopla como la rojiza llamarada de un incendio. Por fortuna, luego que asomó Junio renové mi permanencia en el campo por espacio de cuatro deliciosos meses, y las dulces memorias que de allí conservo, me hacen sentir doblemente el aciago porvenir a que se ve abocada la isla de Cuba, porque es muy honda la llaga que roe su virginal seno, y si eficacísimos remedios consiguen prolongar la dolencia, es cuanto puede exigirse en justicia del poder humano.

  

   El museo mexicano o miscelánea de amenidades curiosas e instructivas, Volumen 2, 1843, pp. 224-29.

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