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sábado, 8 de octubre de 2011

Juan Goytisolo: El crimen fue en Port Bou


  
 

 A muy pocos kilómetros del cementerio de Collioure, en donde descansan los restos de Machado, pero en el lado español de la línea fronteriza, hay otro mucho menos célebre y visitado, que Hannah Arendt describe en estos términos: "Da a una caleta, directamente al Mediterráneo; desmontado en la roca, desciende en escalones en forma de terrazas, en cuyos muros de piedra se incrustan los nichos. Es, de seguro, uno de los lugares más extraordinarios y bellos que he visto en mi vida". El cementerio así pintado es el de Port Bou, que la notable escritora judía rastreó en 1941, buscando en vano la sepultura de Walter Benjamin. Pese a que los 70 dólares que éste llevaba consigo al morir sufragaron los honorarios del médico, gastos de entierro y adquisición de un nicho por un período de cinco años, su amiga no descubrió la menor seña de él en ninguna de las tumbas. Sólo lustros después, avanzada ya la posguerra y rescatado el autor de Infancia berlinesa del olvido en que fuera abruptamente sumido, apareció un misterioso sepulcro cercado con una valla de madera en la que figura garabateado su nombre: una pura fabricación, según Gershom Scholem, de los guardianes del lugar, que, interrogados a menudo por visitantes extranjeros admiradores de Benjamin, habrían recurrido a esta estrategema para agenciarse una propina. Típica realidad de España, en donde tan frecuentemente alternan la picaresca y el crimen.
 Nadie, que yo sepa, se ha esforzado entre nosotros, ni siquiera desde el acceso al poder de un partido de historial antifascista, en aportar nueva luz al esclarecimiento definitivo de los hechos ni en promover el gesto simbólico de la reparación debida a la víctima. En medio de la faramalla hispana de las exhumaciones y traslado de huesos -frustrada, es verdad, en sus apetencias necrófilas en el caso de don Antonio Machado el Bueno-, el doble escamoteo del cadáver y recuerdo de Benjamin resultan, cuando menos, chocantes. Ni la tradicional ignorancia de nuestros dirigentes culturales ni el desconocimiento por el público medio del quehacer y la vida del pensador alemán justifican este descuido y silencio. La responsabilidad española en un crimen no muy distinto, a fin de cuentas, del ocurrido en Granada, incumbe no sólo a quienes lo permitieron: nos alcanza a todos. La obra de Benjamin es patrimonio común de la cultura europea, y, en lo que a mí respecta, me siento más inmediato a ella que a la de la gran mayoría de los escritores peninsulares.
 Filósofo, ensayista, viajero, Benjamín fue ante todo un cartógrafo excepcional de la memoria, un sutil explorador del paisaje urbano, un adelantado perspicaz y curioso de la modernidad. Las evocaciones espléndidas de su niñez, fascinación por las gran des ciudades, vagabundeos parisienses tras Baudelaire, reflexiones penetrantes sobre la historia y el arte le configuran un territorio propio, tan feraz como vasto, en el que el lector de hoy merodea con el sigilo tenso, gozoso, de un cazador furtivo. Marxista sin fe ni ilusiones, proscrito de su país por su doble condición de rojo y judío, condenado a una existencia incierta y errática, había hallado un refugio temporal en la España republicana y escrito en ella páginas agudas, cordiales, sobre su estadía en Ibiza. Muchas veces, al releerle, me he preguntado si tuvo el presentimiento, en una de esas pausas silenciosas que descubren el germen "de un destino muy diferente de aquel que nos fuera otorgado", de la dirección única o callejón sin salida hacia los que inexorablemente le empujaban el fanatismo y barbarie de sus paisanos. Los abundantes testimonios de sus amigos al acaecer la catástrofe que le obsesionaba -guerra mundial, invasión nazi de Francia, huida y refugio precario en Marsella-, nos muestran a un hombre lúcido y pesimista que -habiendo descartado la oportunidad de asilarse en Estados Unidos cuando aún era tiempo, como su colega Adorno- parece sufrir de una merma de sus reflejos de defensa y afronta los acontecimientos con una especie de ansiedad fatalista.
 Gracias a las cartas y relatos minuciosos de Lisa Fittko, Grete Freund y la esposa de Arkadi Gurland, divulgados por Scholem y Tiedeman en sus obras sobre Benjamin, podemos reconstruir paso por paso el trayecto o, por mejor decir, calvario de¡ escritor desde su llegada a Port Vendres con un pequeño grupo de apátridas hasta esa noche cruel del 26 de septiembre de 1940, en la que, cogido en la trampa, se suicidó en el hotel de Port Bou adonde había sido llevado por la policía: espera inquieta del guía que debía mostrarles el camino de España; ayuda solidaria del alcalde de Banyuls; caminata hasta Cerbére con su maleta negra cargada de manuscritos; reconocimiento previo, la víspera de la partida, del sendero indicado; brusca resolución de pernoctar con sus papeles en plena montaña, en vez de volver con los demás al pueblo y emprender la marcha de madrugada; penosa ascensión de la banda por viñedos rojizos, impregnados de luminosidad; fatiga del escritor, al borde de la crisis cardiaca; su angustia por poner los manuscritos a salvo de la Gestapo; la euforia de los fugitivos al avistar Port Bou.
 Lo que les aguardaba allí ha sido descrito con precisión por dos testigos presenciales del drama: "En la frontera española de Port Bou fuimos directamente a la policía para cumplir con el trámite obligatorio del sello de entrada, pero, aunque teníamos nuestros documentos de viaje en regla y un visado español de tránsito, nos lo negaron de modo tajante. El jefe de policía pretendía haber recibido nuevas instrucciones de Madrid en las que se prohibía el acceso al territorio español a aquellos cuyos documentos mencionaban 'nacionalidad indeterminada' o 'sin nacionalidad'. Quería que volviéramos por donde habíamos venido (...) y, si no obedecíamos a la orden, dijo que nos haría conducir con escolta a un campo de concentración en Figueras para entregamos desde allí a las autoridades alemanas" (Grete Freund, carta del 9-10-1940). "Durante una hora, los tres y otras cuatro mujeres permanecimos desesperados, llorando y suplicando a los oficiales a quienes habíamos mostrado nuestra documentación en regla ( ... ) Nos permitieron pasar la noche en un hotel y nos presentaron a los tres policías que el día siguiente tenían la misión de custodiarnos hasta la frontera ( ... ) Para Benjamin, el regreso a Francia significaba el internamiento en un campo ( ... ) Por la mañana, hacia las siete, madame Lipmann me comunicó que deseaba hablar conmigo. Benjamin me dijo que la víspera, a las diez de la noche, había absorbido una gran dosis de morfina, pero que debía presentar la cosa como una enfermedad. Me confió una carta para mí y otra para Adorno. Luego perdió el conocimiento. Previne a un médico, pero eludió la responsabilidad de trasladarle al hospital de Figueras en vista de que agonizaba. El resto del día lo pasé con la policía, el alcalde y el juez, quienes examinaron los papeles de Benjamín y hallaron entre ellos una carta de recomendación para los dominicos españoles" (Mme. Gurland, escrito fechado el 11-10-1940). El suicidio del autor de París, capital del siglo XIX salvó la vida a sus acompañantes: incomodadas y molestas con un drama ocasionado por ellas, las autoridades franquistas les autorizaron a proseguir el viaje.
 La escueta brutalidad de lo sucedido en ese siniestro puesto fronterizo nos obliga a plantearnos una serie de interrogantes: ¿Quién era el comisario de policía que decidió la expulsión de Benjamin? ¿En qué términos se expresa el certificado de defunción del médico? ¿Cuál es el contenido del acta que levantó el juez de guardia? ¿Existen estos u otros documentos en los archivos de la provincia? ¿No hay manera de conocer pro memoria unos nombres y apellidos dignos de figurar a todas luces en la historia universal de la infamia?
 Los manuscritos por los que Benjamin estaba dispuesto a sacrificar la vida desaparecieron con el resto de sus enseres y nadie ha vuelto a saber de ellos: ¿fueron destruidos, entregados a la Gestapo, permanecieron en manos de la policía? El inestimable valor de los mismos ¿no exige acaso una investigación rigurosa a fin de establecer su destino? ¿Hay una remota posibilidad de que los arrumbaran y pudieran algún día ser descubiertos?
 Aguardando una respuesta a estas preguntas, formularé otras más claras y elementales: el hermoso cementerio marino de Port Bou, ¿ha de seguir exhibiendo una tumba ficticia para burla de lectores y ganancia de sepultureros? Las instituciones democráticas alemanas y españolas ¿no deben un desagravio moral a la doble víctima de Hitler y Franco? Una simple estela con la sobria exposición de los hechos en el osario común en donde probablemente yace, ¿no sería el mejor recordatorio de un hombre cuyo pensamiento rico y estimulante continúa marcando con su impronta, 44 años después del crimen, las obras mayores de nuestro tiempo?


El País, 5 de agosto de 1984. 


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