Guillermo Cabrera Infante
Recuerdo el día que encontré a mi madre llorando. No había habido motivo doméstico (ese día) y pregunté por qué como pregunta un niño de ocho años. Mi madre me explicó: “Cayó Santander”. Supuse que Santander era un amigo íntimo o un pariente cercano y su caída había sido de seguro mortal –y una caída mortal fue para mi madre y para mi padre. Santander se había rendido a Franco. Mi madre y mi padre habían sido fundadores del Partido Comunista en mi pueblo y habían sufrido prisión los dos bajo Batista un año antes. Apenas un año después estarían haciendo campaña electoral para Batista –siguiendo siempre los dictados del Partido. Ésas fueron tempranas lecciones políticas que nunca olvidé. Era, ya a esa edad, un veterano.
Treinta años más tarde y en el exilio había venido a vivir (no a morir) a Madrid. La encontré, desde la oscura Habana al mediodía, luminosa y atrayente, a pesar de que la zona de sombra era el patio de un convento, con monjas dormidas en una siesta que Dios haría eterna. Estaba ocupado en reescribir mi novela Tres tristes tigres, que antes había tenido el título ilusorio de Vistas del amanecer en el trópico, y descubrí que es más fácil reescribir la ficción (o esa otra ficción, la historia), que la vida propia.
Había vivido nueve meses en España y decidí instalarme. Debía solicitar ahora un visado de residente (el actual era de algo que nunca he sido, turista) y la respuesta a mi solicitud apareció en forma de una cita en el Ministerio (por poco escribo misterio) de la Gobernación que creí rutinaria: todo turista, aun renuente, es inocente.
Al llegar a la Puerta del Sol y entrar en la penumbra del edificio me cegó su sombra hasta que tropecé con la recepción. Dije el nombre del funcionario nombrado en mi convocatoria y la recepcionista me informó que subiera al tercer piso, a la puerta 304, y entrara. Subí en un elevador que crujía obsoleto y cuando llegué a la puerta indicada vi en el cristal nevado un letrero que decía: “Negociado de Asuntos Árabes”.
Supuse que era un error de la recepción y bajé a la entrada, a su sombra, a que me aclarara. La recepcionista, fina y firme, me dijo que ésa era la puerta. Como no era árabe ni siquiera musulmán, supuse que se trataba de una versión española de la fábula de Kafka ante las puertas de la ley, aunque, a pesar de la Fraga, no estaba en Praga. Hice lo que me mandaba la recepcionista, que era la ley. Subí de nuevo, abrí la puerta del Negociado de Asuntos Árabes, ya sin comillas, donde alguien dentro me indicó una puerta estrecha. La abrí también. Allí, en una oficina de un orden impuesto pero perfecto, había un funcionario con aspecto de hombre importante por su traje impecable y su pelo planchado a los años treinta. Estaba sentado ante un escritorio desnudo y directamente debajo de un enorme mapa de Cuba. Por un momento pensé que el mar Caribe era el golfo Pérsico, o mejor aún, el mar Rojo. La política, como se sabe, altera la percepción.
El funcionario (o policía: en los países totalitarios son indistinguibles) me hizo sentar ante su escritorio pero al otro extremo. Comenzó hablándome de su cargo, siempre oneroso (pensé, no sé por qué, en Oneroso Redondo) pero al que los tiempos hacían necesario. Después de su autorretrato pasó a hacer mi biografía literaria y política y me mostró lo que sabía de esa zona de penumbra donde la literatura y la política se tocan y luego se confunden. En mi caso la sombra era un magazine literario pero suplemento del diario Revolución, llamado Lunes. Me enumeró casi como un vendedor (un vencedor en mi caso) los números de Lunes dedicados a la República, a la guerra civil, a la literatura española del exilio. Lo que se llamó con patetismo político “la España que sufre”. Fundé y dirigí ese magazine, sabía, desde 1959 hasta que se suprimió con violencia nada literaria en 1961. El último número, doble anatema, estaba dedicado a Picasso. Además de los dibujos, pinturas y grabados sabidos y consabidos, se incluyó su panfleto “Miedo y mentira de Franco”. Después de demostrarme mi interrogador, que era un índice, que la policía de Franco no tendría una mano larga pero sí una memoria prodigiosa, Proust posmoderno, pasó a solicitar mi colaboración.
Querría, me dijo casi compungido, que le hablara de lo que pasaba en Cuba. Le expliqué que hacía nueve meses que había dejado La Habana y un diario de Madrid podría darle más y mejor información. Le indiqué, por ejemplo, el diario Pueblo, cuyos corresponsales viajaban a Cuba con frecuencia de azafatas. Fue en ese momento, en la palabra información o tal vez en azafatas, que noté que había sobre el escritorio desnudo un blog en blanco que destacaba sobre el negro de la mesa. Me pregunté por qué no lo había visto antes pero no tuve tiempo de responderme al notar como la mano bien hecha del policía (sus uñas tenían lunas blancas) descasaba sobre una pluma como al descuido. Era un Parker, pluma que nunca me ha acabo de gustar. Podría explicarles por qué pero no creo que sea pertinente. En todo caso, en la sesión de preguntas y respuestas puedo hablarles de plumas y policías, en ese orden.
De pronto el funcionario reveló su verdadera función y me preguntó directamente:
-¿Usted conoce a Blas Roca?
La pregunta era tan grotesca que resultaba risible. Pero no me reí. Blas Roca (verdadero nombre Francisco Calderio, que había adoptado y adaptado la Roca como hizo con el acero Stalin) era el antiguo secretario general del Partido Comunista cubano, ahora reducido por Fidel Castro a mera figura de cera, que es el fin de toda roca comunista. Lenin, que era más duro, terminó también ceroso.
-No lo conozco -le dije-. Es más, no lo he visto en mi vida.
El policía no me creyó, claro. Esa es la función de la policía: no creer. Es lo que diferencia a un policía de un cura o un psiquiatra: no creer las confesiones. Mi policía decidió mostrarse comprensivo ahora:
-Sabemos que su padre vive en Cuba -¿cómo sabían tantas cosas? Alguien, creo yo, había subestimado a la policía de Franco.
-Créame que todo lo que nos diga –y aquí apareció por fin el plural de majestad: el hombre que no era un policía, era la policía- lo mantendremos en la más estricta confidencia.
Por un momento pensé que quería decir que él no le diría a mi padre: idiotez mía. Pero pensé mejor: el policía me decía que la policía de Franco no le diría nada a la policía de Fidel Castro. Esos intercambios entre policía solían ocurrir. Por supuesto, no le creí. ¿Sherlock Holmes cree al inspector Lestrade?
Comenzó entonces un doble rodeo. Mi interlocutor trataba de seguirme, fiel como un perro policía y yo a mi vez le seguía cómodamente. Mi educación en rodeo me la dieron los oestes. John Wayne fue mi maestro. Cansando, don Lestrade hizo un gesto de desespero con las cejas y con su voz, cortante, me explicó:
-Como usted viaja tanto.
Lo que no era verdad: en nueve meses había hecho un viaje a París en el invierno y otro a Londres ahora en el verano, buscando trabajo: la Unesco, el cine, la agencia Reuters.
-Como viaja usted tanto –volvió a decir desplazando el pronombre: quedan mejor entre el verbo y el adverbio, definitivamente- vamos a dejar su visa de residente para un cubano que necesite la residencia más que usted. Tenga usted buenas tardes.
Fin de la entrevista. Fin de mi estancia en Madrid. Había vuelto a caer Santander. Así fue como perdí a España y gané a Inglaterra. Good bye, Madrid! Hello, London?
Estas dos lecciones de razón política práctica es lo que me ha traído aquí ahora. Tal vez no vean ustedes la conexión. La conexión, por supuesto, soy yo.
(Leído en el Congreso Internacional de Intelectuales y Artistas de Valencia, en 1987).
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