Poco tiempo transcurrió hasta el bautizo de Cipriano Justo Assam, que este fue el nombre que sacó de pila el asiático. Aún conservaba cortado el pelo de la parte posterior de la cabeza, operación que se le hizo para que recibiera más directamente el agua bautismal. Cipriano, por el santo que el martirologio romano conmemoraba el día de la ceremonia; Justo, por deferencia a su futura suegra; y Assam, su nombre verdadero, le quedó de apellido.
Cada día iban estrechándose más y más los lazos de afecto entre aquellos cuatro seres felices.
El Nené adoraba a Cipriano y había aprendido a llamarle en su graciosa jerga: Piano.
¡Piano! y un chasquido de lengua le servía al Nené, para significar al complaciente asiático que lo llevara a ver bañar caballos. ¡Piano! y soplar ruidosamente, significaba que lo llevase en el vapor, en el ferrocarril.
Y por más que Carmela, hundiendo las teclas de piano para que sonasen y señalando luego a Cipriano repetía cien veces al niño: Mira, Nené, piano, es esto, Cipriano esto: —el Nené seguía en su invariable tema.
Assam, o bien Cipriano, enloquecía al muchacho. A veces lo acostaba sobre la mesa del comedor y se pasaba horas enteras hundiendo su chata y amarillenta nariz en aquella gorda y fresca barriguilla, diciendo que se la quería comer, con lo cual hacía cosquillas al muchacho, y poniéndole sobremanera nervioso, le hacía reir desesperadamente.
Por las tardes continuaban los paseos. Caminaban como si ya estuviese constituida definitivamente la familia. Cipriano a cuestas con el niño, le compraba iglesillas de azúcar, perros y leones de pasta de almendras, habilidad de sus paisanos. Y Doña Justa y Carmela iban por delante de ellos.
Una tarde instó Assam a sus amigas que se llegaran hasta su casa para tener el gusto de enseñársela.
Cuando llegaron ambas mujeres ante la puerta de la casa del asiático, tuvieron una desagradable decepción. Sucia, oscura, ennegrecida por el humo de sartén en que hervía media docena de peces y por el de la lámpara de petróleo que se encendía de noche, ocupada por un miserable puesto de frutas en que apenas había un par de racimos de plátanos casi pasados, media docena de cañas torcidas de puro viejas y colocadas dentro de un barril desfondado, varias naranjas peladas y de tantos días que su blanca corteza estaba agrietada, reseca como pergamino, todo lo cual vendía un desgreñado y flaco compatriota de Assam vestido con aquella sempiterna blusa de color carmelita y anchos pantalones azules.
Era todo mezquino, pobre, repugnante.
Tras del mostrador, había clavado en la pared una especie de mapa en que aparecía pintado torpemente, con chinesco estilo, un gran muñeco, que, a manera de llagas, tenía repartidas por todo el cuerpo hasta treinta y seis figuras.
Assam detuvo al Nene ante aquel exótico mamarracho, y señalando varios puntos, hacía ver al niño:
—Mira, Nené, fúúú un vapor; !ay que miedo! ¡un muerto! un pavo real, un pescado chico, un toro, una luna, un cochino, una cachimba, un gato, una jicotea, como las que tienes allá, en tu casa, dentro del barril de agua de legía, un cangrejo, eomo los que cogemos en la playa y atamos con un cordel, curas, monjas...
—¡Vamos no juegue usted con esas cosas, D. Cipriano! exclamó Doña Justa.
—¡Oh! sí, así se llaman, Assam no juega, replicó el asiático. Y prosiguió señalando al Nené las figuras, borrachos, limosneros, guapos, mujeres, caballeros...
El niño se aburrió, y no menos Carmela y Doña Justa porque aquellas figuras necesitaban la interpretación oral de Assam para que se adivinase lo que eran, como el célebre gallo del pintor de Ubeda.
—Adelante, exclamó Assam a cuestas con el Nené. Y atravesaron la trastienda.
Siguieron un largo y estrecho pasadizo al cual caían las puertas de varios cuartos, abiertos unos, cerrados otros y ocupados todos por una abigarrada colonia asiática.
Una corta escalerilla de madera, agrietada por el sol y roida por los ratones y la humedad, conducía a la habitación de Assam, amplia, fresca, ventilada, llena de muebles valiosos y mil objetos de China de gran mérito.
Nadie podía sospechar que en el fondo de aquel miserable tugurio, que olía a opio y aceite hirviente por sus cuatro costados, hubiese aquella habitación adornada con un gusto y riquezas de príncipe.
Biombos, farolonas, cajas de sándalo, babuchas de gruesa suela y con las puntas muy encorvadas hacia arriba, todo exótico, raro, pero luciente, sin un polvillo, ordenado al gusto de su propietario, que gozaba con las sorpresas que llevaban Doña Justa y Carmela en su minucioso examen de todos aquellos objetos.
El Nené cargó con cuanto pudo, Assam reía de verlo tan apurado, arrojando al suelo tres objetos cada vez que quería coger alguno que se le había caído.
—¡Qué lo rompe, todo Don Cipriano, y es una lástima clamaba Doña Justa.
—Oh! se compra otro, afirmaba el generoso Don Cipriano Justo Assam, llenando las pequeñas manos del Nené con mil chucherías de su tierra.
—¿Y todo esto es de usted, Don Cipriano? preguntaba Dona Justa.
— Todo, todo: desde la puerta para acá Don Cipriano es el dueño. Cobra y paga todo, afirmó orgullosamente Assam.
—Ah! muy bien!, interrumpió Doña Justa, señalando la cama del asiático, la palmatoria y los sillones, donde lucían algunos adornos de cintas y tejidos que ella y Carmela le habían regalado: ¿ahí tiene usted esas boberías?
—No, boberías no: para Don Cipriano eso vale más que todo, respondió el amable y cortés asiático.
—Y dime, Cipriano, preguntó Carmela, ¿quién compra esas frutas tan malas que tienes allá en la puerta?
—¿Quién?, todo el mundo: así como tú ves, esa frutería gana más que todas las de la Habana juntas.
Doña Justa y Carmela salieron sumamente complacidas de casa de Assam.
Así pasaban los días; pero no sin variación, que el asiático se había vuelto más serio. Algunas burlas descaradas de los pilludos y mozalvetes lo habían amoscado un tanto. Ya no iba el pobre tan orondo y satisfecho, cuando salía acompañando a sus amigas.
Además, mostrábase muy celoso desde que Carmela había correspondido a su pasión: quejábase de que la joven no le tratase con más afecto, y se enfurecía cada vez que notaba que su mirada se fijaba en cualquier otro hombre.
A Tocineta, que había seguido burlándose de él, lo cogió un día por la pechera de la camisa, sacó del cinto una luciente navaja y le amenazó con que le cortaría el pescuezo como siguiera embromándole.
Tocineta enmudeció y cobró un terror pánico al asiático.
Sin embargo, nada oscurecía ya la dicha de que iban a colmar aquellos seres con el próximo matrimonio del cristianizado Don Cipriano Justo Assam y la bellísima Carmela, cuyos encantos crecían de día en día y se realzaban con los magníficos trajes, adornos y joyas que la pródiga mano del rumboso asiático le proporcionaba.
Carmela (cap. XX), La Habana, La Propaganda Literaria, 1887, pp. 182-186.
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