Eduardo Varela Zequeira y Arturo Mora Varona
El día 28 de Agosto del año de 1888, a las 7 de la mañana, se hallaba cubierto por fuerzas de O. P. el trayecto que media entre el Castillo del Príncipe y el Cuartel de la Fuerza, situado en la plaza de Armas. Un público numeroso se aglomeraba en las calles de la Reina, Prado, Parque Central y Obispo, con el objeto de satisfacer la curiosidad que despertaba aquel inusitado alarde de fuerza.
No tardó mucho tiempo sin que el público supiese la causa de hallarse vigiladas las referidas calles por la policía. Tres presos eran conducidos desde el Castillo del Príncipe hasta el Cuartel de la Fuerza, donde se hallaba constituido un tribunal militar que había de juzgarlos.
Los conducidos iban esposados y sujetos los brazos con fuertes cordeles. Y como si no fuesen bastantes estas precauciones, un piquete de soldados de caballería, sable en mano, seguía a los presuntos reos.
Uno de los conducidos era Victoriano Machín y Ulloa, (1) y los otros dos su hermano Luis, y Juan Suárez, acusados de secuestradores.
El Consejo de Guerra, ante el cual comparecían los procesados, entendía en la causa del secuestro de D. Ángel Menendez, ocurrido en 27 de Marzo de 1887, en la provincia de la Habana.
El tribunal sentenció a la pena de muerte a los hermanos Luis y Victoriano Machín, y a veinte años de cadena al nombrado Juan Suárez.
Terminado aquel acto los procesados fueron devueltos a los calabozos del Castillo del Príncipe, con igual lujo de precauciones.
La evasión
Los sentenciados ocupaban, en unión de un individuo llamado Antonio Delgado, para el cual se pedía la pena de 20 años de cadena, por actos de bandolerismo, el calabozo número 16 y medio de la mencionada fortaleza.
Una claraboya abierta en los muros del calabozo, a una altura de 11 varas y defendida por dos gruesos barrotes de hierro, daba paso a la luz del día, y era el único punto por donde se renovaba el aire de aquella húmeda y oscura prisión.
En la mañana del día tres de Noviembre del año de 1888, al efectuarse la requisa de los presos, se encontró el calabozo vacío.
Los cuatro sentenciados se habían fugado por el tragaluz!. Una cuerda de algodón torcido, trenzado, y encerada, de un dedo de grueso y unos diez metros de largo, pendía por la parte exterior del muro hasta el foso.
Los barrotes de hierro aparecieron limados y en uno de sus extremos se hallaban adheridos pedazos de piel…
Esta evasión prodigiosa causó en el público asombro extraordinario, y dio lugar a que se formase causa al Gobernador del Castillo.
Aún no se esplica cómo pudo realizarse esa fuga que no tiene precedente en la historia de las evasiones carcelarias.
Un crimen
No obstante la gran persecución que se hizo a los bandidos fugados, estos pudieron internarse en los montes de la provincia Vuelta-bajera, de cuya región eran prácticos conocedores.
Los hermanos Machín atribuían su detención por policía a las confidencias de D. Francisco Fajardo, vecino del término municipal de Guanajay. De aquí nació en ellos un vivo deseo de venganza.
El día 17 de Diciembre del año de 1888 llegó Fajardo a Guanajay, en el tren de la tarde, procedente de la Habana, y en las primeras horas de la noche, acompañado de dos amigos, se dirigió, por la carretera, al sitio de labor de D. Benigno Morales, a visitar a su novia que allí residía.
En ese mismo sitio, algunos meses antes, Fajardo preparó una emboscada al bandido Joaquín Alemán, compañero de los Machín, que dio por resultado la muerte de un sargento de la Guardia Civil y que fuesen heridos dos guardias.
Cerca del sitio en la ya citada noche del día 17, Fajardo oyó que con voz imperiosa le preguntaban: ¿quién va? –“Fajardo-”, respondió altivamente, el interrogado, creyendo que era la fuerza pública.
-Pues prepárate a morir, por qué te buscábamos para matarte por canalla.
Comprendió entonces Fajardo con quiénes tenía que batirse y emprendió la fuga, clavando, furiosamente, las espuelas en los ijares del caballo en que montaba.
Los bandidos -que no eran otros que los hermanos Machín, Luis y Victoriano, y Joaquín Alemán, se echaron los riñes a la cara, y a balazos fue perseguido Fajardo hasta la casa de vivienda del sitio de labor a donde se dirigía, sin que ninguno de los proyectiles le hiriese.
Ya en la mencionada casa. Fajardo se tiró apresuradamente, del caballo, refugiándose, lleno terror, en el interior de un barril.
Los bandidos llegaron y poseídos del vértigo de la venganza, registraron toda la casa, hasta dar con el desdichado Fajardo, y antes de que pudiera exclamar una sola frase, cayeron sobre su cuerpo tembloso los afilados machetes de sus crueles victimarios, que veinte y seis veces descargaron sus brazos, causando otras tantas y profundas heridas al que ellos juzgaban traidor.
Consumado el crimen, los tres bandidos, embriagados por la matanza y la sangre, montaron en sus corceles, y protegidos por las sombras de la noche, desaparecieron en lo intrincado del monte…
Al cadáver de Fajardo se le dio sepultura al día siguiente por la tarde, en el cementerio de Guanajay.
Esta fue la primera noticia que se tuvo de los hermanos Machín, después de su casi fantástica evasión del Castillo del Príncipe, nuevo y terrible reto a la Ley y a la Sociedad.
Captura
El día 27 de Mayo de 1889 se recibió en la Habana, por telégrafo, desde Cienfuegos, noticias de haber sido capturados en los muelles de dicha ciudad, los bandidos Victoriano Machín y su suegro Eusebio Moreno, y detenida la concubina del primero, en unión de sus tres pequeños hijos. La noticia causó en esta capital extraordinaria sorpresa.
La policía de la Habana, auxiliada por la de Cienfuegos, realizó el plan de la captura que venía desarrollándose desde quince días antes, con la mayor reserva.
En los muelles de Cienfuegos, desde las 9 de la noche, esperaba a su familia Victoriano Machín en unión de otro que se creyó fuese su hermano Luis.
A las dos de la madrugada, al aparecer el vapor esperado, dos policías, de los cuatro que se hallaban vigilantes, se abalanzaron sobre Victoriano Machín y su compañero que forcejearon para desasirse de los brazos que los aprisionaban, pero todos sus desesperados esfuerzos fueron inútiles. Los policías ataron fuertemente á los detenidos, quitándoles los revólvers y cuchillos que portaban.
La familia de Victoriano Machín fue detenida abordo del vapor, siendo conducidos todos al cuartel de la Guardia Civil.
En el equipaje ocupado a la familia de los bandidos se encontró una carta de Victoriano dirigida a sus compañeros de Vuelta Abajo, en la que los invitaba a emprender una campaña en la jurisdicción de Cienfuegos, dónde, según él, había mucho oro de que apoderarse.
Todos los detenidos fueron trasladados a la Habana, en tren expreso, custodiados por numerosas fuerzas del ejército.
En el mismo express regresaba con su Estado Mayor, el entonces Gobernador General D. Manuel Salamanca.
Un público inmenso cercaba la estación del ferrocarril, ansioso de conocer a los audaces bandidos capturados, á los que la imaginación popular atribuía hechos fabulosos.
En una lancha, remolcada por un bote de vapor, fueron trasladados a la Cabaña Victoriano Machín y Eusebio Moreno. La mujer y los hijos del primero ingresaron en la casa de Las Recogidas.
Machín en Capilla
A las cinco y media de la mañana del día 31 de Mayo de 1889, o sea cuatro días después de la captura, se preparaba en la cárcel de esta ciudad la Capilla en la que había de entrar el reo Victoriano Machín.
Pocos minutos antes de las siete, apareció el reo custodiado por veinte hombres al mando de un alférez. Su expresión era tranquila. Fumaba, con deleite, un tabaco. Provisionalmente se le colocó en una de las bartolinas de la Cárcel, donde dos veces pidió que se le sirviese café.
Al complacérsele, desconfiando de la solicitud con que se le atendía, hizo que el sirviente probase antes el líquido que iba a tomar.
La sentencia
Al leérsele la terrible sentencia, por el Fiscal de la causa, el teniente coronel D. Dámaso Berenguer, el reo exclamó:
—¿Es decir que me matan?
—Es la Ley— respondió, severamente, el Fiscal.
La circunstancia de no haberse levantado en esta capital el patíbulo, desde muy remota fecha, unida a que el reo fue quien con más calor defendió al joven secuestrado Don Agustín Alzola, en el campo del bandolerismo, contra los salvajes propósitos del resto de la partida, que veía demorarse el momento de percibir el dinero del rescate, despertó en este pueblo un sentimiento unánime de compasión hada la víctima, que dejaba en la orfandad, con un nombre manchado por el crimen, a tres inocentes criaturas.
El reo a medida que pasaban las horas angustiosas de la Capilla, sentía desfallecer su espíritu, perdiendo la serenidad de que hizo alarde en los primeros momentos.
El matrimonio
Las Autoridades indicaron a Victoriano Machín el consuelo que llevaría a su atribulado ánimo, y la conveniencia social para sus infelices hijos, la celebración de su matrimonio con Simeona su concubina.
El reo accedió melancólicamente a la religiosa proposición, realizándose el acto ante el altar erigido en el fondo de la Capilla. El reo permaneció con las manos esposadas.
— ¿Aceptas por esposa a Simeona, díjole el Sacerdote…
—Sí— respondió doloridamente el reo.
Y volviéndose a Simeona, el Sacerdote, la interrogó:
— ¿Reconoces por esposo a Victoriano Machín?
La respuesta, más que una afirmación fue un gemido.
Asistieron a la conmovedora ceremonia, como uno de los padrinos, el Juez de 1ra Instancia del Oeste, D. Guillermo Bernal, varios sacerdotes, oficiales del Ejército, empleados de la Cárcel y representantes de la prensa.
He aquí las consideraciones que mereció a nuestro compañero el brillante escritor Sr. Valdivia, el matrimonio de Victoriano y Simeona.
Las autoridades reservaban un suplicio mayor qué el del patíbulo, al desgraciado Machín. Se le habló de presentarle a su amada.
Hoscamente respondió y su frase fue una negativa. El, asomado a la eternidad, ya con reflejos de inmarcesible claridad en sus verdes ojos, veía más claro que los sumidos en la noche del error.
¿A qué legar un nombre que es la afrenta, ya que el azar, superior a los hombres, había decidido lo contrario?
Sin embargo, la insistencia triunfó; aquel cuerpo fatigado, aquella alma anestesiada aceptó, y la desgarradora escena apagó para siempre la última luz de esperanza que quedaba al desgraciado.
Pero, ¡ah! sépanlo; cuando el tiempo arroje sobre el desengarzado esqueleto el velo benéfico del olvido; cuando toda esta «aria» de hoy haya pasado como un mal sueño, quedará siempre como una amenaza para la sociedad, y como un baldón para los hijos legitimados, el apellido funesto que el reo quería extirpar en un instante de sagrado arrepentimiento. La raza de Deucalión, nacida del granito, ha permanecido fiel a su origen primero; se ha opuesto a ese último deseo del triste sentenciado.
"Yo he caído de lo alto como todos los hombres de mi generación. Pero, en mi abismo, recuerdo aquella altura y una tristeza mortal invade mi alma contemplando tres cabecitas marcadas ayer con el hierro enrojecido de la vergüenza y del estigma que nada purifica”.
A las diez y cuarto de la noche y después de una lúgubre cena, se separaron para siempre los antiguos amantes y nuevos esposos.
Aquel fue un momento de ^indescriptible angustia. Las lágrimas, los lamentos y los sollozos se sucedían en medio de palabras entrecortadas y gritos indefinibles.
—¡Adiós, Simeona! ¡Adiós, alma mía! ¡Adiós, mis hijos, pedazos de mi alma! Ya no volveremos a vernos! Mañana me matan.
Estas fueron las últimas palabras y ternuras que oyó de labios de su esposo, la que la Ley hacía desventurada para siempre.
La ejecución
Por la mañana del día de la ejecución, cuando se presentó en la capilla el Sr. D. Guillermo Bernal, padrino que fue de las mortales bodas, el reo exclamó:
—Conque, padrino, ¿me la arrancan al fin?
El Sr. Bernal le dirigió fraternales frases de consuelo.
A las siete de la mañana una muchedumbre inmensa llenaba los alrededores de la Cárcel y en medio del cuadro formado por fuerzas del Ejército y Voluntarios, al costado Norte de la Cárcel, se levantaba el negro tablado con la máquina patibularia.
Desde las ocho los toques de corneta resonaron estridentes por intervalos continuados. Machín se detenía a cada toque y emprendía, en la capilla, nuevamente su paseo. La hora se acercaba. Un movimiento se produjo en la Galería; el piquete de soldados que daba guardia se puso en pió con un ruido de armas que arrastraban sobre el enlosado suelo, y los Hermanos de la Paz y Caridad aparecieron con el fúnebre estandarte y el alto crucifijo, deteniéndose en la puerta de la Capilla.
Al colocarle la hopa a Victoriano Machín, mostró gran resistencia, apartando con las manos, extendidas y aprisionadas, el siniestro girón de tela que como mortaja legal querían echarle sobre sus hombros.
—¡No me quito de aquí— exclamaba el reo apoyado con la espalda en la pared.
—¿Por qué me matan, si no he matado a nadie? ¡Ay mis hijitos que se quedan sin padre! ¡Favorézcanme!
— ¡Señor de Salamanca, por qué me matan?
Sus lágrimas corrían como de una fuente rota, de los ojos congestionados y locos. Y la hopa rechazada no caía sobre sus hombros, a pesar de todos los esfuerzos y a pesar de sujetarlo tres hombres.
En esa lucha se hallaba el reo, cuando entró el verdugo: negro joven, de 22 años, coquetamente acicalado, preso el fornido busto con una chaquetilla azul fileteada de rojo. Llevaba una cuerda arrollada en su diestra. Machín cayó desplomado sobre una silla; el verdugo se arrodilló a sus pies, desenvolvió la cuerda y empezó a ligar los tobillos del reo.
— Échese para allá, ¡miserable!, no me amarre, sollozaba el desgraciado. Y volviendo los ojos a nosotros, exclamó:
— ¡Mis hijos! ¡Mis hijos! …
El instante supremo había lleudo. Era ya necesario arrancar a viva fuerza del rincón de la Capilla, a donde se había desesperadamente refugiado, al irrevocable condenado…!
Un prolongado y lúgubre toque de corneta anunció la salida de la siniestra comitiva. La entrada en el cuadro fue seguida de una lucha feroz entre el reo y los ejecutantes de Machín. Arrastrado subió a la fatídica plataforma.
El verdugo subió tras él y desfundó la máquina espantosa.
Ya en aquel sitio se alzó entre los que lo contenían, desplegando una fuerza nerviosa extraordinaria.
Uno de los jesuitas que prestaban los servicios de la religión, fue acometido por el reo, yendo a caer sobre las barandillas del tablado y el ayudante del verdugo sintió rasgada la mano por una mordedura del que ya más que hombre era una fiera.
Cinco minutos duró aquella lucha de uno contra doce; las cornetas y los tambores apagaron la voz del reo que se debatía, congestionado, horrible!.
El verdugo pasó sus dedos sobre el banquillo giratorio que osciló alzándose, y Machín como una fiera abatida por veinte manos cayó pesadamente, sobre el asiento.
Nueva lucha para ceñirle el dogal. El desgraciado gritaba, pero las cornetas seguían apagando su voz.
Al fin venció el número, triunfó la fuerza, cayó un antifaz sobre aquel rostro horriblemente rojo, y el verdugo dio la vuelta a la barra.
Un estremecimiento de todo el cuerpo; una oscilación a derecha e izquierda de las piernas, señaló el fin del que la tierra llamó a su seno.
“Entre la ola de gente —miles ¡ay! de personas, casi todas de clases cultas— nos retiramos amargamente impresionados.
Al extremo de la calle volvíamos la cabeza, habla el Sr. Valdivia. El espectáculo era repugnante. La gente se apiñaba alrededor del patíbulo mirando… ¿qué? Y sobre la fuerte luz del día, una masa envuelta toda de blanco, se alzaba lúgubre como el bloque de mármol de una estatua, torpemente esbozada a cincelazos. El rumor de la muchedumbre se confundía con el del mar, azotando la indigna tierra, con latigazos de espuma.
Los bandidos de Cuba (Primera Serie), La Habana, 1891, Establecimiento Tipográfico de La Lucha.
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