Francisco Calcagno
Muchos han negado que existiera el más leve indicio de conspiración y han temido que la vindicta divina viniera a pedir cuenta de ese crimen social: entre estos, La Luz, a quien tocó de cerca, siempre sostuvo que en la conspiración de la Escalera no hubo negros criminales sino negros poseedores, o amos que tendrían que rescatarlos. Dos delaciones, siempre arrancadas por el tormento, bastaban para caer en las garras de la despiadada Comisión, y numerosos fueron los casos de personas libres que al saberse solicitadas, se suicidaron antes que entregarse: sabían que la inocencia no los garantizaba y que una vez en manos del horrible tribunal, serian llevados a la escalera donde el látigo funcionaria hasta arrancarles algunos nombres. En Güines se dio el tristísimo caso de un hijo, forzado por el dolor, delatando a su padre, sastre honrado y director de orquesta, que murió bajo el tormento sin hablar palabra: todavía se recuerda allí con dolor al Maestro Pepe. En Matanzas, una mujer que aparte de ser mulata cubana era señorita, delató, inducida por el terror, á sus dos hermanos; fue después concubina de uno de los fiscales y murió demente en San Dionisio, mucho antes de la traslación del hospicio a Mazorra; algún día con más datos escribirá alguno la triste historia de Hortensia López la Matancera. Cuenta un autor peninsular que cuando la prisión de Plácido ya se habían dictado 3000 sentencias sin pruebas: necesitaríamos un volumen para narrar los tenebrosos episodios que no han sido escritos. Jamás en Inglaterra contra católicos, ni en Francia contra hugonotes, ni en España contra moros o judíos se desplegó una saña tan fríamente cruel como la que exterminó a esa raza indefensa. «Más de mil negros, dice la Revista de Boston (North American Review, tomo 68, 1849) murieron bajo el látigo.» El comisionado británico Kennedy testigo presencial, dice que pasaron de tres mil, a más de centenares muertos por las balas o de hambre en los bosques en que se escondieron. La confiscación de bienes era consecuencia inmediata de la prisión, y las hijas en la miseria, se vieron como Hortensia la Matancera, forzadas a la prostitución.» Otro autor peninsular cuya moderación es notoria dice: «De que no hubo la legalidad e imparcialidad que exige un pueblo culto son pruebas manifiestas los castigos que tuvo que dictar la primera autoridad contra muchos fiscales por su venalidad y sus excesos; el suicidio de dos de ellos y la fuga de otro al ver descubiertas sus infamias.» El lector sabe además, pues es voz común en Cuba, que el fiscal de Plácido, murió arrepentido gritando en su postrera agonía. «Plácido, perdóname.» El mismo Salazar, delator gratuito de La Luz, de Delmonte y también de Martínez Serrano y de José Noy que murieron en bartolina, fue condenado a presidio y conducido al de Ceuta, de donde le sacó el mismo La Luz, como se verá en la biografía de éste señor. Las personas que Plácido citó ante el tribunal divino se dice que fueron Francisco H. M. y Ramon González. Se le comparaba con el mulato Ogé, primera víctima de las turbulencias en Haití, de los de color contra blancos «pero la criminalidad de aquel agrega alguno fue manifiesta, y la de Plácido aparece solamente en una sentencia de fundamentos no explicados.» Nosotros añadiremos que Ogé fue un hombre erudito y murió en el tormento de la rueda sin denunciar a nadie. Su muerte, culpa de la época más que de los hombres responde a la de Plácido, como el suplicio de la princesa Anacaona por Ovando responde al de Atuey por Velázquez.
Poetas de color, La Habana, Imprenta Militar de la V. de Soler y Compañía, 1878, p. 39 (nota).
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