José Manuel Poveda
Todas las noches, a la misma
hora, era el mismo grito. Hace ya varios años de que no lo escucho, y lo siento
vibrar todavía en mis oídos, y hoy como siempre me estremece el alma.
Precisamente las noches en que el silencio es más profundo, aquellas en que nos
parece que ninguna palabra humana va a ser oída por los hombres, son las que me
recuerdan con mayor intensidad la voz sin palabras.
Era en mis días de desastre, los
que pasé oculto entre los palmares y los vegueríos del Anama, asustado de mi
suerte y seguro de que no podría sobrevivir a mis desgracias. Estaba
avergonzado de mi vida, comprendía lo vulgar de mis caídas, y trataba de estar
solo para recobrar algún dominio de mi alma, el control de mi pensamiento,
fuerzas inesperadas que me sirvieran a mí mismo para dominarme el corazón
rebelde. Escribía durante la noche estrofas enfermizas; trazaba largas páginas
de prosas creadoras, más fuertes que mis brazos y más altas que mi frente.
Entonces trataba de curar con remedios de inteligencia los males instintivos, y
me hacía un poco mejor para salvarme de un descenso irreparable.
Siempre estaba solo, y nunca
escuchaba a nadie. Me creía conocedor de todos los secretos de los hombres, y
mi interés no estaba en descubrir verdades ya sabidas, sino en expresar los
pensamientos y los sentimientos de todos aquellos incapaces de expresarlos con
sus labios ni con sus manos.
Estaba completamente solo. No
tenía más compañeros que los aceros y los maderámenes de la vivienda rústica,
construida contra los vientos del mar del sur; no miraba nada ajeno que no
fuera los paisajes estrechos, iguales e invariables, de las vegas cercanas y de
las palmas tísicas, tranquilas y calladas como las aguas del Ariguanabo.
Pero una voz de mujer, una voz
lejana y vibrante, llegó hasta mi soledad como un pájaro perdido que lanzara
por mi ventana la tormenta. Era la voz de una mujer que cantaba, todas las
noches y a la misma hora; una mujer desconocida, que sólo por su canción podía
interesarme, y a la cual no había visto nunca; que no fue ni ha sido nunca para
mí otra sino “la mujer que cantaba”.
Sus canciones no eran como las
guajiras que en la playa de Cajío, cerca de los manglares interminables, o
junto a las cañas y los guanos de San Antonio y dentro de las mismas vallas de
gallos, en noches de orgía campesina, yo había gozado con Rufina. No eran
tampoco canciones de moda, traídas del extranjero y repetidas por tenores de
teatro chico. No eran tampoco cantares rústicos de cantadores orientales, ni de
sones, ni de tristes, ni de boleros. Las canciones de la mujer que cantaba eran
solamente un grito.
Eran un grito, una serie de
gritos, un grupo de gritos, modulados, medidos, alargados, sostenidos,
combinados. Eran gritos rítmicos, melódicos, armónicos; pero eran solamente
gritos. Esas canciones sin palabras eran mudas. No se quejaban, no protestaban;
no hablaban de amor, ni de olvido, ni de engaño, ni de desesperación, ni de
crimen, ni de odio. No expresaban ningún motivo poético, ni sentimental, en
ninguna forma lírica. Eran solamente un grito. Me parece que lo escucho
todavía.
Aquella canción única llegó a ser
para mí, una noche tras otra, tanto como una compañera. Voz de mujer, aquella
voz traía a mi soledad una mujer. Voz de ansiedad, traía sílabas ansiosas a mis
labios. Yo podía hablar por ella y expresarla. Ella levantaba pensamientos míos
anulados, deseos casi extinguidos. Revivía en mí pasiones muertas. Yo me
sentía, mientras aquella mujer cantaba, acompañado dentro de mí mismo por un
alma nueva dentro de mi alma, como si mi propio espíritu quisiera decir
palabras suyas que jamás hasta entonces pudo descubrir. Y así necesitaba de
aquella voz nocturna como se necesita a una compañera, la que acaricia,
comprende, consuela, y que nos expresa con su boca nuestras ansias. Y yo me
preguntaba cómo era posible que encontrara elocuencia, verdad y un alma viva,
en una voz tan igual siempre y tan sin palabras, que no era en realidad otra
cosa que un grito. Yo me lo preguntaba, pero nunca quise contestarme.
Una noche (¡qué noche, qué
recuerdo imborrable en mi vida!) esperé la cantata nocturna con una ansiedad
extraña. Estaba intranquilo, como el que teme que la Esperada no va a llegar,
que la promesa jurada no va a ser cumplida. Y cuando resonó el canto de siempre,
yo sonreí con la felicidad del amante que, tras una larga espera, ve llegar a
su querida.
Mas aquella noche (¡qué noche;
qué recuerdo imborrable en mi vida!) la canción fue más breve que nunca. La voz
era exacerbada, violenta y sin ritmos. Parecía una voz loca, un canto de
desastre, un grito de auxilio o de alarma; un aviso de catástrofe. La encontré
rara como nunca, incomprensible. No era la misma voz, la que tanto me hizo
soñar, recordar, presentir. Aquel era otro grito distinto, un grito de muerte,
de sobresalto, de blasfemia, de despedida para siempre. Un grito de madre a la
que se le muere un hijo; un grito de hembra a la que le matan a su hombre; un
grito desesperado de quien se siente herido el corazón. Yo estaba agitado,
inquieto, mientras la voz cantaba. Después hubiera querido buscarla,
responderle, interrogarla, y gritar yo también a su lado.
Pero de pronto se escucharon
otros gritos, otras voces extrañas. Ya no era sólo su voz: era otra voz de
multitud que se congrega. Después fue su voz muda: ya había cesado el canto y
se escuchaba un clamor de muchedumbre en pánico. Yo vi por la ventana reflejos
de incendio: la claridad de una llamarada. Salí entonces a la calle,
exasperado. Y vi que: un rancho pequeño, a varios metros de distancia, estaba
ardiendo, y que muchos hombres corrían hacia él. Después no vi sino un montón
de yaguas quemadas y un cuerpo de mujer, en el suelo; un cuerpo quemado, con
las ropas quemadas, con el cabello quemado. Vi la cara ennegrecida por el fuego
y la boca abierta, como si cantara. Era el cuerpo de la mujer que cantaba. Yo
quise verla más cerca, más cerca, para levantarla, besarla, salvarla. Quise
verla más cerca, pero ya no pude ver nada.
Orto, Manzanillo, X, n. 28, p. 4, 30 de septiembre de 1921.
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