La célebre tesis del psiquíatra
Clerambault parece que está bien fundada: el delirio, con su carácter global
sistemático, es secundario con respecto a fenómenos de automatismo parcelarios
y locales. En efecto, el delirio califica al registro que recoge el proceso de
producción de las máquinas deseantes; y aunque tenga síntesis y afecciones
propias, como podemos verlo en la paranoia e incluso en las formas paranoides
de la esquizofrenia, no constituye una esfera autónoma y es secundario con
respecto al funcionamiento y a los fallos de las máquinas deseantes. No
obstante, Clerambault utilizaba el término "automatismo (mental)" tan sólo para
designar fenómenos atemáticos de eco, de sonorización, de explosión, de
sinsentido, en los que veía el efecto mecánico de infecciones o intoxicaciones.
A su vez, explicaba una buena parte del delirio como un efecto del automatismo;
en cuanto a la otra parte, «personal», era de naturaleza reactiva y remitía al “carácter”,
cuyas manifestaciones, por otra parte, podían preceder al automatismo (por
ejemplo, el carácter paranoico). De este modo, Clerambault no veía en el
automatismo más que un mecanismo neurológico en el sentido más general de la
palabra, y no un proceso de producción económica que ponía en acción máquinas
deseantes; y en cuanto a la historia, se contentaba con invocar el carácter
innato o adquirido. Clerambault es el Feuerbach de la psiquiatría, en el mismo
sentido en que Marx dice: “En la medida en que Feuerbach es materialista, la
historia no se encuentra en él, y en la medida que considera la historia, no es
materialista.” Una psiquiatría verdaderamente materialista se define, por el
contrario, por una doble operación: introducir el deseo en el mecanismo,
introducir la producción en el deseo.
No existe una diferencia profunda entre el
falso materialismo y las formas típicas del idealismo. La teoría de la
esquizofrenia está señalada por tres conceptos que constituyen su fórmula
trinitaria: la disociación (Kraepelin), el autismo (Bleuler), el espacio-tiempo
o el ser en el mundo (Binswanger). El primero es un concepto explicativo que
pretende indicar el trastorno específico o el déficit primario. El segundo es
un concepto comprensivo que indica la especificidad del efecto: al propio
delirio o la ruptura, “el desapego a la realidad acompañado por una
predominancia relativa o absoluta de la vida interior”. El tercero es un
concepto expresivo que descubre o redescubre al hombre delirante en su mundo
específico. Los tres conceptos tienen en común el relacionar el problema de la
esquizofrenia con el yo, a través de “la imagen del cuerpo” (último avatar del
alma, en el que se confunden las exigencias del espiritualismo y del
positivismo). Pero, el yo es como el papá-mamá, ya hace tiempo que el esquizo
no cree en él. Está más allá, está detrás, debajo, en otro lugar, pero no en
esos problemas. Sin embargo, allí donde esté, existen problemas, sufrimientos
insuperables, pobrezas insoportables, mas ¿por qué queremos llevarlo al lugar
de donde ha salido, y queremos colocarlo en esos problemas que ya no son los
suyos? ¿por qué queremos burlarnos de su verdad a la que creemos haber rendido
suficiente homenaje al concederle un saludo ideal? Tal vez se diga que el
esquizo no puede decir yo, y que es preciso devolverle esta función sagrada de
enunciación. Ante lo cual dice resumiendo: se me vuelve a enmarranar. “Ya no
diré yo, nunca más lo diré, es demasiado estúpido. Pondré en su lugar, cada vez
que lo oiga, a la tercera persona, si pienso en ello. Quizás esto les di
vierta, sin embargo, no cambiará nada.” Y si vuelve a decir yo, esto tampoco
cambiará nada. Completamente ajeno a estos problemas, por completo más allá.
Incluso Freud no escapa a este limitado punto de vista del yo. Y lo que se lo
impedía era su propia fórmula trinitaria -la edípica, la neurótica:
papá-mamá-yo. Será preciso que nos preguntemos si el imperialismo analítico del
complejo de Edipo no condujo a Freud a recobrar, y a garantizar con su
autoridad, el fastidioso concepto de autismo aplicado a la esquizofrenia. Pues,
en una palabra, a Freud no le gustan los esquizofrénicos, no le gusta su
resistencia a la edipización, más bien tiene tendencia a tratarlos como tontos:
toman las palabras por cosas, dice, son apáticos, narcisistas, están separados
de lo real, son incapaces de transferencia, se parecen a filósofos, “indeseable
semejanza”. A menudo se ha preguntado sobre la manera de concebir
analíticamente la relación entre las pulsiones y los síntomas, entre el símbolo
y lo simbolizado. ¿Es una relación causal, o de comprensión, o de
expresión? La cuestión se plantea demasiado teóricamente. Pues, de
hecho, desde que nos introducimos en Edipo, desde que se nos mide con Edipo, ya
se ha desarrollado el juego y se ha suprimido la única relación auténtica: la
de producción. El gran descubrimiento del psicoanálisis fue el de la producción
deseante, de las producciones del inconsciente. Sin embargo, con Edipo, este
descubrimiento fue encubierto rápidamente por un nuevo idealismo: el
inconsciente como fábrica fue sustituido por un teatro antiguo; las unidades de
producción del inconsciente fueron sustituidas por la representación; el
inconsciente productivo fue sustituido por un inconsciente que tan sólo podía
expresarse (el mito, la tragedia, el sueño...).
Cada vez que se remite el problema del esquizofrénico al yo, sólo podemos
“probar” una esencia o especificidad supuestas del esquizo, sea con amor y
piedad, sea para escupirla con desagrado. Una vez como yo disocia do, otra como
yo escindido, otra, la más coqueta, como yo que no había cesado de ser, que
estaba allí específicamente, pero en su mundo, y que se deja recobrar por un
psiquiatra maligno, un super-observador comprensivo, en suma, un fenomenólogo.
También ahí recordamos la advertencia de Marx: no adivinamos por el gusto del
trigo quien lo ha cultivado, no adivinamos en el producto el régimen y las
relaciones de producción. El producto aparece específico, inenarrablemente
específico, cuando se le relaciona con formas ideales de causa, comprensión
o expresión; pero no aparece específico si se le relaciona con el proceso
de producción real del que depende. El esquizofrénico aparece tanto más
específico y personificado desde que se detiene el proceso, o desde que se le
convierte en un fin, o desde que se le hace jugar en el vacío hasta el
infinito, de manera que provoque esta “horrible extremidad en la que el alma y
el cuerpo acaban por perecer” (el Autista). El famoso estado terminal de
Kraepelin... Por el contrario, desde que se asigna el proceso material de
producción, la especificidad del producto tiende a desvanecerse, al mismo
tiempo que aparece la posibilidad de otra “realización”. Antes que la afección
del esquizofrénico artificializado, personificado en el autismo, la
esquizofrenia es el proceso de la producción del deseo y de las máquinas
deseantes. Por tanto, la cuestión importante es: ¿cómo pasamos de uno a otro?
¿es inevitable este paso? Sobre este punto, al igual que sobre otros, Jaspers
proporcionó las indicaciones más valiosas, ya que su idealismo era
singularmente atípico. Oponiendo el concepto de proceso a los de reacción o
desarrollo de la personalidad, piensa el proceso como ruptura, intrusión,
alejado de una relación ficticia con el yo para sustituirla por una relación
con lo “demoníaco” en la naturaleza. Tan sólo le faltaba concebir el proceso
como realidad material económica, como proceso de producción en la identidad
Naturaleza = Industria, Naturaleza = Historia.
Gilles Deleuze y Félix Guattari, El Anti-Edipo. Capitalismo y esquizofrenia, Paidós, ed. 1985, pp. 29-32.
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