Haroldo de Campos
Fue en 1963, en la Semana Nacional de Poesía
de Vanguardia, en Belo Horizonte, que Paulo Leminski apareció, dieciocho o
diecinueve años, un Rimbaud curitibano con físico de judoca, midiendo versos
homéricos como si fuese un discípulo zen de Bashô, el Señor Banano, recién
salido del templo neopitagórico del simbolista filelénico Darío Veloso.
Noigandres, como faro poundiano, lo
recibió en la plataforma de lanzamiento de Invenção,
lampiro-más-que-vampiro de Curitiba, chispeante de poesía y vida. Ahí
comenzó todo. “Caipira cabotino” (como dice afectuosamente Julinho
Bressane) o plurilingue parroquiano cósmico, como preferiría yo sintetizar en
ideográfica fórmula de contrastes, ese caboclo polaco-paranaense supo, muy
precozmente, deglutir el pau-brasil oswaldiano y educarse en la piedra
filosofal de la poesía concreta (hasta hoy en el camino de la literatura
brasileña), piedra de fundación y de toque, imán de poetas-poetas.
Desde las primeras invenciones a Catatau,
desde la poesía contraventora y lírica (pero siempre construida, conocida,
de fabbro, de hacedor) hasta el verso verde-verdura de la canción
trovadoresca-popular, Leminski viene lloviendo en el endomingado picnic sobre
la hierba en que se convirtió la poesía neoacadémica brasileña, dividida hoy
entre institucionalizadas marginalidades plácidas y exploradores orfeónicos, de
medallitas y brazaletes. Y es bueno que llueva, con piedras y zarzas y barro.
¡Evoé Leminski!
Sao Paulo, junio de 1983
Texto publicado en la primera edición de Caprichos e relaxos (1983), tomado de Paulo Leminski. Toda poesia (Companhia Das Letras, 2013, pp. 394-95.
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