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sábado, 29 de junio de 2024

Huidobro y Carpentier: entradas para una relación

 

  Pedro Marqués de Armas 

 Si las relaciones de Huidobro con Cuba resultan tangenciales, con algún que otro episodio enigmático, y su influencia sobre la poesía insular es débil o poco visible, no puede decirse lo mismo de sus vínculos con Alejo Carpentier. Sustanciales y duraderos, intensos en una y otra dirección, y cambiantes a lo largo del tiempo, hagamos un seguimiento de esos ligámenes.

 Aunque es muy probable que Carpentier lo haya leído antes de radicarse en París, y presente como siempre estuvo, fuera testigo de su paso por la isla en el verano de 1926, sus relaciones se fraguan exclusivamente en París. 

 Algunas referencias indican que se conocieron cuando el cubano comenzó a trabajar como jefe de redacción de La Gaceta Musical, que dirigía el mexicano Manuel Ponce, lo que ocurrió el mismo año de su llegada, es decir, en 1928. A través de esta revista, Carpentier conoce no sólo a Huidobro sino también a Edgar Varèse y a Heitor Villa-Lobos, como recuerda con lujo de detalles en su crónica “Una fuerza musical de América: Héctor Villa-Lobos” (Social, agosto de 1929).

 La fascinación hacia los tres se hará patente siguiendo toda una ruta de intercambios. Intimarán en el estudio del músico brasileño “donde, cada domingo, se improvisan los más sorprendes cocktails de artistas, paradojas, músicas y nacionalidades”. Por allí desfilan Florent Schmitt, Tomas Terán, Varèse, Arthur Lourié, Filip Lazar, el omnipresente Vizconde de Lascano Tegui, y, acompañado del compositor chileno Acario Copatos, Vicente Huidobro.

 Mientras tanto, Villa-Lobos hace “prodigios de habilidad para sostener conversaciones con todo el mundo, como esos jugadores de ajedrez que entablan veinte partidas simultáneas”.

 El nombre de Huidobro asoma de nuevo en la crónica que Carpentier dedica al escultor holandés Jacques Lipchitz (Social, febrero de 1930), a quien conoce por mediación del poeta: “Hercúleo y jovial (no habla de arte más que cuando lo invitan a ello), Lipchitz suele exhibir sus empíricos conocimientos de castellano. En una época Diego Rivera fue su profesor de idiomas. Ahora, el escultor se complace a veces en demostrar que conoce la lengua de fray Luis mejor que Tristan Tzara, tan bien como Edgar Varèse, y menos bien que Vicente Huidobro”.

 Se trata, para Carpentier, de testificar su propia conquista de Lutecia. Como dice a su madre en carta muy próxima a la fecha en cuestión: “todos los martes voy a tomar cócteles en casa de Varèse; todos los sábados en casa de Vicente Huidobro el poeta, y todos los domingos en la de Villa-Lobos”.

 En efecto, los vínculos están creados y en breve montan en la redacción de la revista Bifur -donde tanto Carpentier como el poeta chileno colaboran con frecuencia- un lúcido y no menos lúdico coloquio sobre la “Mécanisation de la musique”.

 Monstruoso elenco en el que participan, además de Huidobro y Carpentier, Dessaignes, Ungaretti, Desnos, Lourié, y el fenomenal Varèse, alrededor de cuyos conceptos musicales gira mayormente el intercambio. La conversación fue registrada taquigráficamente, transcribiéndola Carpentier para Bifur (julio de 1930), a la vez que la traduce al español para Revista de La Habana (octubre de 1930).

 Pero el trabajo con Varèse los acerca también a partir de los libretos que el músico solicita al cubano, como de los poemas que musicalizara del chileno, entre ellos Chanson de là hautEl trabajo con Huidobro era muy anterior, siendo escogido el poema para una de las Offrandes de Varèse, pieza presentada en Nueva York en 1922. 

 Al regresar Varèse a París, retoma sus vínculos con Huidobro al tiempo que un recién llegado Carpentier entra en escena. Varèse se enfrasca entonces en su obra The One All Alone, finalmente inconclusa, en cuyas sucesivas partes o versiones colaborarán Huidobro, Carpentier y Antonin Artaud. 

 A finales de 1929, Huidobro saca por la Compañía Ibero-Americana su novela Mio Cid Campeador. A Carpentier le fascina a tal punto, que escribe para Social su ensayo “El Cid Campeador de Vicente Huidobro” (octubre de 1930). Sorprendió a muchos que Huidobro se apareciera con una novela y que eligiese un relato histórico en apariencia gastado: las andanzas de Rodrigo Díaz de Vivar.

 España constituyó siempre para el chileno una fuente de búsquedas, así como de obsesiones y resabios que no se abstuvo de expresar: el contraste entre la riqueza cultural del pueblo y la endeblez de los intelectuales, o entre la fuerza de la tradición literaria y el alcance de los poetas contemporáneos, con alguna que otra respetable excepción. Conclusiones a las que llega por vías diversas, incluyendo su ascenso y caída entre los ultraístas.

  La idea de raza y la indagación de sus propios remotos orígenes –y ya no solo de su pasado santanderino- le seducía de manera especial, y ya en 1920 había escrito una conferencia sobre el Cid. Bastó una charla informal con su ídolo Douglas Fairbanks -a su paso con Mary Pickford por el Madrid de 1926- sobre la viabilidad de rodar un filme sobre el caudillo cristiano, para lanzarse a escribir su “extraordinaria hazaña”.

 Carpentier entiende que se trata de una novela de aventuras en lo mejor de esa tradición. Toda una proeza por su derroche de imaginación y su irresistible lenguaje poético (“novela de poeta de principio a fin”), sin apartarse por ello de una concepción narrativa moderna. Le sorprenden las variaciones sobre un mismo tema, el personaje, presentado siempre desde un ángulo novedoso, por lo que la compara con una escultura de Lipchitz o un cuadro de Picasso “en donde no hay superficie muerta desde el punto de vista poético”.

 Por otra parte, aquellas aventuras daban cumplimiento al género que Huidobro se había propuesto, al subtitular su novela Hazaña. Y es por eso que la relaciona con la obra de Rabelais:

 

 El Cid que nos muestra el poeta es una suerte de Gargantúa capaz de domar las constelaciones. Para asistir a su procreación Dios mira por el ojo de la cerradura del cielo; para proclamar sus glorias, las alondras "salen disparadas como cohetes y estallan cantando sobre España”.

 Todavía más:

Las campanas robadas a Notre Dame por el alegre gigante rabelaisiano, serían indignas del cuello de Babieca.

 En lo que parece por momento irónico, Carpentier equipara la imaginación hiperbólica de Huidobro -implícitamente su poética y su personalidad- con el referente que le pareció más apropiado, aunque sin calibrar todo su alcance, ya que Huidobro, perfecto mitómano, se sabía descendiente del mismísimo Cid.

 En realidad, Carpentier queda fascinado con la asombrosa intuición y la fuerza expresiva de la narración, lo que iba a tener efectos sobre su propia obra. De algún modo, el cronista es atrapado, en el terreno de su narrativa por venir, por el poeta que Carpentier no fue: “A pesar de su grandeza, el Cid de Huidobro nos sienta en sus rodillas y nos narra historias tiernas, sin adoptar tono grandilocuente. Síntesis de virtudes fabulosas, es también síntesis de virtudes humanas”.

 Su suma que capta, con no menos penetración, el carácter de vanguardia de aquella ficción solo en apariencia “medieval” que se batía a brazo partido con la Historia y el Mito, pero capaz de hacerlo trastocando los tiempos y sugiriendo otras formas y técnicas; en otras palabras, sometiéndose a las exigencias del cine.

 No era el cine sino punto de partida y sustrato último. De ahí que sea también su lugar de lectura: “El Cid tiene la acometividad risueña y terrible del Fairbanks de las buenas películas”.

 Aprecia además Carpentier las relaciones de la novela con la fotografía y la publicidad, en fin, con los componentes del espectáculo moderno:


En su "hazaña”, Huidobro ha realizado uno de los más delicados "tours de force” que hayan sido intentados en la literatura nueva: el de hacer correr a su personaje por las pistas más actuales, sin menguar su majestad de héroe legendario. Cuando Ruy Díaz parte a la guerra, los kodaks se encargan de fijar su admirable figura en el papel sensible. En los cafés de la Puerta del Sol se reciben noticias de sus campañas...

  Y apuntala la cuestión, cuando expresa:

 Así como André Bretón decía que La femme 100 tetes de Max Ernst sería "el libro de imágenes” de 1930, podríamos afirmar que el Mío Cid Campeador de Huidobro es nuestra gran novela de aventuras -tomando la palabra aventura con todo lo que pueda encerrar de evasión y sugerencias poéticas.

 Tanto Carpentier como Huidobro eran en extremo conscientes de la dimensión publicitaria del arte. No otra fue la intención de Huidobro, como declaraba en carta a Manuel Ortega: “Yo sólo he querido arrancarlo por un momento de las manos de investigadores arqueológicos y hacerlo galopar sobre su Babieca en medio del siglo XX, con toda la electricidad y soltura que debió tener en sus tiempos”.

 De ahí que niegue enfáticamente el carácter de “novela histórica” o “biografía novelada” -tan de moda entonces y ahora- dejando claro que se trata de una “nueva forma”: la de una novela a la vez épica y lírica que se toma suficientes libertades sobre el poema original, para acercarlo -a modo de variaciones o cuadros sucesivos en torno al personaje- a las “maneras actuales”. 

 Un poco del trasfondo -o intrahistoria del texto- aflorará décadas más tarde con la publicación de Cartas a Toutouche. Allí Carpentier le cuenta a su madre otra de sus muchas anécdotas sobre su amigo Eduardo Avilés, siempre como ejemplo del mal camino que estaba tomando mientras él era todo éxito y aplicación:

Se quedó en periodista. La gente sobre quien escribe en París dicen que sus artículos son muy malos (…) Esto pasó con Huidobro. Él y yo escribimos sobre él. Mi artículo ha sido reproducido en España [España. Revista Ilustrada] y traducido para anunciar la edición inglesa del Cid Campeador, en el mismo volumen. Del artículo de Avilés se rio Huidobro, diciendo “yo no creía que era tan malo.

 Como era de esperarse, la novela no tuvo favorable acogida en la prensa española donde, como más, se le califica de “surrealista”. En cambio, su traducción al inglés fue inmediata, con par de ediciones -británica y norteamericana- recibidas por críticos de nivel.

 En Cuba, por su parte, la de Carpentier no fue la única reseña; la precede, incluso, la del escritor cubano-canario Hernando d’Aquino, “Mi Cid a la vanguardia” (Diario de la Marina, 10 de agosto de 1930), no recogida en las bibliografías de Huidobro. Por su puntería, no debemos saltárnoslas. Confirmación del poco caso que se le prestaba hasta entonces, el autor comienza: “No creo que se hable mucho –en nuestras minorías cubanas- de Vicente Huidobro. Su nombre es sonajera de otras latitudes (¡qué lastimas!)”.

 Después de esta indirecta a los minoristas, el crítico evoca su famosa polémica con Reverdy, para apuntar a seguidas: “Leía aquello y me hice pobre idea acerca de Huidobro. Mas, acabo de llevarme un chasco. El hombre “se apea” ahora nada menos que con una obra maestra, revelándose como uno de los más finos ingenios de vanguardismo”.

 Hasta aquí podría tratarse de un elogio, pero a continuación pasa a definirla como la novela de un poeta en la que solo cuenta “la verdad poética” o “la verdad del novelista”, no la de los historiadores. “Una verdad –añade- que no sabe de documentos”.

 Resalta, pues, su carácter exclusivamente ficcional. Reconoce así su anárquica comicidad; su trasposición paródica al mundo moderno, al dotar al Cid de los rasgos de una estrella del boxeo o del fútbol; el lenguaje sugerente y simbólico capaz de poner en apuros a los casposos académicos; la capacidad de rejuvenecer al Quijote y sacar a la literatura española de su escepticismo; el implícito americanismo; y, por último, su “individualismo sin concesiones”.

 No importa el tono exaltado. Señala d’ Aquino lo principal: “Para la poesía es mentira que el Cid reposa en Burgos”.

 Pero volvamos a la relación Huidobro / Carpentier. No olvidemos esa otra cercanía que supuso la revista Imán que, aunque dirigida y sufragada por Elvira de Alvear, sería editada por Alejo Carpentier. Del cubano dependió, en su mayor parte, el pantagruélico menú ofrecido en el primer y único número, publicado en abril de 1931.

 Varios de los convocados compartían mesa en aquel París lleno de ocasiones que, por si fuera poco, mira cada vez más hacia América Latina. Predominan quienes se han apartado de Bretón y están más por la etnografía que por la revolución: Bataille, Leiris, Michaux, Desnos. Entre los latinoamericanos: Asturias, Lascano Tegui (cocinero del grupo, según propia confesión), y Huidobro, que colabora con un puñado de poemas.

 Lo estrecho de la amistad explica que, cuando Huidobro publique en 1934 su siguiente novela, Papá o el Diario de Alicia Mir, esta aparezca con unas breves palabras de Carpentier: “Las imágenes -¡y qué forjador de imágenes es Huidobro!- se suceden con ritmo sabio, pero con riqueza alucinante. Síntesis de virtudes fabulosas, es también síntesis de virtudes humanas."

 Sorprende, no obstante, la parquedad de esas palabras y el que aparezcan entreveradas con otras extraídas de la reseña sobre Mío Cid Campeador. En realidad, ocurre que Huidobro había regresado a Chile, donde no encontró más que un amigo editor -por más señas el poeta Julio Walton- y que, al no poder éste hilvanar un buen epílogo, echó mano de las citas.

 Volviendo a los años parisinos y a la recepción cubana de Huidobro, cabría apuntar que pudo ser Carpentier quien puso en contacto al corresponsal de Bohemia, Gabriel Sexto, para la entrevista que el poeta chileno concedió a esa publicación, con foto autografiada incluida; pero no pasa de especulación. Apenas existen referencias a Sexto, salvo que realizó en París, por esos años, una serie de reportajes y entrevistas para el magazine cubano. Los personajes que entrevista -Lionello Fiumi, Georges de Porto-Riche, Maurice Chevalier- indican su buena ubicación.

 En cualquier caso, su entrevista venía a enriquecer la imagen de Huidobro en Cuba, tan pálida con anterioridad al exilio carpenteriano.

 A modo de epílogo, me gustaría sintetizar el rumbo que tomó esta amistad literaria y las preguntas que ello conlleva. 

 Una es, las similitudes, difíciles de no percibir, entre “En la luna”, obra teatral de Huidobro y “Manitas en el suelo. Ópera bufa en un acto y cinco escenas”, así como con el cuento en francés “Histoire de lunes”. Las semejanzas son tales, que revelan el provecho que tuvo, para Carpentier, su encuentro con la prosa e imaginación del chileno, en una etapa en la que aún no tenía reparos para el cosmopolitismo y la permuta de lenguas.

 Otra, el progresivo distanciamiento, sobre todo de Carpentier hacia Huidobro a partir de 1949, es decir, tras su muerte y coincidiendo con la publicación de El reino de este mundo y sus ensayos de tesis. 

 Y en medio, eventos como la polémica Huidobro / Neruda, el estallido de la Guerra Civil, el Congreso por la Defensa de la Cultura con su tren cargado de escritores antifascistas rumbo a España y, en fin, la actitud de cada uno ante los conflictos bélicos en Europa.

 Demasiado conocido como para repetirlo, fue el curso grotesco que tomó la polémica mientras caían las bombas sobre España; recordar que Carpentier firma aquella carta enviada desde París donde, a nombre de la “tragedia del pueblo español”, se les pide a los camaradas chilenos reparar en que, por encima de resentimientos personales, estaba la causa y que había que acabar la disputa.

 Durante las jornadas alrededor del Congreso de Valencia, Carpentier comparte a diario con ambos poetas, pero en sus crónicas de esos (no veinte, sino diez) trágicos días, escritas ya en París, menciona a Huidobro muy de pasada, lo que no ocurre con otros. 

 No habrá -según parece- nuevos encuentros, pues mientras Carpentier huye ante la proximidad de la guerra, Huidobro regresa a Europa para enrolarse en la contienda hasta alcanzar con los aliados el búnker del Fuhrer.  

 Al fallecer Huidobro en enero de 1948, con el camino despejado por la poesía, allanado ya de definitiva humildad, curado de toda ilusión comunista, Carpentier escribía sobre el Orinoco. Iniciaba, justo entonces, su serie “Visión de América”, que prepara el terreno a su ensayo Tristán e Isolda en tierra firme (1949).

  Ahora la obsesión que domina a Carpentier pasa no solo por tomar distancia del cosmopolitismo para reivindicar lo propio, sino también por minimizar e incluso negar el valor de experiencias particulares como la de Huidobro y de tanto otros.

 El término pertinente es negación: “Hay que señalar aquí, por cierto, que el “qué dirán de nosotros en París -dice caricaturizando-, el deseo de meter la firma en revistas europeas (...), llevó a ciertos intelectuales de nuestro continente a un “destierro voluntario”". Ni corto ni perezoso, menciona nada menos que a Jules Superville, Francisco Contreras, Ventura García Calderón, Huidobro con sus manifiestos, el propio Neruda, y como si tuviera que pagar siempre los platos rotos, al poeta cubano de expresión bilingüe Augusto de Armas, autor de Rimes Bizantines.

 Sus problemas con Neruda, todavía no políticos, aunque ya entonces personales, no es este el lugar de dirimirlos. Sin embargo, ¿por qué escribe esto de Huidobro? ¿No cumplió acaso con aquella máxima -a la que en el mismo ensayo se refiere- de que París “pide a cada cual que sea lo que es”? ¿No está “entre esos pocos latinoamericanos que entendieron esa verdad”?

 Podría parecer que Carpentier habla de falsos cosmopolitismos y, ciertamente, eso pretende; pero la lista es dispar y carente de matices. Sospechosa al no incluirse él mismo. 

 Como ocurrió con Artaud, no es a la muerte de Huidobro que escribirá de él, sino una década más tarde. Aparece así su artículo “Un éxito póstumo” (El Nacional, Caracas, 26 de agosto de 1957), dando cuenta de la enorme recepción de un gran libro de 1931: Altazor. Como no ha sido olvidado, o mejor, como tras el olvido sobreviene el éxito, cabe recordarlo.

 Por esos años, porque todavía no ha llegado la vejez y no tiene necesidad de contar su época surrealista en París, Carpentier hará leña de las sobrepasadas vanguardias, cayendo en su tala estridentistas, ultraístas y avancistas. Critica no sólo los excesos de cada movimiento y el olvido de los clásicos, sino incluso la voluntad de lo nuevo. Una vez más nos asalta el nombre de Vicente Huidobro, pero más como mito que como el verdadero iniciador del cambio en la poesía latinoamericana. 


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