La intención de Carlo Emilio Gadda cuando se
puso a escribir El zafarrancho aquél de Vía Merulana (Quer
pasticciaccio brutto de via Merulana), en 1946, era hacer una novela
policiaca y también una novela filosófica. La intriga policiaca se inspiraba en
un delito acaecido recientemente en Roma. La novela se basaba en una concepción
enunciada desde las primeras páginas: nada puede explicarse si nos limitamos a
buscar una causa para cada efecto, porque cada efecto es determinado por una
multiplicidad de causas, cada una de las cuales a su vez tiene tras sí muchas
otras causas; por lo tanto cada hecho (por ejemplo un delito) es como un
torbellino en el que convergen corrientes distintas, cada una de ellas movida
por impulsos heterogéneos y ninguna de las cuales se puede descuidar en la
busca de la verdad.
En un cuaderno filosófico hallado entre sus
papeles después de su muerte (Meditazione milanese), Gadda exponía una
visión del mundo como «sistema de sistemas». A partir de sus filósofos
preferidos, Spinoza, Leibniz, Kant, el escritor había construido su propio
«discurso del método». Cada elemento de un sistema es a su vez sistema; cada
sistema particular se relaciona con una genealogía de sistemas; cada cambio de
un elemento implica la deformación de todo el sistema.
Pero lo
que más importa es la forma en que esta filosofía del conocimiento se refleja
en el estilo de Gadda: en el lenguaje, que es una densa amalgama de expresiones
populares y doctas, de monólogo interior y prosa artística, de dialectos
diversos y citas literarias; en la composición narrativa en la que los más
mínimos detalles se agigantan y terminan por ocupar todo el cuadro y por
esconder o borrar el diseño general. Es lo que sucede en esta novela en la que
la intriga policiaca se va olvidando poco a poco: tal vez estemos a punto de
descubrir quién ha matado y por qué, pero la descripción de una gallina o de
los excrementos que esa gallina deposita en el suelo se vuelve más importante
que la solución del misterio.
Lo que Gadda quiere representar es el bullente
caldero de la vida, la estratificación infinita de la realidad, el nudo
inextricable del conocimiento. Cuando esta imagen de complicación universal que
se refleja en cada mínimo objeto o acontecimiento llega al paroxismo extremo,
es inútil preguntarse si la novela está destinada a quedar inconclusa o si
podría continuar al infinito abriendo nuevos remolinos en el interior de cada
episodio. Lo que Gadda quería expresar verdaderamente es la congestionada
sobreabundancia de esas páginas a través de las cuales cobra forma un único,
complejo objeto, organismo y símbolo que es la ciudad de Roma.
Porque hay que decir ya mismo que este libro
no quiere ser solamente una novela policiaca y una novela filosófica, sino
también una novela sobre Roma. La Ciudad Eterna es la verdadera protagonista
del libro, en sus clases sociales, desde la burguesía hasta el mundo de la
delincuencia, en las voces de su habla dialectal (y de los diferentes
dialectos, sobre todo meridionales, que afloran en su melting-pot), en
su extroversión y en su inconsciente más turbio, una Roma en la que el presente
se mezcla al pasado mítico, en que Hermes o Circe son evocados a propósito de
las historias más plebeyas, en que personajes de criadas o de ladronzuelos se
llaman Eneas, Diomedes, Ascanio, Camila, Lavinia como los héroes y las heroínas
de Virgilio. La Roma harapienta y vocinglera del cine neorrealista (que
justamente en esos años conocía su edad de oro) adquiere en el libro de Gadda
un espesor cultural, histórico, mítico que el neorrealismo ignoraba. Y también
entra en juego la Roma de la historia del arte, con referencias a la pintura
renacentista y barroca (como la página sobre los pies desnudos de los santos,
con sus enormes pulgares).
La novela de Roma escrita por alguien que no es romano. Gadda era en realidad milanés y estaba profundamente identificado con la burguesía de su ciudad natal cuyos valores (concreción práctica, eficiencia técnica, principios morales) sentía arrollados por la preponderancia de otra Italia embrollona, estrepitosa y sin escrúpulos. Pero aunque sus cuentos y su novela más autobiográfica (El aprendizaje del dolor) hunden sus raíces en la sociedad y en el habla dialectal de Milán, el libro que lo puso en contacto con el gran público es esta novela escrita en gran parte en dialecto romanesco, en la que Roma es vista y entendida con una participación casi fisiológica, aun en sus aspectos infernales, de aquelarre de brujas. (Y sin embargo, en los tiempos en que escribía El zafarrancho, Gadda conocía Roma sólo por haber vivido apenas unos años, en la década de los años treinta, cuando era director de las instalaciones termoeléctricas del Vaticano.)
Gadda era el hombre de las contradicciones.
Ingeniero electrotécnico (había ejercido su profesión durante unos diez años,
sobre todo en el extranjero), trataba de dominar con una mentalidad científica
y racional su temperamento hipersensible y ansioso, pero no hacía más que
exasperarlo y desahogaba en la escritura su irritabilidad, sus fobias, sus
paroxismos misantrópicos que en la vida reprimía bajo la máscara de cortesía
ceremoniosa de un hombre distinguido de otros tiempos.
Considerado por la crítica como un
revolucionario de la forma narrativa y del lenguaje, un expresionista o un
secuaz de Joyce (fama que tuvo desde los comienzos en los ambientes literarios
más exclusivos y que se renovó cuando los jóvenes de la nueva vanguardia de los
años sesenta lo reconocieron como maestro inmediato), en cuanto a gustos
literarios personales prefería los clásicos y la tradición (su autor favorito
era el calmo y sabio Manzoni) y sus modelos en el arte de la novela eran Balzac
y Zola. (Del realismo y naturalismo del siglo XIX tenía algunos de los dones
fundamentales, como la expresión de personajes, ambientes y situaciones a
través de la corporeidad física, las sensaciones materiales, como la del vaso
de vino saboreado durante el almuerzo con que empieza este libro.)
Ferozmente satírico hacia la sociedad de su
tiempo, animado por un odio realmente visceral a Mussolini (como lo prueba el
sarcasmo con que evoca la facha —pura quijada— del Duce), Gadda era en política
contrario a todo radicalismo, un hombre de orden moderado, respetuoso de las
leyes, nostálgico de la buena administración de otros tiempos, un buen patriota
cuya experiencia fundamental había sido la primera guerra mundial combatida y
sufrida como oficial escrupuloso, con la indignación que nunca había dejado de
sentir por el mal que pueden provocar la improvisación, la incompetencia, la
inconstancia. En El zafarrancho, cuya acción se supone que se desarrolla
en 1927, en los comienzos de la dictadura de Mussolini, Gadda no se limita a
una fácil caricatura del fascismo: analiza capilarmente los efectos que produce
en la administración cotidiana de la justicia la falta de respeto a la división
de los tres poderes teorizada por Montesquieu (y se hace alusión explícita al
autor de El espíritu de las leyes).
Esa necesidad constante de concreción, de
individualismo, ese apetito de realidad son tan fuertes que crean en la
escritura de Gadda congestiones, hipertensiones, atascos. Las voces de los
personajes, sus pensamientos, sus sensaciones, los sueños de sus inconscientes
se mezclan con la omnipresencia del autor, con sus estallidos de impaciencia,
sus sarcasmos y la apretada red de las alusiones culturales; como en la
performance de un ventrílocuo, todas estas voces se superponen en el mismo
discurso, a veces en la misma frase con cambios de tono, modulaciones,
falsetes. La estructura de la novela se deforma desde dentro por la excesiva
riqueza de la materia representada y por la excesiva intensidad de que la carga
el autor. El dramatismo existencial e intelectual de este proceso está
totalmente implícito: la comedia, el humour, la transfiguración grotesca
son los modos de expresión naturales de este hombre que siempre fue muy
infeliz, que vivió atormentado por las neurosis, por la dificultad de sus
relaciones con los demás, por la angustia de la muerte.
Sus proyectos no contemplaban innovaciones
formales para desordenar la estructura de la novela; soñaba con construir
sólidas novelas totalmente en regla, pero nunca conseguía llevarlas hasta su
término. Las tenía en suspenso durante años y se decidía a publicarlas sólo
cuando había perdido toda esperanza de acabarlas. Se diría que a El
aprendizaje del dolor y a El zafarrancho le hubieran bastado unas
pocas páginas más para dar una terminación a la intriga. Él mismo desmembró
otras novelas en cuentos y no es imposible reconstruirlas juntando los
diferentes pedazos.
El zafarrancho narra una doble investigación policial de dos hechos criminales, uno trivial y el otro atroz, ocurridos en la misma manzana del centro de Roma con pocos días de diferencia: un robo de joyas a una viuda en busca de consuelo y el asesinato a cuchilladas de una mujer casada, inconsolable porque no podía tener hijos. Esta obsesión de la maternidad frustrada es muy importante en la novela: la señora Liliana Balducci se rodeaba de muchachas a las que consideraba hijas adoptivas hasta que por una razón o por otra se separaba de ellas. La figura de Liliana, dominante aun como víctima, y la atmósfera de gineceo que se extiende a su alrededor abren como una perspectiva llena de sombras sobre la feminidad, misteriosa fuerza de la naturaleza frente a la cual Gadda expresa su turbación en páginas donde las consideraciones sobre la fisiología de la mujer se relacionan con metáforas geográfico genéticas y con la leyenda del origen de Roma que mediante el rapto de las Sabinas asegura su propia continuidad. El tradicional antifeminismo que reduce a la mujer a la función procreadora está expresado con mucha crudeza: ¿cómo un registro flaubertiano de las idées reçues o porque también el autor las comparte? Para definir mejor el problema es preciso tener presentes dos circunstancias del autor, una histórica y la otra psicológica, subjetiva. En tiempos de Mussolini el primer deber de los italianos, inculcado por la machacona propaganda oficial, era el de dar hijos a la Patria; sólo los padres y madres prolíficos eran considerados dignos de respeto. En medio de esta apoteosis de la procreación, Gadda, soltero oprimido por una timidez paralizante frente a cualquier presencia femenina, se sentía excluido y lo padecía con un sentimiento ambivalente de atracción y repulsión.
Atracción y repulsión animan la descripción
del cadáver de la mujer horriblemente degollado, en una de las páginas más
preciosas del libro, como un cuadro barroco del martirio de una santa. El
comisario Francesco (Chicho) Ingravallo dedica una atención especial a la
investigación del delito, primero porque conocía (y deseaba) a la víctima;
segundo, porque es un meridional nutrido de filosofía y animado de pasión
científica y de sensibilidad hacia todo lo que sea humano. Él es quien teoriza
sobre la multiplicidad de las causas que concurren a determinar un efecto, y
entre esas causas (dado que entre sus lecturas parece figurar incluso Freud)
incluye siempre el eros en alguna de sus formas.
Si el comisario Ingravallo es el portavoz
filosófico del autor, hay también otro personaje con el que Gadda se identifica
en el plano psicológico y poético, y es uno de los inquilinos de la casa, el
funcionario retirado Angeloni, que por la turbación con que responde a los
interrogatorios es considerado en seguida sospechoso, a pesar de ser la persona
más inofensiva del mundo. Angeloni, solterón introvertido y melancólico,
paseante solitario por las calles de la vieja Roma, sometido a las tentaciones
del gusto y quizás a otras, tiene la costumbre de encargar en las charcuterías
jamones y quesos que llevan a domicilio unos recaderos de pantalón corto. La
policía busca a uno de esos muchachos, probable cómplice del robo y quizá
también del asesinato. Angeloni, que evidentemente vive con el temor de que le
atribuyan tendencias homosexuales, celoso como es de su respetabilidad y de su privacy,
se enreda en reticencias y contradicciones y termina siendo detenido.
Sospechas más graves recaen sobre un sobrino
de la asesinada que debe explicar la posesión de un dije de oro con una piedra
preciosa, un jaspe que ha sustituido un ópalo, pero esta pista tiene todo el
aire de ser falsa. En cambio las investigaciones sobre el robo permiten obtener
datos más prometedores, desplazándose de la capital a las aldeas de los Colli
Albani (y pasando a ser de la competencia ya no de la policía sino de los
carabineros) en busca de un electricista gigoló, Diomede Lanciani, que había frecuentado
a la maniática viuda de las muchas joyas. En este ambiente pueblerino
encontramos las huellas de varias muchachas a las que la señora Liliana había
prodigado sus cuidados maternales. Y allí es donde los carabineros encuentran,
escondidas en una bacinilla, las joyas robadas a la viuda, pero no sólo ésas,
sino una que había pertenecido a la asesinada. La descripción de las joyas
(como antes la del dije de oro con su jaspe o su ópalo) no son sólo performances
de un virtuoso de la escritura, sino que añaden a la realidad representada otro
nivel más —aparte del lingüístico, fonético, psicológico, fisiológico,
histórico, mítico, gastronómico, etc.—, un nivel mineral, plutónico, de tesoros
ocultos, implicando la historia geológica y las fuerzas de la materia inanimada
en la triste historia de un delito. Y en torno a la posesión de las piedras
preciosas se aprietan los nudos de la psicología o psicopatología de los
personajes: la violenta envidia de los pobres, así como lo que Gadda define
como la «psicosis típica de las insatisfechas» que lleva a la desventurada
Liliana a colmar de regalos a sus protegidas.
A la solución del misterio nos hubiera
acercado un capítulo que, en la primera versión de la novela (publicada en 1946
por entregas en la revista mensual de Florencia Letteratura), figuraba
como el IV, si el autor no lo hubiera suprimido en el volumen publicado en
1957, justamente porque no quería mostrar demasiado pronto sus cartas. El
comisario interrogaba al marido de Liliana sobre la relación que había tenido
con Virginia, una de las candidatas a hijas adoptivas, y el personaje de la
muchacha parecía caracterizarse por sus tendencias lesbianas (la atmósfera
sáfica en torno a la señora Liliana y a su gineceo se acentuaba), por la
amoralidad, la avidez de dinero y la ambición social (se había convertido en
amante de esa especie de padre adoptivo para extorsionarlo), por accesos de
odio violento (lanzaba oscuras amenazas mientras cortaba el asado con un
cuchillo de cocina).
Entonces, ¿es Virginia la asesina? Toda duda
al respecto queda eliminada al leer un inédito hallado y publicado
recientemente (Il palazzo degli orí, Einaudi, Turín, 1983). Es el treatment
de un filme que Gadda escribió contemporáneamente —parece, o poco antes, o
poco después— a la primera versión de la novela, en el cual la trama entera se
desarrolla y queda aclarada en todos sus detalles. (Nos enteramos también de
que el autor del robo no es Diomede Lanciani sino Enea Retalli, quien dispara a
los carabineros que van a detenerlo, y que lo matan.) El treatment (que
no tiene nada que ver con el filme que en 1959 Pietro Germi basó en la novela y
en el cual Gadda no colaboró) nunca fue tomado en cuenta por productores o
cineastas, y no es de sorprenderse: Gadda tenía una idea más bien ingenua de la
escritura cinematográfica, a base de continuos fundidos para revelar los
pensamientos y el trasfondo. Para nosotros es una lectura muy interesante como
cañamazo de la novela, pero no suscita una verdadera tensión ni como acción ni
como psicología.
En una palabra, el problema no reside en el Who’s done it?: en las primeras páginas de la novela ya se dice que lo que determina el delito es el «campo de fuerzas» que se crea en torno a la víctima; es la «coacción al destino» que emana de la víctima, de su situación en relación con los demás, la que teje la red de los acontecimientos: «ese sistema de fuerzas y de probabilidades que rodea a toda criatura humana y que se suele llamar destino». [1984]
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