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viernes, 21 de julio de 2023

La lección de Güiraldes

 



 Félix Lisazo 


 Lección de ejemplaridad es la que dejó Güiraldes a sus amigos —¡comprensión única de los amigos espirituales!— en la media docena de libros escritos entre El Cencerro de Cristal, su iniciación en 1915, y Don Segundo Sombra, su triunfo como novelista en 1926. Su triunfo que sólo brevemente pudo saborear, cumpliéndose aquella predicción del personaje de este libro que tantos puntos de contacto parece tener con el propio autor: "En mi destino estaría escrito que todo bien era pasajero."

 La lección que aquí aprendemos es lección de fortaleza, de espiritualidad, de americanismo. Impone respeto por la pureza de su tono y la convicción que la anima; y llega a tener entre los jóvenes virtud incitadora y valor de guía.

 Con la cordialidad y el ejemplo, animó Güiraldes las empresas en que estaban empeñados los mejores, los de su clase. Con ellos fundó la revista Proa en la que número a número apareció su firma, quedando en sus páginas buen testimonio de las predilecciones del poeta y del crítico. Allí están sus impresiones sobre sus "nuevos predilectos": Fargue, Valery Larbaud, Romains, Henry J. M. Levet, Saintleger Leger. Estuvo en las avanzadas de Martin Fierro, llenando su papel de hermano mayor, velando por el cumplimiento de la promesa empeñada, sobrepasándose en el propio concepto del deber que cumplía a su generación, forjando constantemente, con limpidez absoluta, las categorías de su credo, el credo que se habían impuesto los hombres de su grupo. "Vuestra juventud sube hacia mi rostro, como un aliento de pampa, cuando sobre la gramilla iluminada de rocío (emoción de la madrugada que vuelve a encontrar su mundo) me aferró al optimismo ascendente de los nuevos crecimientos. El hombre se siente pequeño ante la infinita trasmutación que anuncia lo porvenir, pero crece con sentirse capaz de comprenderla."

 Fue un definidor, de cara a lo más recio de un arte nuevo, que en sus manos alcanza la perfección de lo viejo. La claridad con que en todo momento nos habla de su arte, ajeno a todo rebuscamiento, nos hace ver que tuvo una clara idea del camino que se había trazado, camino marcado en sus propias novelas, de las que la última se afincaba en la anterior, para sobrepasarla. En carta memorable, dice: “Cuando me decidí a escribir, no ya como un diletante, sino como un hombre de buena voluntad que se impone un deber en la vida, puse en una carta a un amigo estas palabras, más o menos: "Voy a ceñirme tal vez a una modalidad y siento la honda tristeza de dejar de ser el vagabundo del libro". ¡Qué clara conciencia del camino!

 Tenía arraigada la idea de que todo está en uno y que a cada paso debemos hacernos más exigentes con nosotros mismos, puesto que en arte no hay una llegada —"llegar no significa sino haberse creado nuevos motivos de partir. " Le obsesiona la idea de la partida, hasta como motivo intelectual, y no admite otra sabiduría que la que nos obliga siempre a partir hacia un conocimiento futuro, para "crear a la inteligencia una razón de vivir".

 Hay una inquietud que es sólo movilidad, ruido con que atraemos la atención, gestos desaforados en incesante desvanecimiento. Y hay también la inquietud intelectual que es un proceso de pasar de los hechos adquiridos a la superación de las posibilidades. Esa superación era la que perseguía Güiraldes, y hacía carne de su espíritu en cada nueva producción. Poseía una gran fuerza creadora, encausada por un pensamiento directriz. Dio expresión propia a su arte, simplificándolo hasta los elementos primarios, con la convicción que alguna vez expresó de que el valor de toda obra es interior, y que le hacía escoger lo más sencillo de la vida. De ahí la gran unidad de su obra; la armonía entre su arte y su concepto del arte.

 Característico de la nueva sensibilidad ha sido el horror de la frase, que falsea la realidad o la expresión. Por reacción se llegó hasta el balbuceo y más acertadamente a cierta ruptura con el encadenamiento lógico que daba de lado a la espontaneidad. Güiraldes quiso solamente ser artista, reivindicando la expresión directa y la sencillez, si nos atenemos a sus definiciones y a los resultados obtenidos. Su fuerza, su plenitud, su madurez van a culminar en el último de sus libros. Se ha considerado a Don Segundo Sombra como poema nacional; el poema de la democracia rural argentina. Y Jorge Luis Borges anticipó esta definición: Toda la pampa en un hombre. Desde nuestra lejanía no alcanzamos a expresar sino que se trata de una realización cumbre, logro en el ápice de las letras de nuestra América.

 Hay en Don Segundo Sombra un claro intento de glorificar la pampa, glorificando la figura del gaucho. Libro escrito desde adentro, no con visión externa que sólo apresa apariencias, encierra algo más que un pedazo de pampa; está la pampa toda, a través del alma de sus hombres. Estamos lejos de los mirajes fantásticos para deslumbramiento de extrañas imaginaciones; aquí la realidad, por serlo tan cabalmente, supera a la fantasía y atrae como un misterio.

 Frente a la deslumbrada admiración del muchacho, todo ansia de libertad y de caminos, surge como una aparición la recia figura de Don Segundo, impenetrable y atrayente como figura de romancero. "Inmóvil, miré alejarse, extrañamente agrandada contra el horizonte luminoso, aquella silueta de caballo y jinete. Me pareció haber visto un fantasma, una sombra, algo que pasa y es más una idea que un ser; algo que me atraía con la fuerza de un remanso, cuya hondura sorbe la corriente del río. "

 La pampa se condensa en Don Segundo, que es como una anticipación de su impenetrabilidad, de su misterio, de su atracción. Figura tallada a gran escala, en que trasciende de su propio silencio y de su prudencia, la hidalguía, el temple, la firmeza. "De golpe, el forastero volvió a crecer en mi imaginación. Era el " tapao'', el misterio, el hombre de pocas palabras que inspira en la pampa una admiración interrogante." Es perfecto el acuerdo que se logra, a lo largo del libro, entre su exterior, —recio, inmutable, encarnación que sin saber por qué nos trae a la memoria la pampa de granito del viejo Rodó—, y sus ideas firmes, claras en su sentido, a pesar de la aparente vaguedad y del agreste simbolismo.

 Toda la acción del libro transcurre en torno a las figuras de Don Segundo, señor de la pampa, y del muchacho que siente la fascinación de la vida libre y trabajosa, y que ha puesto todo su afán en atraerse la atención del gaucho. Lo consigue a fuerza de darle pecho a la rudeza, venciendo en las empresas difíciles, metiendo la voluntad donde el cuerpo no le daba. No hay en la pampa oficio más grave y peligroso que el de resero, y se prende a la oportunidad para seguirlo, siguiendo a Don Segundo. "Todos me parecían más grandes, más robustos y en sus ojos se adivinaban los caminos del mañana. De peones de estancia habían pasado a ser hombres de pampa. Tenían alma de reseros, que es tener alma de horizonte." Las peripecias de las jornadas, a la intemperie de todos los acechos; la astucia y la cautela, para vencer de los contratiempos, de las conjuraciones que en la vastedad del silencio se aglomeran y se ciernen sobre los hombres; la gravedad y el buen humor, alternativamente. Se ennoblece el oficio de resero, y se ennoblece el hombre que es capaz de haberse templado para resistirlo con alegría.

 La lección de Don Segundo se precisa más cada vez: "Hácete duro, muchacho". Y como ha sentido vocación de gaucho desde las primeras páginas —desde sus primeros años— la aprende con devoción, con regocijo que asoma en sus palabras cuando recuerda los rebencazos de Don Segundo sobre sus espaldas y oye su voz: "hácete duro, muchacho"—y cuando la vida lo rebenqueaba con el mismo consejo.

 Conmueve su hondo dolor, contrariado en su vocación íntima por las circunstancias que lo ponen de golpe en posesión de hacienda y riquezas:..."yo hubiera desiao más bien que los caranchos me hicieran picadillo las carnes..." Pero la respuesta de Don Segundo tiene un sentido inimitable y da la medida total de su carácter: “Mira —dijo mi padrino, apoyando sonriente su mano en mi hombro. Si sos gaucho en de veras, no has de mudar, porque andequiera que vayas, irás con tu alma por delante como madrina'e tropilla."

 El mejor elogio de Don Segundo Sombra es que puede leerse dos veces, y más. Y cuando nos acercamos a la última palabra, con el alejamiento definitivo de Don Segundo, ávido de caminos —él estaba hecho para irse siempre— sentimos un desprendimiento dentro de nosotros. La recia figura, camino adelante, persiste en nuestro pensamiento. Se ha dibujado con tanta precisión, ha herido de tal modo nuestra sensibilidad, que al querer revivirla, nos parece asistir otra vez al momento de su partida; maravillosa despedida que cierra este libro de oro de la literatura americana:

 "Mi vista se ceñía enérgicamente sobre aquel pequeño movimiento de la pampa somnolente. Ya iba a llegar a lo alto del camino y desaparecer. Se fue reduciendo como si lo cortaran de abajo en repetidos tajos. Sobre el punto negro del chambergo, mis ojos se aferraron con afán de hacer perdurar aquel rezago.  Inútil, algo nublaba mi vista, tal vez el esfuerzo, y una luz llena de pequeñas vibraciones se extendió sobre la llanura. No sé qué extraña sugestión me proponía la presencia ilimitada de un alma.

 "Sombra", me repetí. Después pensé casi violentamente en mi padre adoptivo. ¿Rezar? ¿Dejar sencillamente fluir mi tristeza? No sé cuántas cosas se amontonaron en mi soledad. Pero eran cosas que un hombre jamás se confiesa. "Centrando mi voluntad en la ejecución de los pequeños hechos, di vuelta mi caballo y, lentamente, me fui para las casas. "Me fui, como quien se desangra."

 Todo en este libro aparece de volumen superior a la realidad; la perspectiva de la pampa agranda los tamaños, como un cristal de aumento. Y la pampa está en el fondo de la obra, obsesionante como la inmensidad libre para el ímpetu de dominarla. Güiraldes fue otro dominador de la pampa, señora de tantos fracasos. Para comprenderla en su vastedad y en su misterio, era preciso más que amará llevarla dentro de sí. Pero no fue un amor lírico el suyo: Don Segundo domando los potros, lleno de las sutilezas y mañas que le daba aquella consciencia de su oficio, alcanza el valor de un símbolo.

 No necesitaba Güiraldes para su gloria haber escrito más libro que éste, ni sin él hubiera dejado de ser una gloria nuestra. Pero lo escribió para que no podamos borrar su nombre de nuestras admiraciones, y murió detrás de haberlo escrito, como quien se ha desangrado en su esencia.

  

 Revista de Avance, Año III, número 22, 1928, pp. 118-120 y 135; y, Repertorio Americano, 21 de julio 1928, p. 40. 


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