La Inquisición siguió en Cuba bregando
contra la “herética pravedad” y con obispos y gobernadores; pero fue
relativamente moderada. No había que entorpecer el pingue e ilícito comercio con
los herejes, que prácticamente era el más provechoso y a veces el único, pues
las naves de España se pasaban años sin llegar a Cuba y cuando venían no importaban
los productos industriales que aquí se apetecían. En esta isla, que sepamos, no
hubo ningún “auto de fe” contra tales herejes, pues el único del que tenemos
noticias, celebrado a fines del siglo XVIII en la Plaza de Armas de La Habana,
no fue de “marranos”, como entonces decían para escarnio a los judaizantes,
sino de unos dieciocho “amujerados”, sacados de las flotas y armadas, que
cuando las estadías se depositaban en un islote de de bahía, llamado Cayo Puto
o Isla de las Mujeres, que duró hasta el presente siglo. Ese “pecado nefando”
de Sodomía era también castigado por la Santa Inquisición con pena de muerte en
la hoguera, así como lo fueron la “herética pravedad”, la brujería, el pacto
con el demonio, la exportación de caballos, el contrabando de pólvora, etc.
Historia de una
pelea cubana contra los demonios, Universidad Central de Las Villas,
Departamento de Relaciones Culturales, 1959, p. 374.
Según bien dice Hergueta Martín: “Esta
gente afeminada que van vestidos a la última moda o la han exagerado, siempre
han sido mirados despectivamente, pues han sido denominados de currutacos,
pirracas, señoritos de ciento en boca y señoritas de nuevo cuño, saltimbanquis,
chisgaravises, monuelos, monos, figurillas, liliputes, éticos, fletes, fletillos,
pichones, sietemesinos, mosca en leche, perita en un plato, niños góticos,
pisaverdes, petimetres, usías, señoritos, elegantes, toninos, dandys, de la
high-life, gros, contragros, lechuginos, milflores, gomosos, pollos, pollos bien,
pollos pera, etcétera.”
El Capitán General de Cuba, escribiendo
a Su Majestad a fines del siglo XVII, le decía que en La Habana él había mandado
a quemar a unos veinte amujerados, y le pedía al rey que le dijera lo que hacía
con los demás del mismo género. Es el único caso de quemazón que consta se
consumó en Cuba.
En el currutaco ya se halla un sentido de
exageración de lo figurineado y se aproxima al concepto de lo afeminado
por caer en gustos y costumbres mujeriles. Por eso, aunque derivado de curro,
por la garbosidad y el atuendo alardoso, jamás a un negro curro podría llamársele
currutaco, pues el acento de su personalidad estaba en el opuesto polo, o sea
en el machismo.
Los negros curros, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1986, p. 20.
Además, castañuelas y panderetas
eran instrumentos preferentemente femeninos para los bailes, y en las Indias
Occidentales de aquellos tiempos pocas mujeres blancas vinieron de Andalucía
que tuviesen gusto y costumbre de tañerlas; y en los puertos de mar, como la
Habana, Cartagena de Indias, Veracruz, Nombre de Dios y otros , donde tenían
jaleo y bullanga las gentes de las flotas y armadas, éstas eran casi
exclusivamente hombres solos, galeotes, marineros y soldados, poco dados a
tales instrumentos danzarios. Es cierto que entre los galeotes hubo copia de
afeminados, que constituían una plaga, tanto que el único auto de fe de que
tengamos noticias verificado en Cuba fue el de la ejecución en plena Plaza de
Armas de la Habana, de una veintena de sodomitas, los cuales fueron quemados
solemnemente en sendas hogueras, como ordenaba el Santo Oficio de la
Inquisición, que entonces castigaba con ese horrible género de muerte “el
pecado nefando”, ése que hoy se mira con tanta benevolencia. Y en la bahía de
la Habana hubo un pequeño islote que en los mapas se conocía por el expresivo
nombre de “Cayo Puto” o “de Putos”. Pero si estos amujerados de las naves
pudieron quizás aficionarse a los pandereteos y castañuelas del rumbo
sevillano, no eran ellos los más adecuados para estimular en América la
difusión de esas aficiones musicales, ni entre los negros y negras, que
gustaban la exuberancia sonora y percusiva de sus propios tambores, ni entre la
gente blanca, que se remediaba con sus vihuelas, bandolas y guitarras, ayudadas
en el campo urbano por el rústico guayo que les acentuaba los ritmos.
Los instrumentos de la música afrocubana. Los membranófonos abiertos, Ñ a Z, los bimembranófonos y otros tambores especiales, La Habana, Dirección de Cultura del Ministerio de Educación, 1954, p. 97.