Pedro Marqués de Armas
1.
Tras once años de exilio en Europa, Alfonso
Reyes retornó a México en 1924. Los preparativos de ese viaje le tomaron
tiempo; los dilató cuanto pudo. Pero al fin, el 14 de abril, embarcó en
Santander junto a su esposa e hijo en el vapor Cristóbal Colón. Dieciocho
días de travesía con una escala de setenta y dos horas en La Habana. En el
trayecto hacia Veracruz, adonde arriba el 7 de mayo, trazará unos versos
(quizás unos apuntes) que, meses más tarde, se convierten en uno de sus mejores
poemas: “Trópico”.
De La Habana tenía el recuerdo de 1913. Esas
imágenes, y otras que llegan en cartas de Pedro Henríquez Ureña o por la
frecuentación de Chacón y Calvo en Madrid, conforman su universo cubano. Desde
luego, recibe los números de El Fígaro,
Gráfico, Heraldo de Cuba o Social,
donde colabora. Y se suman algunas reminiscencias paternas, de cuando el
general Bernardo Reyes, ya con el destino encapotado, pasó por aquella ciudad.
Reyes atracó entonces un 14 de agosto. Se
encaminó a saludar a sus amigos, y al no topar con ninguno, terminó visitando a
un representante de su país en una casona del Vedado en la que departe en un
“jardín lleno de brisa”. Había visto en aguas territoriales de su país cómo un
acorazado americano “ensayaba sus cañones sobre una barquita lejana” en alarde
de fuerza. Y a la entrada de la bahía habanera debió ver los restos del Maine,
ahora en la superficie.
Sin embargo, evoca motivos más gratos que
aquel armatoste: “¿Quién puede olvidar los refrescos de La Habana? ¿Y el
Malecón, en puesta de sol? ¡Oh de color y calor, una vez sentido y siempre
evocado! Andamos bajo el fuego de Dios, como beduinos, con la cría a cuestas”. Señala,
por último, una inesperada visita cuando se dispone a partir: “Al otro día, muy
de mañana, vino al barco a saludarme el poeta Chocano”.
Este saludo se torna predictivo de una mirada
de América que, con el tiempo, al dominarse a sí misma, se volverá más diversa
y precisa. Reyes descree del poeta, pero admira al personaje, no menos
expansivo que su poesía. Y mientras uno escapa al convulso escenario de su
propio país, el otro –extranjero expulsado– conspira
a lo grande y se apresta a encontrar el filón que le conduzca de vuelta “a la
entraña de la revolución”.
Al haber diferido su destino a la Hélade,
Reyes tendrá todavía que bregar un trecho para dar con un tono más próximo:
para que entre el entorno a su poesía. Chocano por más que lo intenta no
alcanza el detalle. En sus muchos poemas de inspiración tropical las palmas
tapan las ruinas y otros símbolos –el Morro, el Maine– quedan adheridos a una
misma pátina efusiva.
En Madrid, en 1915, Reyes escribe estos
versos: “Yo de la tierra huí de mis mayores / (¡ay casa mía grande, casa
única!)”. Significan un cambio de orientación que, si bien tiene que pasar todavía
por la prueba dramática de Ifigenia Cruel (1923), prepara ya desde
entonces un estilo propicio a sus futuros poemas de viajes, como a su propio,
soterrado, regreso.
Mientras tanto, los contornos del trópico se
delinearon de modo cada vez más nítido en la poesía de José Juan Tablada y de
Carlos Pellicer, entre otros. Y no falta nada para que esa noción se torne
crítica y sea asumida sin recatos.
En su artículo “Palabra que hemos manchado.
Tropicalismo”, publicado en El Fígaro
en 1922, Gabriela Mistral enumeraba las causas que habían reducido el término:
el apego a las teorías de Taine, la tesis climática, un nuevo exotismo para
solaz y consumo de países fríos, cuando se trata, decía la poeta chilena, de
una geografía espiritual. No encuentra tropicalismo alguno, en el sentido de
exuberancia, en los poetas de la región. El término se ha impuesto para señalar
una expresión inacabada, de barbarie artística, de cultura por cuajar. Pero
resulta todo lo contrario, un vector espiritual que, según Mistral, debía
entenderse como un revulsivo frente a la idolatría y los lugares comunes.
¿Por qué no el colibrí –se
pregunta– en vez del papagayo tornasolado? Para afirmar: “El trópico no es
excesivo, es intenso”. Esta intensidad, este trópico intensivo, ya estaba en
Darío: vertical y errante, meridiano y meditabundo a un mismo tiempo. No en el
Darío de la América-Idea, sino en el más fáctico de “Epístola a la Señora de
Leopoldo Lugones”, aquel que pone en jaque toda quimera:
Y si
había un calor atroz, también había
todas las
consecuencias y ventajas del día
en
panorama igual al de los cuadros y hasta
igual al
mejor de la fantasía.
Una luz, en fin, que dejará ver los “cuadros”
de la realidad como se ven en el poema las nucas de los delegados panamericanos
donde ya no clava su aguijón el mosquito de la fiebre amarilla.
2.
Entretanto la idea de Reyes sobre México se
había hecho más universal, como también su imagen de América, sus mares e
islas. También había cambiado su concepción de la figura del viajero, que se
vuelve menos mítica y encarna el lugar de la persona. Viajero y viaje se funden
en un observador común, capaz de llevar al poema –en
su desplazamiento– todo un tejido ubicuo y referencial como el de sus crónicas
breves.
En estas transformaciones debe ubicarse
“Trópico”. El propio Reyes sostendría que los poemas escritos en 1924, en el
curso de aquel viaje a su país o durante su estancia en él, implicaron un
cambio de signo en su poesía que avanzaba el estilo de su producción posterior.
Definió los poemas concebidos en este tránsito como “poesía objetiva”, por
oposición a una subjetividad (anímica, en algún grado biográfica) de la que
quería librarse. Apunta al efecto su deseo de domeñar cierto pathos, lo
que, en sus términos, requería no “meterse” en sus propios versos.
Poema largamente depurado, todavía el 30 de
junio lo trabajaba de esa manera más objetual. La define como un “entretenerse”
en la labor, como un dejarse ir en ella. Un proceso, pues, que demanda
continuidad en la medida en que no agota, como en una composición mallarmeana,
sus posibilidades.
Algo de esa depuración reflexiva, pero también
práctica, sin descontar que no es para nada un poeta a tiempo completo, quizá
explique lo accidentado de su publicación. El poema va a aparecer primero en
sus traducciones al inglés y al francés, cuando, una vez instalado en París, se
intensifican sus relaciones con los poetas surrealistas y, en general, con
revistas de carácter creador. En 1925 sale en Transition, en traducción de Marquise d’Elbée, la versión inglesa, mientras al año
siguiente aparece en Le Naviere d’Argent
traducido por Marcelle Auclair et Jean Prévost. A una solicitud de Manuel Altolaguirre y Emilio Prados, Reyes respondió
enviando el poema a la revista malagueña Litoral, que lo saca a la
luz en abril de 1927.
De modo que pasaron más de tres
años para su aparición en español. Por otra parte, no será recogido en ninguno
de sus libros y su autor le reserva, en cambio, “edición definitiva” como cuaderno
aparte y bajo un título nuevo, “Golfo de México”. Pero esta sólo aparecerá en 1934,
tras algunos años en Argentina y a una década de haberse escrito.
En Cuba, el poema fue
descubierto por los avancistas a pocos meses de publicado en España. Alborotados
por el acontecimiento y por la parte que dedica a La Habana, lo reproducen en Revista de Avance precediéndolo de esta nota:
¿Quién dijo que
Alfonso Reyes es un ausente? Si suele pasar por La Habana sin apenas detenerse
–premura ingrata a sus mil amigos cubanos– es, acaso, porque una vez La Habana
se detuvo en él para siempre y hasta la rumba de Papá Montero se le alojó
definitivamente en la caña de sus huesos sonoros. Dígalo si no este mágico y
socarrón elogio del trópico nuestro, que acabamos de encontrar –el elogio del
trópico, para el caso es lo mismo– en las claras
páginas de Litoral, la suntuosa revista malagueña. El poema es de 1924:
¿cómo anduvo tanto tiempo escondido, incógnito? ¿Diferencia de las simpatías, o
simpatía de las diferencias? Como quiera que sea, 1927 está alborozada
con el hallazgo y, como quien roba un faro, se lo ha traído de aquel litoral
para nuestro malecón, que es donde más claro luce.
Si bien es cierto que “Trópico” tiene por
objeto Veracruz y que La Habana aparece en función de ese propósito, es decir, como
recurso para privilegiar la invención jarocha, no debe olvidarse el significado
del conjunto. Y menos, lo que esa escala significaba para Reyes en ese justo momento,
como a niveles, digamos, más ocultos. En este sentido, y al margen de los
agenciamientos de los avancistas, ávidos –desde luego– de imágenes locales, se
trata también de una invención cubana que no solo admite, sino que exige, una
lectura desde esa perspectiva. Tanto más, tratándose de uno de los primeros poemas
modernos –el ese sentido que le atribuye el propio Reyes– sobre la isla.
Se suma que en “Trópico” no se definen tanto
territorios como relaciones, sobre todo, entre puertos y rutas marítimas. Un poema
como “Viento en el mar”, como parte de esa serie de “poemas objetivos”,
supondría, por decirlo así, el preámbulo de una concepción fásica que no se
limita al viaje como tal, sino que incluye, también, la escritura. Y no existe,
pese a la sucesión de etapas, estricta linealidad sino un contrapunto de
referencias que reverberan y remiten, más bien, a vínculos contractuales como
los que existían entre Veracruz y La Habana, que a una oposición cultural
fuerte entre las partes.
Aunque Reyes no había introducido aún los
subtítulos que dividen la versión final en tres estaciones: “Veracruz”, “La
Habana” y “Veracruz”, éstas estaban naturalmente implícitas. Sin embargo, en
tanto demarcaciones venían a denotar aún más los contrastes entre partida,
escala y llegada y, por tanto, entre las ciudades involucradas en el recorrido.
Ciudades contrapuestas, ciertamente, pero que resultan también la expresión
desplazada de otra mirada, la europea –y de otro
modelo cultural, el Mediterráneo– en busca de una fórmula propia, o, si se
quiere, genuina.
Pero Reyes sabe. Conoce lo relativo de toda
propiedad y lo que su manera de ver debe a los préstamos de otras culturas. Es
consciente, pues, de esos riesgos, por lo que prefiere tantear en las
diferencias, exacerbándolas con lucidez, antes que lanzarse a definirlas de
modo directo. De esta forma y sin salirse de ciertos estereotipos, logra una
aproximación cardinalmente plástica, es decir, una visión que entrevera
imágenes y conocimiento del espacio, al tiempo que reduce, en lo posible, el
ruido de lo discursivo. Una geopoética que no atiende solo al paisaje físico,
sino que cala el humano, aboliendo sus distinciones en la medida en que
engarzan como piezas de un ámbito dinámico.
Un sol de campo
adentro:
hombres color de hombre,
que el sudor emparienta con el asno…
Al confrontar ángulos y perspectivas, como al
apelar a lo simultáneo y yuxtapuesto, genera una estructura cubista, de un
cubismo como de notas sueltas, salpicado tanto por el recurso a la crónica como
por el vaivén mismo del mar. En lo esencial, un montaje de estampas al compás
de los giros y posiciones de la mirada, donde partida y arribo componen una
figura bifronte, mientras el intermezzo hace función de contraste, de
ineludible frontera.
El Veracruz dejado atrás en 1913 en su
traumática salida de México, plantea ahora a Reyes una acusada dualidad, acaso
más conflictiva: es lo mismo tierra que corta bruscamente su relación con el
mar, que amplia ventana por donde emprender, con no menos brusquedad, la
partida:
La
vecindad del mar queda abolida:
basta saber que nos guardan las espaldas,
que hay una ventana inmensa y verde
por donde echarse a nado.
La etapa siguiente corresponde a La Habana… Síntesis
de recuerdos y de la experiencia inmediata, el objeto dominante es el mar y no
la tierra. Cierto que otros atributos, como la luz, la brisa y el sol, tienen su
importancia, pero será el mar la cualidad por excelencia, aquella de la que
Reyes hace, si no una definición, sí un marcador para visionar la identidad. Y
esta tiene dos maneras o estilos de expresarse: primero, en la negación
aliterativa “No es Cuba”, que opera a la vez como “reflexión” sobre lo que no es Veracruz y acerca del
tópico de las islas y de su uso por el arte europeo; y, segundo, en la
exposición de los diferentes “tipos” cubanos, según un modo que recuerda a
Humboldt; esto es, como registro étnico-geográfico:
No es Cuba –que nunca vio Gauguin,
que nunca vio Picasso–,
donde negros vestidos de amarillo y de guinda
rondan
el malecón, entre dos luces, y los ojos vencidos
no
disimulan ya los pensamientos.
No es Cuba –la que nunca oyó Stravinsky
concertar sones de marimbas y güiros
en el entierro de Papá Montero,
ñáñigo de bastón y canalla rumbero.
No es Cuba –donde el yanqui colonial
se cura del bochorno sorbiendo “granizados”
de brisa, en las terrazas del reparto;
donde la policía desinfecta
el aguijón de
los mosquitos últimos
que zumban todavía en español.
No es Cuba –donde
el mar se transparenta
para que no se pierdan los despojos del
Maine,
y un contratista revolucionario
tiñe de blanco el aire de la tarde,
abanicando, con sonrisa veterana,
desde
su mecedora, la fragancia
de los cocos y los mangos aduaneros.
En “La Habana”, el mar ya no es ventana sino
totalidad: intemperie que “disuelve el alma”. Parecería señalar con ello un
estado primordial; pero se trata solo de un contrapunto entre lo que podrían haber
visto los “primitivistas” sin necesidad de remontarse a las antípodas, y lo que
resulta indemne a esa mirada y se revela todavía incontaminado. Desde luego, la
mirada misma de Reyes viene cargada de mitos. Pero hay que decirlo, también, de
poético entendimiento.
De este modo, la negación da paso al recuento,
al inventario de cualidades. Y, por tanto, a lo afirmativo. Color, ritmo,
ruidos, etc., son transferidos del paisaje físico al humano. O mejor, resultan
imbricados en idéntico resorte visual. A la vez, los versos se distribuyen como
apuntes de una crónica destazada, dispuesta en líneas que testifican más que
fantasean el contexto. Así, el contraste de colores explicita por sí mismo a
los diferentes estamentos sociales, siendo los negros los únicos distinguidos por
su mirada que, en este caso, apenas oculta el “pensamiento”.
La estampa del entierro de Papá Montero
contrapone la rumba cubana, su ritmo de “marimbas y ruidos”, a la música de
vanguardia, denotando su carácter aún incólume. Al mismo tiempo, se descorre
una visión que conjuga el movimiento y el duelo, el espectáculo y el
sentimiento popular. Esas referencias, entonces prácticamente inéditas en la
poesía moderna, que operan no por mímesis sino por síntesis descriptiva, con un
efecto casi gráfico, tensan justamente los lugares comunes en virtud de su
novedad, como también, al responder a la “divergencia” que Reyes se propone:
una Cuba que no oyó Stravinski.
Tampoco la presencia norteamericana sucumbe a
la mera condición de estereotipo, al avivar Reyes sus indicaciones mediante
imágenes no solo logradas, sino lo suficientemente complejas, en las que el
trasfondo ideológico –esto es, su omnipresencia– no ocupa en totalidad el
primer plano. Existe siempre, en este sentido, cierta distancia entre el referente
político y la riqueza de la imagen. Así, el muy directo “yanqui colonial” es
conjurado en la imagen “se cura del bochorno sorbiendo granizados / de brisa”,
que anticipa sin dudas a Stevens y a Lezama.
La policía, por su parte –y esto es alusión a
Darío–, “desinfecta/ el aguijón de los mosquitos últimos que zumban todavía en
español”, en una acabada inventiva del higienismo tropical (que ya estaba
presente en la “Epístola a la Sra. de Leopoldo Lugones”).
Y, por último, el recurrente símbolo del Maine
–a cuya percepción no escapan Chocano, Tablada y Pellicer, por mencionar solo a
algunos– es contrarrestado por un “contratista revolucionario” que tiene todo
el aire del antiguo libertador devenido hombre de negocio, caricaturizado en su
mecedora donde se abanica bajo la fragancia de “cocos y mangos aduaneros” al
tiempo que muestra su “sonrisa veterana”.
Se trata, pues, de una visión que explora en
la historia y cuyas imágenes en buena medida salen ilesas ante el peso de los
estereotipos. Decir lo contrario, sería caer en el anacronismo y devaluar el
poema.
Por otra parte, habría que situarse en las
búsquedas de Reyes y en su experiencia emocional, esto es, a la vez en un nivel
conceptual no explícito, y en otro, soterrado. Si la “transparencia” es el umbral
que hizo posible Visión de Anáhuac,
aquí la cita de Humboldt, convertida en método de trabajo, anuncia igualmente
una concepción poética afincada en el discernimiento visual. De algún modo
“Trópico” –luego “Golfo de México” – resulta un complemento de esa otra región
donde la transparencia –es decir, la visión panorámica– funciona como
instrumento de (re)conquista. Se trata de ajustar la lente a otro espacio y
momento hasta configurarlo del modo más diáfano posible.
La cultura cada vez más vasta de Reyes,
fundada en el barroco y el modernismo, en el cruce de literaturas y lenguas, en
la exploración de documentos y mapas, en la sucesión de viajes y epístolas, y
su presencia en el París de las primeras vanguardias, lo colocaban en una
posición ventajosa para mirar a América con los ojos de un clásico. El
entendimiento y la cita permean una voluntad poético-histórica que deviene
método.
En este
sentido, “Trópico” es un ensayo. Su objetivo, la comprensión del orbe
veracruzano en sus relaciones con el Atlántico y la cultura occidental, sino
que con todo el sistema-mundo como se aprecia en las últimas estrofas, solo era
factible como resultado de una exploración y montaje amplios, que desbordara
las latitudes (esos “trópicos” por otra parte tan manoseados), al tiempo que
vislumbra una región por sus específicos intercambios: el golfo de México o mar
Caribe, animada con las huellas de otros tantos desplazamientos, sean textos,
afectos, pasajes previos.
3.
En aquella estancia en La Habana, que como
apuntamos más arriba se prolongó por setenta y dos horas, Reyes expandió su
idea de Cuba al calor del trato con escritores y artistas y del reconocimiento
intelectual; pero nada como su propio entendimiento de hombre en tránsito hacia
su país y de la existencia de un interlocutor. Este último, Chacón y Calvo, a
quien Reyes trasmite sus impresiones a pocas semanas de su escala, no era sino el
depositario de una filiación cuya larga escucha –secreto, complicidad,
convivencia– lo convierte en privilegiado destinatario del poema.
Por su interés incluyo toda la misiva:
Querido José María:
Como un genio tutelar,
tu fantasma andaba entre nosotros, y casi te hemos dirigido la palabra durante
el almuerzo. En el muelle, aparte de toda mi Legación, me esperaban Lizaso,
Mariano, Emilito, Conrado y algunos otros. Llego en horas de turbulencia, y no
pude menos de soltar las lágrimas, como un niño, al ver entrar en la bahía un
crucero gris… El contacto con mi América me ha devuelto al furor sentimental de
mi primera juventud, y siento el corazón henchido de amor y de llanto. La
Habana me recibe, la deliciosa Habana, con ese calor acariciador que sólo sirve
para que disfrutemos mejor el don de la brisa. A todos, por la calle, les veo
cara de amigos, y casi saludo a todo el mundo. No sé explicarme: hay como un
deshielo en mi alma. ¡Oh, qué ruido interior de cascadas de primavera y
desperezo de pájaros! ¡Qué isla, José María, qué isla! He llegado a la isla
aquélla de Rabelais, donde la dulzura del estío hacía derretirse en el aire las
palabras que el invierno había congelado. ¡Oh alegres dolores de pueblos
jóvenes! Tengamos fe, puesto que sabemos dar nuestra sangre. Tengo como un
embarazo en mí, como un hijo en las entrañas; siento esos dolores que hacen desmayarse
de esperanza a nuestras mujeres cuando se adivinan fecundadas. Gracias, José
María, gracias por haberme dado a tus amigos; gracias por haberme puesto tu
isla a las puertas de mi México.
Te abrazo con perfecta
amistad.
Sentimentalidad, sin dudas, y cursilería de
época. Pero no debemos equivocarnos, mucho más. En las capas profundas de ese
aprendizaje están la muerte y la salvación. En realidad, debemos precisar, el
universo cubano de Reyes reverbera desde sus episodios más tempranos. En La
Habana publica uno de sus primeros textos, allí recala su padre en las
postrimerías del porfirismo acechando ya la tragedia, y desde allí le llegan –a
través de Henríquez Ureña– imágenes y sugestiones decisivas. Así se lo hacía
saber al maestro dominicano, su otro íntimo interlocutor:
Por la pintura que me
haces y la impresión que me dejan los recortes que me envías he llegado a
formarme la opinión de que en La Habana se vive como en Grecia: en un ambiente
de salud, de vida y de alegría. Acaso allá no puedan darse los ejemplos de concentración,
que aquí, al menos potencialmente, existen, pero se cumple con el primer deber
de la vida. Acá el mundo, por regla general, es doloroso: se pierde mucho
tiempo en sufrir. Allá me parece que el mundo es cosa alada y ligera; además
todo el mundo trata de satisfacerse esta necesidad de comodidad material que
para mí es casi urgente. Con tal de no dejarse marear se puede trabajar allá idealmente….
Cuba se ha convertido en tentación, a la vez
que en reducto o remanso que lo ampararía de la violencia. Deseo suyo en el que
asoma el temor por su padre y por el curso de los acontecimientos en México. De
ahí que añada:
Aquí la vida se hace
dura, insoportable, somos un pueblo trágico; ya verías las noticias políticas.
Quizás mi padre va a tener que quedarse en La Habana (de lo que yo me
alegraré).
En efecto, en mayo de 1911, en plena
revolución y coincidiendo con la renuncia de Porfirio Díaz, el general Bernardo
Reyes se encontraba en Cuba. Había recibido órdenes de detenerse, pero a
comienzos de junio decide regresar. Venía preparando una sublevación contra el
gobierno de Madero que fracasará, terminando encarcelado. Después, se sabe,
acaba acribillado. Reyes dirá: “Aquí (ese día) morí yo y volví a nacer, y el
que quiera saber quién soy que se lo pregunte a los hados de febrero. Todo lo
que salga de mí, en bien o en mal, será imputable a ese amargo día”.
Así que ya entonces la isla implicaba fuga,
salvación y, en última instancia, vida, mientras México concentra el trauma y
la tragedia. México es la muerte. Debe cargar con su mudez y distanciarse. Si
la literatura ya era el lugar supremo, ahora será el camino, esto es, el
exilio.
Volviendo a la carta a Chacón y Calvo, en ella
Reyes habla de turbulencia. No es sino la defensa exaltada de un duelo nunca
resuelto. El “furor sentimental” lo devuelve a los años juveniles. No es en
modo alguno las antípodas, sino la ruta de América. Es la lengua (por fin
suelta), la brisa, la soñada antesala. En suma, una frontera y eso que no puede
explicarse pero que se siente como un “deshielo” en el alma.
Si bien convoca a todas las islas, se trata de
un lugar literario: un tropo. Sí, una figura. Para eso se regresa y para eso
sirven los dones de la sangre, para inventar esa relación de lugar, para
arrimar toda experiencia –cualquier pretexto, emoción,
etc.– a la literatura. Una isla, en efecto, rabelesiana, donde “la dulzura del
estío hacía derretirse en el aire las palabras que el invierno había
congelado”. Inventiva que, sin perder su obstinada propensión al cliché, revela
al país como ilusión, o mejor, como fe.
Notas
Texto publicado inicialmente en la revista Ganso Primordial.
Imagen 1. A bordo del trasatlántico Cristóbal Colón. En primera fila, de derecha a izquierda, el primer oficial Roselló; Tomás Rivero, propietario de El Cantábrico; el Capitán Fano; el Sr. Goicochea; Alfonso Reyes, exministro de México en España; Javier Bóveda, poeta gallego, y Ricardo Bernardo. En segunda fila: oficial Cebreiros; el Capellán de abordo, y el oficial Madrazo. (La Montaña, revista semanal de la colonia montañesa, 1924, 13 de julio, p. 10.). Imagen 2. Muelle de Luz, La Habana. Imagen 3. Alfonso Reyes
en la Legación Mexicana en compañía de Lucrecia de Mediz Bodio, la recitadora
argentina Berta Singerman, el Ministro de México en Cuba Ldo. Hernández Ferrer,
y el director de Carteles, Conrado W. Massaguer. (Carteles, mayo
18, 1924, p. 15). En el curso de la escala, Reyes fue homenajeado por los
minoristas que le dedican uno de sus almuerzos sabáticos. A la tarde fue
recibido en la Legación Mexicana, donde Berta Singerman recitó el poema
“Amapolita roja” [“Glosa de mi tierra”, 1917]. “Menudito y pacato –escribió
Jorge Mañach– desde el fondo de un hidalgo butacón renacentista, que lo erigía
más bien que lo sentaba, el maestro de gongoristas que es Alfonso Reyes se oía
en la Singerman con una gloriosa fruición de paternidad mimada. Cuando Berta
terminó, estremecida aún de la congoja creadora, Alfonso Reyes la tomó ambos
manos, y tenía los ojos brillantes y la voz trunca. Al cabo dijo: “Usted ha
hecho de nuevo mi poema. ¡Es como si le avisaran a uno por teléfono que le ha
nacido un hijo y, al llegar, se lo encontrara ya andando…!” Aquella risotada
vino muy bien para despejar los ánimos fatigados de belleza”. (“Glosas. Berta
Singerman”, Diario de la Marina, 1924, 6 de mayo, p. 1.)