Virgilio Piñera
Si en esta narración sin importancia Ana
ocupa más páginas que yo se debe al hecho de que ella quiso ser importante.
Aunque fracasó en su empeño, ella, forzando el orden natural de las cosas, se
salió con la suya.
Como homenaje póstumo a su memoria contaré
los hechos. Que mis probables lectores pasen por alto mi estilo de empleada…
Pero antes me permitirán decirles quién soy.
Me llamo Gloria. En la actualidad marcho a pasos desenfrenados hacia los
sesenta. Conocí a Ana con más de cincuenta en mis costillas. Vivía yo por ese
entonces en Empedrado y Aguiar. Tenía un apartamento compuesto de sala, dos
cuartos, cocina y baño. Aunque pagaba un alquiler congelado -veinte pesos-, me las veía negras para
terminar el mes. Hace treinta años que trabajo de encuadernadora en una
imprenta de mala muerte, lo cual quiere decir que gano un sueldo de hambre.
Hice la siguiente reflexión: si meto un hombre en esta casa tendré que darle
hasta el último centavo; en cambio, si alquilo a una mujer tendré veinte pesos
más, y la compañía. De una mujer con mi edad un hombre sólo aceptará ciertas
intimidades a cambio de plata. Claro, me gustan los hombres. Es bien agradable
querer a alguien y dormir acompañada, pero pensándolo bien prefería la otra
solución. Me alimentaría mejor, iría regularmente al cine, de vez en cuando un
vestido o una cartera…
Están pensando que no valgo dos centavos… Eso
mismo pienso yo. Si tenía alguna estimación de mi persona los hombres y las
mujeres se encargaron de matarla. Por supuesto, con razones para ello. Una
mujer flaca, fea, con voz de pito, no puede aspirar a nada. Si acaso a santa,
pero antes que los altares están los días, uno tras el otro, y hay que
vivirlos…
Lo que piense, diga u opine la gente me tiene
sin cuidado. Además, creo estar a salvo de sus garras. Soy una anónima, una del
confuso montón. Desafío a cualquier habitante de esta ciudad para que informe
de mi vida. De pronto Elisa apareció en los titulares de los periódicos porque
se casó con un millonario, o Adela salió del anonimato con su famoso
descubrimiento de las uñas fosforescentes… Nada de esto podría sucederme: paso,
y pasaré inadvertida, ignorada. Mi vida se resume en caminar cuatro cuadras en
busca de mi imprenta, por la noche, dos, para meterme en el cine, diez o doce
de tarde en tarde, por Muralla, a la caza de una cartera o de un retazo.
A propósito de trapos y cartera, no vayan a
creer que Ana fue mi inquilina por estas vanidades. Todo ocurrió por la gran
necesidad que tenía de una frazada nueva. ¡Qué diablos! Las frazadas no son
eternas, y mucho menos las malas frazadas, como la mía. Y tenía que decidirme,
pues no me iba a pasar otro invierno tiritando en la cama. Ustedes dirán: ¿y
por qué no sacrificaba las vanidades por la frazada? ¡Oh, santa ingenuidad! A
mí una cartera o un retazo no me pasa de uno cincuenta o dos pesos. En cambio
una frazada, la más barata, no baja de cinco. Es lógico que si yo tengo un cuarto
vacío y no tengo frazada, llene el cuarto con una inquilina para poder taparme.
No con la inquilina, con la frazada.
Tuve mis dudas antes de decidirme a colgar el
cartelito: “Se alquila habitación.” No me hacía a la idea de compartir mi casa
con un extraño. Cuando se llega a cierta edad no hay mejor compañero que la
soledad. A esos años uno sabe de sobra que la vida se ha reducido a comer y
dormir. Y si la soledad es un castigo no por ello deja de tener su lado cómodo.
Resulta muy agradable cerrar la puerta sabiendo que la voz del marido o del
amante no va a echarnos en cara el peso que “despilfarramos en el cine”, o los
gritos de la amiga porque el novio se le fue con otra… Una cierra bien la casa,
se echa en la cama, coge un libro. Ni “apaga la luz”, ni “échate para el otro
lado”, ni “ roncas como un bendito”…
Pero estaba escrito que yo alquilara, y
sobre todo, estaba escrito, en caracteres bien claros, que alquilara
precisamente a Ana. Dios sabe las mujeres que pasaron por casa deseosas de
alquilar mi linda habitación. A todas les encontraba un defecto: Esta parecía
sucia, aquélla me resultaba procaz, la otra hablaba hasta por los codos… De
toda esa sucia espuma, Ana me resultó lo mejor. De pocas palabras, aseada, y
hasta bien vestida. Además, con referencias inmejorables: trabajaba de
telefonista, hacía sus buenos quince años, en las oficinas del cable. Por
último, parecía “antigua” como yo. Trato hecho. Extendí el primer recibo, y
empezó nuestra convivencia.
Al principio todo resultó correcto. Aunque
Ana tenía en esa época unos treinta y cinco años, repito que parecía tan
“antigua” como yo misma. Después que tuvieron lugar los acontecimientos que me
dispongo a narrar no he cambiado en nada mi opinión sobre ella. Era antigua,
antiquísima, sólo que de modo distinto al mío. Pero no nos adelantemos…
Al mudarse en mi casa estaba bajo los efectos
de una gran crisis nerviosa. Debo aclarar, en honor de Ana, que estos nervios
no se traducían en accesos histéricos ni cosa por el estilo. Sólo un gran aplanamiento.
Me costaba gran trabajo hacerla cambiar unas pocas palabras. Durante meses se
mantuvo en una reserva dolorosa y en un aislamiento físico sobrecogedor: es
decir, se encerraba en su cuarto y allí permanecía horas enteras. Aunque
siempre me ha gustado el oficio de samaritana juzgué prudente no mitigar sus
penas. Soy muy respetuosa.
Sin embargo, ella misma me proporcionó la
ocasión. Una tarde llegó del trabajo, y contra su costumbre se sentó en la
sala. Yo estaba allí hacía un buen rato zurciendo unas medias (no se rían, ya
les he dicho que soy muy antigua). Cambiamos unas cuantas frases, y enseguida
ella volvió a su desolado mutismo. De pronto cogió el periódico y se puso a
pasarle la vista. Era un modo cualquiera de expresar su eterna desazón. La veía
tan angustiada que me puse a discurrir el modo de distraerla un poco de sus
negros pensamientos. No me dio tiempo. Ahora la vi, con el periódico pegado a
la cara, enfrascada en la lectura de algo que parecía interesarla en grado
extremo. Y digo que le interesaba pues al mismo tiempo que leía, sus manos
temblaban y golpeaba el piso con sus zapatos.
No había que ser psicólogo para darse cuenta
de que estaba a punto de estallar. Tuve que contenerme para no acudir en su
auxilio. Bien sabe Dios que no lo hice por un exceso de discreción. Pero Ana no
pudo más. Después de haber leído -creo que por cuarta o quinta vez- aquello que
tenía el poder de exasperarla, tiró el periódico violentamente, y dijo con voz
sorda:
-¡También ésa…!
-¿Quién…? -pregunté, afectando una falta de
interés que estaba bien lejos de mi real curiosidad. Y proseguí en mi zurcido.
-¡Quién va a ser sino ésa… -me contestó con
los dientes apretados, a tiempo que recogía el periódico y me mostraba la
fotografía de una mujer-. ¡Esa partiquina…!
Bueno, no era para tanto… Sólo la foto de una
mujer de cara agradable en el papel de Hedda Gabler -según rezaba al pie de
grabado. Moví la cabeza, no dije una sola palabra: sabía muy bien que Ana se
disponía a descorrer todos los velos de su templo…
-Mira los resultados de una cara bonita -y
metía los dedos en la foto- y de una desfachatez todavía más bonita… Sí, se
necesita ser una desfachatada para conseguir un papel tan importante. No tiene
un pelo de actriz, pero ¡claro! Tiene caderas, tiene senos, y no tiene pudor.
Si yo fuera una cualquiera como ella ya me hubieran parado en todos los
escenarios de La Habana.
-Depende del teatro -dije sin gran
convicción-, desconozco por completo la vida de la farándula.
-Y añadí-:
Además, eres tan bonita como ella.
-Ya lo ves, Gloria: no he tenido suerte…
Llevo diez años en esto haciendo papelitos. Llegaré a vieja sin haber logrado
una actuación principal. Si supieras las humillaciones, los aplazamientos, las
promesas que nunca me cumplen. Y tendrías que oírlos a esos directores: “Ana,
la necesitamos para que haga este papelito… Ayúdenos, muy pronto le daremos una
magnífica oportunidad.” Y la oportunidad nunca se presenta; unas veces porque
según ellos no doy el tipo; otras porque mi voz desvirtúa al personaje… ¡Qué sé
yo! Excusas y más excusas. Ramírez sabía muy bien que estoy loca por hacer
Hedda Gabler. Todavía ayer mismo me dio esperanzas, y ahora resulta que es
“esa” la elegida.
Se levantó hecha una furia:
-Ahora mismo voy al teatro a cantarle las
cuarenta…
La calmé como pude. Le hice ver que un
escándalo comprometería definitivamente sus probables contratos, que yo no
sabía si ella tenía o no tenía condiciones, y que caso de verla en escena no
era yo persona facultada para juzgarla, pero que la vida me había enseñado que
todo se consigue a base de paciencia (en esa parrafada por poco si me echo a
reír: menos mal que su gran excitación la cegaba al punto de no ver mi horrible
frustración), que se dirigiera a otro director, que estudiara con ahínco y que
ya vería…
Por salir del paso, por consolar a Ana, le di
estos consejos. Si hubiera cerrado la boca acaso ella, a estas horas, estaría
curada de su pasión por las tablas, pero mis palabras tuvieron el poder de
enardecerla. No bien llegaba del trabajo se encerraba en su cuarto a declamar
horas enteras. Me costaba un gran esfuerzo hacerla salir para comer un bocado.
Persistió en tal actitud durante un mes. Una mañana, antes de salir para la
oficina, me dijo que si le permitía recibir esa noche a un amigo. Me aclaró que
se trataba de X, el famoso director del teatro La Pérgola. A mí no me gusta
recibir visitas, pero no podía negarme. He ahí el resultado de mis consejos:
empezaba a cosechar los vientos de las clásicas tempestades…
Pero esto sólo fue el preludio de la tormenta.
Cuando la vi llegar por la tarde, aplastada materialmente por cajas y paquetes,
sentí que los vientos tenían ya fuerza de brisote… Sobre la mesa de comer puso
un tocadiscos, un par de álbumes, un cake, cuatro vasos para cocktail, una
botella de oporto, una de whisky, un vestido más antiguo que nosotras mismas y
un estuche para maquillaje. Me quedé con la boca abierta. Ella, con cara de
Pascuas, me dijo sus planes para esa noche.
En primer lugar yo le haría el grandísimo
favor de pasar por su criada. A ese efecto sacó de la caja que contenía el
vestido un delantal blanco y una cofia. Protesté débilmente por la cofia. Mi
protesta no encontró eco alguno: me dijo que la criada de una actriz célebre no
podía suprimir nunca dicha prenda. Y para evitar que yo siguiera con mis
protestas me dijo que no teníamos tiempo que perder, que X llegaría a las nueve
en punto.
La sala de mi apartamento es bastante grande.
Ana echó los muebles hacia un lado y dejó el otro para escenario. Terminó por
decirme que haría un par de escenas de La más fuerte, una pieza de un
tal “Strinber”. A este efecto colocó mi mesita de mármol negro en el centro de
la sala, puso dos sillas, un sifón, un vaso… Como no conozco la obra no puedo
asegurar si la disposición escénica era acertada. Claro, no había que ser muy
inteligente para darse cuenta de que aquello quería representar un café, pero
sí me sorprendió que ella colgara un mantón rojo en la pared. Una nota de
color, pensé, y seguí adelante con mi trabajo. Di brillo al piso, sacudí los
muebles, ordené sobre la mesa vasos y copas, preparé los bocaditos, en fin,
hice el oficio de criada. Por su parte, Ana daba toques “artísticos” aquí y
allá… Obras célebres de teatro tiradas “al azar”, búcaros con flores,
fotografías de ella colocadas con chinches en las paredes, por último una
litografía de Sarah Bernhardt en el papel de Fedra.
Aunque al principio me ofendí un tanto por
verme reducida al rol de criada, debo confesar que se lo agradecí en el fondo.
Sobre todo cuando hizo su aparición el famoso director. No dudo que fuera muy
inteligente pero a mí me pareció un bicho raro. Hablaba afectadamente o así me
lo pareció. Convengan conmigo que no estoy acostumbrada a cierto lenguaje, que
no tengo roce social, que toda mi vida sólo he frecuentado a personas de quinta
categoría. Una y mil veces bendije la grotesca ocurrencia de Ana. De acuerdo
con mi papel de criada yo no tenía por qué dirigirle la palabra a ese
personaje. Una vez que yo hubiera servido los cocktails y los bocaditos sólo me
quedaba retirarme a la cocina. Eso sí, no me perdería la escena. Desde mi
“cubil” podría ver y escuchar perfectamente todo cuanto ocurriera en la sala.
De más está decirles que Ana recibió a X en
“carácter”. Juraría que este señor apenas si pudo reprimir la risa. Yo misma,
viéndola en tal atuendo, casi solté la carcajada. Pero Ana, que concedía a esta
visita caracteres de acontecimiento, tuvo buen cuidado de presentarse cambiada
en un ser completamente distinto al que yo conocía. Para empezar: su modo de hablar.
No sé de dónde diablos sacó esa voz meliflua y esas palabras raras… A cada
momento escuchaba palabras tales como “proyectar”, “miedo escénico”, “impulso
vital”, “dramaturgia”… A lo mejor me equivoco, pero me pareció que el director
escuchaba todo aquello como quien oye llover. Aunque disimulaba su impaciencia,
de vez en cuando cortaba las tiradas de Ana poniéndole un vaso de cocktail en
las manos, y finalmente le dijo de un modo un tanto brusco que hiciera la
primera escena. De toda aquella impaciencia creí deducir que él se interesaba
más por el cuerpo de Ana que por su “arte”, y que esperaba ver terminada muy
pronto la acción teatral para entrar de lleno en la acción erótica. Por
supuesto, pensaría él, después que la criada diga las buenas noches.
Por fin
Ana empezó su escena. Diré en su honor que ponía toda el alma, pero no sé si
debido a que era mi inquilina, a su aire antiguo o por la ropa, llevada con
demasiada propiedad, me resultaba bastante cómica. He visto a María Guerrero en
La Malquerida. Jamás hubiera pensado en reírme de esta actriz. Pero
quién soy yo para criticar a nadie; a lo mejor Ana estaba actuando muy bien.
Sin embargo, la cara del director era un poema al aburrimiento. Además, ¿por
qué se metió Ana en camisa de once varas? El papelito se las traía. Mantener un
diálogo con una persona “ausente” es algo sumamente difícil. Viendo que Ana
increpaba a la “otra” sin mayor convicción, estuve tentada de ocupar la silla
vacía para ver si de ese modo lograba ella dar eficacia al personaje. Y no
porque el director se hubiera “comunicado” conmigo, sino porque conocía mucho
su oficio, cortó el monólogo de Ana, y con voz perentoria dijo: “Más carácter,
señorita Ana, más carácter…”
Terminada la escena, X, pretextando una cita
urgente, se disculpó de escuchar la escena siguiente. Al tiempo que daba un
apretón de manos a Ana, le dijo: “Habrá que trabajar mucho todo eso…” Y como
Ana le preguntara cuándo podría recibirla en el teatro, él contestó
oficialmente:
-El director recibe los jueves de seis a
ocho…
Y salió como alma que lleva el diablo.
Fueron cuatro días de guerra de nervios.
Estábamos en domingo. Ana me preguntaba y volvía a preguntar… Que si el
director se había sentido conmovido con su actuación, que si yo misma había
“vibrado” al conjuro de su voz (¿por qué tenía que emplear conmigo tal lenguaje
rebuscado? Decididamente, había equivocado el camino. Sigo creyendo que hubiera
hecho una cómica excelente). Y por supuesto, seguía encerrada estudiando el
papel, casi a voz en cuello, y mezclando todo con imprecaciones, insultos a la
“partiquina”, suspiros y sollozos.
¡Por fin llegó el día temible! Nunca me
reprocharé bastante no haberla disuadido. Mi inoportuno oficio de samaritana lo
impidió. Además, pensaba, este director le dará cortas y largas, pero puede
ocurrir que Ana tropiece con otro director menos exigente y ponga, como se
dice, la pica en Flandes… Por otra parte, no olvidaba las ávidas miradas de X.
“A lo mejor olvida por un momento su responsabilidad artística y confía a Ana un
rol estelar.” Sea como sea, tengo mi parte de culpabilidad. Si Dios puede, que
me la perdone.
De cualquier modo, estaba escrito que yo
desamparara a Ana. El primer jueves de cada mes tengo por costumbre viajar a
Madruga a visitar una hermana. Salgo de la imprenta a las tres, regreso a las
doce de la noche. Casi estuve por renunciar a mi visita, pero, para sorpresa
mía, esa mañana, cuando vi a Ana, la encontré bien animada. Me dijo que desde
el mes entrante le darían treinta pesos más de sueldo, que con esa cantidad
podría comprar buena ropa de teatro, y tan contenta estaba que al nombrar a la
partiquina a propósito de no sé qué, se rio a carcajadas. ¡Pobrecita! No sabía
que estaba a dos dedos del desplome.
Fui, pues, a Madruga, pasé la tarde con mi
hermana. Cuando estaba anocheciendo me puse a pensar en Ana, pero mis sobrinos
se encargaron con sus gritos de suprimir este pensamiento. Me despedí, tomé el
ómnibus de las diez. En todo el camino Ana no me vino a la cabeza. La tenía
ocupada con el asunto de una beca para mi sobrinita mayor en la Escuela del
Hogar.
A las doce menos cuarto me bajé en la Plaza
del Vapor; a las doce menos cinco subía las escaleras de mi casa. De pronto me
acordé de la cita de Ana con el director. “¿Cómo habrá salido del empeño? ¿Qué
le habrá dicho él? ¿Por fin le habrá dado la obra? -me preguntaba a medida que
salvaba los últimos escalones. “Menos mal -dije para mis adentros- que es bien
tarde; en caso de que la respuesta de X haya sido negativa no tendré que oír a
esta hora, con el cansancio que tengo, las jeremiadas de Ana.”
Metí la llave en la cerradura, abrí poco a
poco la puerta (procuraba no hacer ruido alguno para no despertarla). Con el
resuello cogido, en puntas de pie empecé a caminar por el lado derecho de la
sala, que estaba sumida en total oscuridad. Entonces, inexplicablemente,
tropecé con un tiesto de barro donde tengo sembrada mi areca. Creo haber hecho
un ruido horrible, pero con todo no fue eso, ni el riesgo de haber despertado a
Ana, lo que más me confundió. Estaba segura que el tiesto debería estar
colocado, no a la derecha, sino a la izquierda de la sala. Contuve el aliento,
esperé unos segundos para comprobar que ella no se había despertado, y una vez
que estuve segura, seguí adelante, pasito a pasito. No había avanzado un metro
en mi marcha furtiva cuando volví a tropezar. Esta vez con un objeto duro; esta
vez con algo que no hacía ruido pero que me heló la sangre en las venas. Había
tropezado con un cuerpo humano -sin duda el de Ana, profundamente dormida o perdidamente
borracha. No, no pensé en un ladrón… Un ladrón con el que uno tiene la
desgracia de tropezar no está dormido ni borracho, por el contrario, está bien
despierto y bien alerta. Como una loca fui recto al chucho de la luz; por
supuesto, tropezando en mi carrera con toda clase de cosas. Iluminé la sala, y
allí estaba Ana, echada de bruces sobre la mesa de mármol negro, con la misma
“escenografía” improvisada por ella para las dos escenas de La más fuerte.
El lector, más sutil que yo, no tendrá que
esperar a que le diga que Ana estaba muerta. Ya lo sabe. Prolongar este
suspenso doloroso sería de mal gusto; además, la rotundidad de la muerte
invalida cualquier astucia intelectual.
Y Ana estaba bien muerta. Ahora pertenecía
por entero al público. Pronto fueron haciendo su aparición el juez, el forense,
el empresario de las pompas fúnebres, y, por supuesto, los reporteros gráficos.
Con la llegada de estos ángeles luminosos a la casa de la muerte, Ana empezaba
su gloriosa inmortalidad. Ella no había dejado ni una carta, ni siquiera un
pedazo de papel explicando, como es típico en los suicidas, los motivos que la
impulsaron al abandono de este triste planeta. ¿Pero qué explicación más clara,
qué confesión más palmaria que ver a Ana representar, por toda la eternidad, el
papel de La más fuerte?
1958
Tomado de Virgilio Piñera: Cuentos completos,
Ediciones Ateneo, 2002, pp. 500-507.
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