Gilles Lipovetsky
La violencia criminal no designa el mundo hard solamente. Menos espectacular, menos noticia, el suicidio constituye su otra cara, interiorizada si se quiere, pero regida por una misma ascensión y una misma lógica. Sin duda el aumento de suicidios no es característico de la posmodernidad; se sabe que a lo largo del siglo xix, en Europa, el suicidio no dejó de aumentar. En Francia, de 1826 a 1899, el número de suicidios se ha multiplicado por cinco mientras que su índice para cada 100.000 habitantes pasa de 5,6 a 23; en vísperas de la Primera Guerra Mundial, el elevado índice es superado, llegando a 26,2. Como Durkheim analizó correctamente, allí donde la desinserción individualista ha tomado gran amplitud, el suicidio experimenta un aumento considerable. El suicidio que, en las sociedades primitivas o bárbaras, era un acto de fuerte integración social preescrito por el código holista del honor, se convierte, en las sociedades individualistas, en un comportamiento «egoísta» cuyo auge fulgurante sólo podía ser, según Durkheim, un fenómeno patológico, (1) luego evitable y pasajero, resultado no tanto de la naturaleza de la sociedad moderna como de las condiciones particulares en las que se había instituido.
La evolución de la curva de suicidios, en un momento dado, pudo confirmar el «optimismo» de Durkheim, ya que el índice muy elevado de principios de siglo bajó a 19,2 en 1926-1930 e incluso a 15,4 durante el decenio de 1960. En base a estas cifras se ha podido escribir que la sociedad contemporánea estaba «tranquila» y equilibrada. (2) Sabemos sin embargo que no es así: primero, desde 1977 en Francia, con un índice que se acerca a 20, asistimos de nuevo a un aumento importante del suicidio que restablece casi el nivel que se alcanzó a principio del siglo o entre las dos guerras. Pero, además de ese incremento, quizá coyuntural de las muertes por suicidio, el número de tentativas de suicidio sin alcanzar la muerte es lo que obliga a replantear la cuestión de la naturaleza suicidógena de nuestras sociedades. Si realmente se constata un descenso del número de muertes voluntarias, observamos al mismo tiempo un alza considerable de las tentativas de suicidios, en todos los países desarrollados. Se consideran que hay de 5 a 9 tentativas por cada suicidio consumado: en Suecia, cerca de 2.000 personas se suicidan cada año, pero hay 20.000 intentos; en los Estados Unidos, se cometen 25.000 y se intentan sin éxito 200.000. En Francia hubo, en 1980, 10.500 suicidios-muertes, y cerca de 100.000 tentativas. Pues bien, todo hace pensar que el número de tentativas en el siglo xix no podía ser equivalente al que conocemos hoy. En primer lugar porque las maneras de perpetrarlo eran más «eficaces», ahorcamiento, asfixia, armas de fuego eran los tres instrumentos privilegiados del suicidio hasta 1960; luego porque el estado de la medicina permitía salvar a menos suicidas; por último por el hecho de la alta proporción, en la población suicida, de personas de edad, es decir las más resueltas, decididas a morir. Habida cuenta de la amplitud sin precedentes de las tentativas de suicidio y a pesar del descenso del número de muertos-suicidas, la epidemia suicida no ha concluido ni mucho menos: la sociedad posmoderna al acentuar el individualismo, al modificar su carácter por la lógica narcisista, ha multiplicado las tendencias a la autodestrucción, aunque sólo fuera transformando su intensidad; la era narcisista es más suicidógena aún que la era autoritaria. Lejos de ser un accidente inaugural de las sociedades individualistas, el movimiento ascendente de los suicidios es su correlato a largo plazo.
Si bien se ahonda la diferencia entre los intentos y la muerte por suicidio, ello se debe a los progresos de la medicina en materia de tratamiento de intoxicaciones agudas, aunque también al hecho de que la intoxicación por medicamentos y venenos se convierte en una forma predominante de perpetración. Si contemplamos el conjunto de los actos suicidas (incluidas las tentativas), las intoxicaciones, medicamentos y gas ocupan el primer lugar en los medios empleados, ya que cuatro quintas partes de suicidas los han utilizado. De alguna manera el suicidio paga su tributo al orden cool: cada vez menos sangriento y doloroso, el suicidio, como las conductas interindividuales, se suaviza, aunque la violencia autodestructora no desaparece, son los medios para conseguirlo lo que pierde su brillantez. Si los intentos aumentan se debe también al hecho de que la población suicida es cada vez más joven: lo mismo ocurre con el suicidio que con la gran criminalidad, la violencia hard es joven. El proceso de personalización compone un tipo de personalidad cada vez más incapaz de afrontar la prueba de lo real: la fragilidad, la vulnerabilidad aumentan, principalmente entre la juventud, categoría social más privada de referencias y anclaje social. Los jóvenes, hasta entonces relativamente preservados de los efectos autodestructivos del individualismo por una educación y un enmarcamiento estables y autoritarios, sufren sin paliativos la desubstancialización narcisista, son ellos quienes representan ahora la figura última del individuo desinsertado, desestabilizado por el exceso de protección o de abandono y, como tal, candidato privilegiado al suicidio. En América, los jóvenes de quince a veinticuatro años se suicidan a un ritmo doble del de hace diez años, triple del de hace veinte. El suicidio decrece en edades en que antes era más frecuente, pero no cesa de aumentar entre los más jóvenes: en los USA, el suicidio es ya la segunda causa de la muerte de jóvenes, después de los accidentes de automóvil. Quizá sólo estemos al principio, si nos fijamos en la monstruosidad del grado último al que llega la escalada de la autodestrucción en el Japón; hecho inaudito, ahora son los niños de cinco a catorce años los que se quitan la vida, de 56 en 1965 han pasado a 100 en 1975 y a 265 en 1980.
Con la absorción de los barbitúricos y el alto índice de tentativas fracasadas, el suicidio accede a la era de las masas, a un estatuto banalizado y discount, igual que la depresión y la fatiga. Ahora el suicidio ha sido incorporado por un proceso de indeterminación en que el deseo de vivir y el deseo de morir ya no son antinómicos sino que fluctúan de un polo al otro, casi instantáneamente. De este modo, gran número de suicidas, absorben el fármaco y reclaman, en el minuto siguiente, ayuda médica; el suicidio pierde su radicalidad, se desrrealiza en el momento en que las referencias individuales y sociales se difuminan, en que la propia realidad se vacía de su substancia sólida y se identifica con una figuración programada. Esa licuación del deseo de aniquilamiento es sólo una de las caras del neonarcisismo, de la destructuración del Yo y de la desubstancialización de lo voluntario.
Cuando el narcisismo es preponderante, el suicidio procede ante todo de una espontaneidad depresiva, del flip efímero más que de la desesperación existencial definitiva. De manera que en nuestros días, el suicidio puede producirse paradójicamente sin deseo de muerte, algo así como esos crímenes entre vecinos que matan menos por voluntad de muerte que para librarse de ruidos molestos. El individuo posmoderno intenta matarse sin querer morir, como esos atracadores que disparan por descontrol; uno mira de poner fin a sus días por una observación desagradable, como se mata para poder pagarse una butaca en el cine; ese es el efecto hard, una violencia sin proyecto, sin voluntad afirmada, una subida a los extremos en la instantaneidad: la violencia hard está soportada por la lógica cool del proceso de personalización.
Notas
1. Durkheim, Le Suicide, PUF, pp. 413-424.
2. Emmanuel Todd, Le Fou et le prolétaire, Laffont, 1979. Asimismo Hervé Le Bras y E. Todd: «Después de la ruptura, los géneros de vida se reconstruyeron y el individuo se integró de otra manera. El suicidio desaparece ya que el malestar de la civilización se acaba.» En L'lnvention de la France, Laffont, col. «Pluriel», 1981, p. 296.
La era del vacío. Ensayo sobre el individualismo contemporáneo. Ed. Anagrama S.A., Barcelona, 2000.
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