Eliseo Diego
I
Cincuenta años son tiempo suficiente para saber si un poeta es capaz de resistir cincuenta años. Y si lo es será por algo, a menos que nos haya embaucado a todos, en cuyo caso merece por ilusionista un homenaje mayor, y nosotros también el nuestro, el que corresponde a unos perfectísimos inocentes.
Deducir de una vida mediocre -no creo que debemos dar a Darío una calificación más baja, pues hay que reservar su parte a los malos agüeros- la mediocridad de una poesía, no llega a parecerme un procedimiento sensato. Cuando, interrumpidas sus bodas por la rebelión del general Ezeta, se encuentra Darío muy de mañana, perplejo, ante un coronelazo que le apunta una pistola al pecho y le brama: “¡Grite: viva el General Ezeta!”, acierta el pobre a murmurar apenas: “viva el general Ezeta”, con una voz comprensiblemente trémula. Pero no es esta voz la que debe en Cuba interesarnos, sino la otra que impulsa a sus poemas, supuesto que justamente pretendemos aquí crear un mundo en el que no haya coronelazos que les roben el aliento a los poetas -trémulos o no- temporal o definitivamente; un mundo donde la creación literaria cobre sentido al amor de todo un pueblo.
II
No es en el pobre murmullo de sus días ya idos ni en su retórica fácil -cómo iba a ser en ella?- donde está aún vivo Rubén Darío, sino en el idioma que nos sirve a todos y al que sirvió él apasionadamente. “Francisca Sánchez me acompaña es una frase como tantas”; pero cuando, respondiendo a la anhelante solicitación de la rima, leemos: “Francisca Sánchez, acompaña-mé”, ¡qué abismos entrevemos por la grieta que abrió el leve golpe del idioma, qué abismo de soledad y de la universal necesidad de compañía! Todo como tres palabras, sin forzar el idioma, como dejándole hacer, como permitiéndole que nos demuestre lo que es capaz de hacer. Uno se pregunta, viendo que en los últimos años la poesía latinoamericana tiende en muchos casos al acarreo, a la recua de palabras, qué aluviones, qué diluvios de palabras de papagayos y caimanes y montañas y anacondas, en sucesivas ráfagas de invocaciones, habría sido necesarios para expresar un sentimiento semejante.
O tómese ese verso trágico al que tan superiores nos sentimos a veces, el que comienza: “Yo soy aquel…”, y apréndase cómo ir de la inmediatez del yo brutal, y el verbo en absoluto presente, a la primera distancia del pronombre, y luego, por el ayer ya en sí mismo remoto, a la imprecisa, vaga, desolada, irrecuperable lejanía del verbo que está justo en el tiempo de la distancia, el misterioso “imperfecto” de nuestro idioma: “Yo soy aquel que ayer no más decía…”
Aprendamos, así, de sus grandes versos la sencillez terrible, y cómo echar a un lado el yo para que pase el idioma -este bellísimo, conmovedor idioma español que hemos pretendido tratar a palos para que nos lleve a cuestas.
Lejos de ser una figura del pasado, Rubén Darío recién comienza a darnos sus lecciones.
Y aquí lo mejor de aquel cónclave en Varadero: el encabronamiento de Pellicer rememorado por Eliseo Diego hace ya unos años, y un recuento de Rafael Rojas sobre la “balacera” que se allí de armó.
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