Santiago Ramón y Cajal
Haciéndome el Dr. Lluria la merced de
graduarme de competente en materias sociológicas, me invita amablemente a
consignar mi opinión sobre el presente libro, consagrado al estudio de las causas
antropológicas de la llamada cuestión social.
Semejante requerimiento me pone
en grave aprieto, pues sobre ser yo lego en la ciencia creada por A. Compte y desarrollada
por H. Spencer, me lie preocupado muy poco, o mejor dicho, no he tenido tiempo
de preocuparme, de la evolución moral e intelectual del hombre considerado en
sus relaciones con la Sociedad y el Estado. Abeja obrera de la gran colmena
humana, me he limitado buenamente a libar en el jardín de la Naturaleza, para
fabricar mi pequeña e individual celdilla, dejando que otro, con visión
aquilina y genio sintético, tracen la perspectiva y hagan la filosofía de la
obra común, marcando los futuros rumbos del enjambre humano.
Pero como en este caso mi
silencio constituiría inmerecido desaire, voy a corresponder a la honrosa
invitación, exponiendo, sin aires dogmáticos ni miras sugestivas, mis
impresiones íntimas sobre la doctrina desarrollada por el Dr. Lluria, y la
solución todavía harto remota, de] pavoroso problema social.
Estoy enteramente
de acuerdo con la parte crítica del presente libro. Tiene su autor razón que le
sobra al declarar que la Humanidad actual, el organismo superhumano, como el
Dr. Lluria la llama, se ha apartado desdeñosamente de la Naturaleza, habiendo
ocasionado esta sistemática y perpetua violación de las leyes evolutivas,
irritantes desigualdades y torturantes dolores y miserias.
El hombre social de hoy,
adulterado por la morbosa adaptación al capital, viene a ser una mezcla extraña
de civilización y barbarismo. Piensa y siente, al parecer, como un cristiano,
pero obra a la manera de un ciudadano de las aristocráticas e inhumanas Repúblicas
antiguas. La esfera de la inteligencia ha crecido tanto como menguado la de la
voluntad.
Cada día más refractaria al sentimiento de la justicia, la sociedad
actual nos da el triste y paradójico espectáculo de un mundo revés; arriba entronizados
y venerados el vicio y la holganza; abajo, luchando con el hambre y el
dolor, los laboriosos y los útiles, es decir, las cabezas que, según diría
Spencer, han adaptado mejor, aguijados por la dura necesidad, soberano escultor
de la arcilla nerviosa, las relaciones dinámicas internas a las externas. De donde
la inevitable decadencia y estancamiento de le raza humana; puesto que las
organizaciones superiormente adaptadas, consumidas por el sobretrabajo y la miseria,
caen en la esterilidad o dejan ruin descendencia diezmada, por las infecciones;
en tanto que, por lo contrario, los zánganos, los inadaptables, los indigentes del
espíritu, ahítos de placeres, incuban prole robusta, perpetuando de esta suerte
el peso muerto de la máquina social.
No rigen, pues, para el hombre
civilizado los principios de la selección del más apto ni prevalece en la lucha
por la vida la casta de los mejores; antes bien, según dice atinadamente el Dr.
Lluria, la adaptación se ajusta a una condición artificial extra-orgánica, por cierto desconocida del resto
de la animalidad y semillero inagotable de estancamiento, retrocesos y organizaciones
aberrantes, a saber: la adquisición y goce del capital con el fin exclusivo de
garantizar la perennidad de la holganza de unos pocos y el aumento incesante de
los parásitos del trabajo. Con que el tipo humano, oscilando perpetuamente de
la miseria a la abundancia y desde la anemia a la plétora, viene a ser algo
extraño e incomprensible; una especie de vesánico aquejado de la rara manía de
imponer el hambre a los demás para procurarse la soberana voluptuosidad de
suicidarse de hartura.
De acuerdo con el autor, estimo que los únicos
capitales antropológicamente legítimos son la organización humana y las fuerzas
de la Naturaleza, factores de producción que no podrán marchar en consonancia
con la justicia y la ley evolutiva, sino a condición de ser colectivamente
fomentados y administrados. La tierra para todos, las energías naturales para
todos, el talento para todos: he aquí la hermosa divisa de la sociedad del
porvenir. Urge, pues, según el Dr. Lluria declara,
reintegrar el hombre en las leyes de la evolución, devolver el capital, secuestrado
en provecho de unos pocos, al acervo común de la colectividad, continuar, en
fin, como diría Cánovas, la historia biológica de la raza humana, estancada por
el egoísmo y la injusticia de tres mil años de civilización.
Pero, ¿es esto
posible? Caso de que no represente un bello y halagador ensueño ¿cómo se
realizará? El poderoso, expropiado piadosamente en provecho
común, ¿se resignará a la mediocridad? ¿No tirarán acaso de su corazón, armando
sus manos iracundas, atavismos de autócrata destronado y el instinto secular de
la hormiga esclavista? Y si hay que reprimir por la fuerza estas peligrosas
nostalgias del ocio mal domado ¿no se verá la futura sociedad obligada a nuevas
guerras de clase, con el consiguiente gasto abrumador de soldados y cañones y
el irremediable sobretrabajo de los mejores? Y aun en la hipótesis seductora de que se restablezca
la calma y el mundo se transforme en vasto taller,
presidido por la moderación y el amor, ¿cómo se evitará que el instinto sexual,
laborando sin freno ni previsión, arroje a la vida millones de bocas famélicas,
carga abrumadora de la sociedad y peligro constante de la paz colectiva? ¡Y si
a la postre resulta verdadera la tesis de Malthus! ¿Qué harán nuestros futuros estadistas con el
sobrante de población, cuando, atiborradas América y África de emigrantes europeos,
falten tierras vírgenes que roturar y minas que explotar?
Y convirtiendo la
atención a la marcha de la civilización misma, el aurea mediocritas a que el
socialismo aspira ¿no enervará las facultades del espíritu, restando energías
para la indagación de la ciencia?. El capital colectivo ¿no será medroso y carecerá
de los arranques, en ocasiones románticos y salvadores, del capital
individual? La gloria, pasión del genio filosófico y científico, ¿prosperará en
el ambiente gris y suave del bienestar colectivo? Desterrada la injusticia ¿no habrá cesado de
funcionar acaso el mejor resorte de la evolución mental de la Humanidad? ¡Gran
modelador de voluntades y promotor de heroísmos es el dolor! Reducidos a un mínimo
tolerable la miseria y la desgracia? no descenderían en igual proporción la
abnegación sublime de los héroes y el genio portentoso de los redentores
científicos?
A todas estas torturantes dudas e interrogaciones contesta el Dr.
Lluria con una doctrina altamente simpática y alentadora.
Hela aquí tal como nosotros la interpretamos:
La producción actual, obra de una minoría
hambrienta e inadecuada, es deficiente con relación a las necesidades de la
raza. Divorciado de las leyes naturales, nuestro cerebro no rinde sino frutos
desmedrados y escasos. Y como indeclinable consecuencia de la penuria
alimenticia y de los rigores del sobretrabajo de los más, prodúcese el dolor
moral y físico, la miseria fisiológica, la degeneración de la especie, y, en la
esfera moral, el odio de clases y el despego a la vida.
Pero tan deplorable
estado de cosas no puede ser eterno. Tiempos vendrán en que la ciencia ilumine
las conciencias, y eleve los corazones. Y entonces, cuando, desterrado el culto
fetichista del capital, el hombre haya sido incorporado a las leyes de la
evolución; cuando, escudriñadas y explotadas las fuerzas naturales, el Cosmos
trabaje por nosotros, poniendo en acción infinitas máquinas y fabricando
mercancías a precios irrisorios; cuando, descubierto el secreto de las síntesis
químicas, el ingeniero del porvenir elabore, sin el concurso de la tierra, la fécula,
el gluten, la albúmina, e] azúcar y la grasa, utilizando al efecto la fuerza
viva de los rayos solares o cualquiera forma de energía natural; cuando el ocio
bien ganado permita la universalización de la ciencia y del arte, y todos
puedan saborear las inefables armonías y bellezas que palpitan en el fondo de
la Naturaleza; cuando, en fin, redimidos por la solidaridad y el amor, todos nos
sintamos ondas de una misma corriente vital, células hermanas de un mismo
cuerpo... ¿qué significado tendrán las palabras rico y pobre, señor y esclavo,
feliz y desdichado? ¿qué importará entonces que el amor multiplique sobremanera la especie ni que
cielo adusto y tierra ingrata nos regateen sus dones? Ahí estará, enérgico y
avizor, para reaccionar contra toda suerte de accidentes cósmicos, el cerebro humano, sublimado por la fiel
acomodación al mecanismo del mundo, ofreciéndonos generoso nuevas y salvadoras
invenciones. Nuestro será también el Tesoro de la inextinguible hoguera solar, que
la ciencia, emancipada quizás de nuestra antigua y fatigada nutriz, la tierra,
sabrá modelar y cuajar en rutilantes frutos y doradas espigas. ¿Quién teme el agotamiento
de la fuerza solar, del movimiento del viento y de los mares, de las cataratas
de las cordilleras, de la soberana potencia del pensamiento?
¡Soberbio y
alentador ideal, que acaso un día, se convierta en viva y palpitante realidad!
Creamos en él para que tenga lugar su
advenimiento; porque en este bajo mundo sólo es realizable lo enérgicamente
creído y esperado.
Prescindiendo de la doctrina y de los luminosos horizontes que
su autor nos descorre al evocar, con visión profética, la sociedad futura
menospreciadora del capital individual y atenida al culto de la Naturaleza, hay
en este libro muchas ideas y conceptos sugestivos que, aun separados de la
tesis fundamental, tienen valor y brillo propios
cual joyas engarzadas en artística corona.
Una de ellas es la asimilación de la vida a un
ritmo, a un sistema de ondas, comparable en principio al de las palpitaciones
del éter o al orden mas completo de relaciones marcando por las tablas de
Mendeleef y W. Crookes.
A primera vista la idea parece obscura y hasta difícil
de concebir; pero meditando en ella se descubren facetas luminosas y puntos de
vista interesantísimos.
Porque, en suma, la vida, representa un sistema
complejo de fuerzas, de vibraciones en progresión ascendente. Semejante a una
orquesta sucesivamente reforzada, la organización se inicia con la nota
monorítmica del infusorio, y acaba con la grandiosa sinfonía del mamífero, en donde
colaboran millones de voces celulares. Y cuando el estruendo de la orquesta
orgánica llega al sumo, surge otra vez el encantador ritornello del germen, es
decir, las sencillas cadencias del óvulo, a partir de las cuales la melodía se
desarrolla en crescendo complicándose hasta llegar nuevamente a la plenitud de las modulaciones y motivos musicales de la
organización del adulto.
En ningún aparato orgánico
hallamos más de relieve este carácter rítmico que en el instrumento cerebral.
Nútrese nuestro espíritu de ondas llegadas de todas las partes del Cosmos, y su
misión principal consiste en clasificarlas, combinarlas y reflejarlas, refiriéndolas
a sus orígenes. La percepción, la idea, la palabra hablada, hasta la
contracción muscular, ¿qué son, en último análisis, sino palpitaciones del calor,
de la luz, de la energía química, de la electricidad, etc. transformadas,
refinadas y devueltas en otras palpitaciones más sutiles y espirituales? A la manera
de una lente de singular virtualidad y potencia, nuestro sistema nervioso
recoge todos los rumores y estremecimientos del mundo, a fin de concentrarlos,
ora en el espléndido foco de la idea, ora en la llama de la voluntad y de la
pasión.
Si el considerar la serie animal como una gama cromática, como una sinfonía
ejecutada por las fuerzas naturales que, después de formar el cerebro, tañen en
sus fibras nerviosas a semejanza del viento en el arpa, es concepción
interesante, no lo es menos la tentativa de explicar la herencia de las
cualidades adquiridas por la influencia trófica del sistema nervioso.
Ciertamente,
la tentativa es un tanto prematura. Faltan datos anatomo-fisiológicos para
averiguar como un órgano perfeccionado por adaptación a las condiciones del
medio, puede influir sobre el cerebro, para que éste, a su vez, modifique las células
germinales. Ni faltan sabios como Weissman que niegan en redondo la
transmisibilidad de los caracteres adquiridos, fiándolo todo a los azares de la
variación y selección natural. Pero, en fin, si el arduo problema no tiene a la
hora actual completa solución, algo es saber que nuestras ideas y sentimientos
influyen, por el intermedio del gran simpático sobre la nutrición de las glándulas
y la arquitectura molecular de las células germinales. De todas maneras,
tentador es el propósito, y si la ciencia llega a confirmar su principio
(acción del sistema nervioso sobre los arreglos moleculares del núcleo y protoplasmas)
la teoría nerviosa de la herencia de las cualidades adquiridas reemplazará a
las arbitrarias hipótesis de
Darwin, Haeckel, De Wries y otros acerca de tan interesantísimo problema.
Entusiasta es también el himno que Lluria
canta a la perfectibilidad indefinida del cerebro, de esta víscera eternamente
joven que todos llevamos dentro. Esclava primero de las fuerzas cósmicas que
esculpieron, con dolorosas mordeduras, el dédalo de sus vías asociativas, el cerebro
humano está destinado a convertirse un día en tirano de esa misma energía
natural a que debe su aparición. Cierto que los sentidos, ventajas demasiado angostas
del alma, han roto la continuidad de la gama de las vibraciones etéreas,
obligándonos a escoger tan sólo las más útiles al aumento y prosperidad de la
especie; pero también lo es que, por sabia compensación nuestra corteza
cerebral, exquisitamente plástica y creadora, ha sabido colmar con ideas e
invenciones los vacíos del menguado registro sensorial. ¿Qué son los
instrumentos de la ciencia, el microscopio y el telescopio, el galvanómetro y
el aparato fotográfico, la pantalla del radioscopo y los recursos de la química
analítica, sino retinas y aparatos de Corti complementarios, sentidos a
distancia, en cuya virtud el ingenio humano, corrigiendo a la Naturaleza, entra en
posesión de todas las palpitaciones de la energía cósmica?
Y concluyo; pues no es cosa de
desflorar con inoportunos comentarios los diversos y atractivos temas que, con
gran acopio de erudición y sana crítica, desarrolla el Dr. Lluria en su hermoso
trabajo. El cual, ocioso es advertirlo, está escrito clara, amena,
sugestivamente, y con una valentía de pensamiento y serenidad de juicio que ya
quisieran para sí muchos flamantes tratadistas filosóficos y sociológicos.
“Prólogo” a Enrique LLuria: Evolución Super Orgánica. La naturaleza
y el problema social, Madrid, 1905.
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