Jorge Edwards
Me
imagino que los poetas jóvenes de nuestra lengua ya no saben nada o tendrán una
idea muy confusa del llamado caso Padilla, que hizo correr bastante tinta a comienzos
de 1971 y que provocó, según la opinión de algunas almas piadosas del
estalinismo criollo, que trataron de restar importancia al incidente, una
tempestad en el vaso de agua de los medios literarios europeos y
latinoamericanos. Después de un mes en una cárcel cubana, Padilla egresó a la
circulación para hacer la más extraordinaria negación de sí mismo que se ha
escuchado en estos tiempos. Dijo que se había convertido en un traidor, en un
aliado objetivo de los contrarrevolucionarios que pululaban dentro y fuera de
la isla, lo cual no es poco, si se considera que otros, por el mismo delito,
han sido condenados al paredón. En seguida, acusó a sus mejores amigos, a los que
en ese mismo instante hacían su apasionada defensa, como era el caso del poeta
alemán Hans Magnus Enzensberger, de ser agentes de la CIA.
No sólo nadie creyó que un hombre como
Enzensberger pudiera ser agente de la CIA, sino que nadie creyó, siquiera, que
Heberto pudiera cree, recién salido de la cárcel, hablando bajo la luz de las
candilejas de la Unión de Escritores Cubanos, en la seriedad de lo que
afirmaba. El problema era que Heberto, a través del procedimiento inquisitorial
de la autocrítica, se había convertido en esos momentos en una no persona. Sus
defensores y sus amigos de Europa y de América quedaron perplejos, y no
tuvieron más remedio que guardar silencio. Parecía que el Heberto Padilla que
defendían no era más que una réplica fantasmal, un doble desteñido, del poeta
que habían conocido en años menos ingratos. Lo grave del caso, el aspecto diabólico
del tratamiento policial a que había sido sometido Padilla, es que todos doblamos
la página y lo consideramos muerto, sin penas ni gloria, para la literatura.
Algún tiempo después de la muerte de José Lezama
Lima, ocurrida algunos años más tarde, alguien me contó una anécdota del
entierro, que había adquirido un carácter semioficial, con asistencia de
autoridades culturales y todo eso. De pronto apareció Padilla, que había
llegado a convertirse en amigo entrañable de Lezama Lima, y los asistentes a
los funerales se alejaron de él como si fuera un apestado, creando alrededor
suyo un círculo de vacío. Veo muy bien a Heberto en ese círculo, desarrapado,
con los zapatos viejos, rindiendo homenaje al poeta de la calle de Trocadero.
Después, a mediados del año pasado, por una fuente
curiosamente directa, supe que Heberto Padilla, el fantasma, había continuado
escribiendo. Es decir, supe que el poeta que había en él había sobrevivido, a
pesar de todo, comprobación que me resultó instructiva respecto a la naturaleza
de los poetas. Por una casualidad, tuve ocasión de contárselo a Hans Magnus Enzensberger,
y recuerdo que hablamos, con alegría, de esta comprobación, que demostraba que
el espíritu de nuestro amigó de La Habana continuaba sano y fuerte.
Ahora he recibido un ejemplar del New York
Review of Books y me he encontrado con tres poemas de Heberto Padilla
traducidos al inglés por Alastair Reid, traductor de Neruda y de otros poetas
de habla castellana. Padilla hasta en estos poemas, precisamente, de los
zapatos viejos con que ha conseguido atravesar todo este periodo; de Pablo
Armando Fernández, “amigo de mis años mejores y más difíciles”, y del “vestido
de payaso que no hizo reír a nadie”, aludiendo, que no hizo, en efecto, reír a
nadie.
Heberto, que para suerte nuestra no ha perdido
el humor provocativo de antes, puesto que esa provocación y ese humor son condimentos
esenciales de su obra, declara en sus versos que la Derecha estuvo algunas
veces contenta con él, con la idea de apropiárselo, y que la Izquierda lo ha
hecho famoso. Y como resumen de todo esto, pide en uno de sus poemas, en su
magnífico "Autorretrato del otro", que le hagamos un hueco sin darnos por
aludidos de su presencia; sin dirigirle la palabra; haciéndonos a un lado
cuando lo veamos aparecer...
En la sociedad cubana posterior a los días del "caso Padilla", Heberto se mira como el otro, como el bufón cuya presencia
incomoda, puesto que siempre será capaz de salir con algunas verdades molestas.
El hecho es que ha sobrevivido con la tenacidad de los que en Chile llaman “monos
porfiados”, esos polichinelas con resortes que salen de una caja, y que cuando
uno se ha olvidado de ellos vuelven a salir con un silbido. En este caso es un
silbido poético, y el autor de Fuera del juego se muestra maduro,
depurado, más sutil en su juego de insinuaciones y contradicciones.
Las tres versiones inglesas de Alastair Reid nos dejan con deseos de
conocer más de esta nueva etapa de Heberto Padilla.
La Vanguardia, 25 de octubre de 1980, p. 6.
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