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domingo, 13 de octubre de 2019

Un hueco para Heberto Padilla



 Jorge Edwards 

 Me imagino que los poetas jóvenes de nuestra lengua ya no saben nada o tendrán una idea muy confusa del llamado caso Padilla, que hizo correr bastante tinta a comienzos de 1971 y que provocó, según la opinión de algunas almas piadosas del estalinismo criollo, que trataron de restar importancia al incidente, una tempestad en el vaso de agua de los medios literarios europeos y latinoamericanos. Después de un mes en una cárcel cubana, Padilla egresó a la circulación para hacer la más extraordinaria negación de sí mismo que se ha escuchado en estos tiempos. Dijo que se había convertido en un traidor, en un aliado objetivo de los contrarrevolucionarios que pululaban dentro y fuera de la isla, lo cual no es poco, si se considera que otros, por el mismo delito, han sido condenados al paredón. En seguida, acusó a sus mejores amigos, a los que en ese mismo instante hacían su apasionada defensa, como era el caso del poeta alemán Hans Magnus Enzensberger, de ser agentes de la CIA.
 No sólo nadie creyó que un hombre como Enzensberger pudiera ser agente de la CIA, sino que nadie creyó, siquiera, que Heberto pudiera cree, recién salido de la cárcel, hablando bajo la luz de las candilejas de la Unión de Escritores Cubanos, en la seriedad de lo que afirmaba. El problema era que Heberto, a través del procedimiento inquisitorial de la autocrítica, se había convertido en esos momentos en una no persona. Sus defensores y sus amigos de Europa y de América quedaron perplejos, y no tuvieron más remedio que guardar silencio. Parecía que el Heberto Padilla que defendían no era más que una réplica fantasmal, un doble desteñido, del poeta que habían conocido en años menos ingratos. Lo grave del caso, el aspecto diabólico del tratamiento policial a que había sido sometido Padilla, es que todos doblamos la página y lo consideramos muerto, sin penas ni gloria, para la literatura.
 Algún tiempo después de la muerte de José Lezama Lima, ocurrida algunos años más tarde, alguien me contó una anécdota del entierro, que había adquirido un carácter semioficial, con asistencia de autoridades culturales y todo eso. De pronto apareció Padilla, que había llegado a convertirse en amigo entrañable de Lezama Lima, y los asistentes a los funerales se alejaron de él como si fuera un apestado, creando alrededor suyo un círculo de vacío. Veo muy bien a Heberto en ese círculo, desarrapado, con los zapatos viejos, rindiendo homenaje al poeta de la calle de Trocadero.
 Después, a mediados del año pasado, por una fuente curiosamente directa, supe que Heberto Padilla, el fantasma, había continuado escribiendo. Es decir, supe que el poeta que había en él había sobrevivido, a pesar de todo, comprobación que me resultó instructiva respecto a la naturaleza de los poetas. Por una casualidad, tuve ocasión de contárselo a Hans Magnus Enzensberger, y recuerdo que hablamos, con alegría, de esta comprobación, que demostraba que el espíritu de nuestro amigó de La Habana continuaba sano y fuerte.
 Ahora he recibido un ejemplar del New York Review of Books y me he encontrado con tres poemas de Heberto Padilla traducidos al inglés por Alastair Reid, traductor de Neruda y de otros poetas de habla castellana. Padilla hasta en estos poemas, precisamente, de los zapatos viejos con que ha conseguido atravesar todo este periodo; de Pablo Armando Fernández, “amigo de mis años mejores y más difíciles”, y del “vestido de payaso que no hizo reír a nadie”, aludiendo, que no hizo, en efecto, reír a nadie.
 Heberto, que para suerte nuestra no ha perdido el humor provocativo de antes, puesto que esa provocación y ese humor son condimentos esenciales de su obra, declara en sus versos que la Derecha estuvo algunas veces contenta con él, con la idea de apropiárselo, y que la Izquierda lo ha hecho famoso. Y como resumen de todo esto, pide en uno de sus poemas, en su magnífico "Autorretrato del otro", que le hagamos un hueco sin darnos por aludidos de su presencia; sin dirigirle la palabra; haciéndonos a un lado cuando lo veamos aparecer...
 En la sociedad cubana posterior a los días del "caso Padilla", Heberto se mira como el otro, como el bufón cuya presencia incomoda, puesto que siempre será capaz de salir con algunas verdades molestas. El hecho es que ha sobrevivido con la tenacidad de los que en Chile llaman “monos porfiados”, esos polichinelas con resortes que salen de una caja, y que cuando uno se ha olvidado de ellos vuelven a salir con un silbido. En este caso es un silbido poético, y el autor de Fuera del juego se muestra maduro, depurado, más sutil en su juego de insinuaciones y contradicciones. Las tres versiones inglesas de Alastair Reid nos dejan con deseos de conocer más de esta nueva etapa de Heberto Padilla.

 La Vanguardia, 25 de octubre de 1980, p. 6.

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