Cuando se habla de la Isla de Cuba como país
lírico, en Francia se recuerda al «conquistador» José María de Heredia, y en
España a aquella exuberante y hermosa musa que se llamó Gertrudis Gómez de
Avellaneda en el tiempo apasionado y sonoro del romanticismo. En mi primaveral adolescencia era ya Cuba para
mí una tierra de poesía. La «Perla de las Antillas» era en verdad una inmensa y
maravillosa perla, llena de mansiones ilusorias y de paisajes de encanto, como
los paisajes de las Mil y una noches que el prestigioso verbo del Dr. Mardrus nos
ha hecho conocer. Yo he tenido el amor de las islas, y entre todas Ceylán y
Cuba me han atraído como dos soberbias mujeres; la una perfumada de las más
finas canelas, la otra olorosa a rosas y jazmines. En pasados tiempos conocí a dos
peregrinos que aumentaron mi entusiasmo. Era el uno un poeta rubio, bizarro y
caballeresco, que recorría nuestro continente en una gira de leyenda, diciendo
versos de amor y de patria, conquistando simpatías para la causa de la libertad
cubana y damas para sus apetitos sentimentales y voluptuosos de don Juan
errante. Se llamaba José Joaquín Palma. Era quien había escrito ciertos versos
que, encontrados entre los papeles de Olegario Andrade, fueron publicados coma del
autor de la Atlántida, rectificándose luego la equivocación.
El otro era un fogoso y armonioso orador, que en
los intermedios de sus bravas campañas patrióticas decía rimas de pasión y
cuentos de ensueños en los salones donde era su palabra un atractivo y un
hechizo. Se llamaba Antonio Zambrana. Ambos me hablaban de las dulzuras de su tierra,
de sus mujeres incomparables y de sus nidos de amor. Me llegaba un aroma de
bosques de la Isla de las Islas, un aroma de bosques entre ruidos de mar.
Soñaba con las maravillas de un suelo lleno de vida bajo un cielo todo azul
lleno de sol. Y era la visión de jardines deliciosamente criollos, exacerbantes
de olores, sonoros de arrullos de paloma, de cantos de pájaros, del revolar de
las milanesianas cimarronzuelas de rojos pies... Y, como en Oriente, calcadas
en el zafiro del celeste fondo, «las palmas, ay! las palmas deliciosas» que
hicieron suspirar a Heredia el castellano, nostálgico de ellas junto a la
catarata yanqui.
Soñaba yo con la Habana como con una capital de
placer y de deleite. Una decoración extraña y pintorescas fortalezas sobre las
olas, playas adornadas de árboles y flores del trópico; calesas en que iban
marquesas blancas de grandes ojeras; criados negros, terribles y fieles;
elegancias europeas en un ambiente tibio de pereza sensual, y, sobre todo, una
cálida gracia que embargaría los sentidos y haría ensoñar de tal manera que se sentiría
pasar la vida como una onda de miel y una caricia de seda. Y mi adolescencia se
estremecía ante tantas imaginaciones.
Yo decía: Amar allá en Cuba debe ser amar.
Decía:
El gozo en Cuba debe ser un multiplicado gozo. Y sentía como el sabor de un
beso de rara sulamita, con un algo de azúcares de níspero, de ámbar, y de la
miel y de la leche que regocijaron el paladar del querido colega, del perfecto
enamorado lírico que se llamaba Salomón.
Muchos años pasaron y pude por fin estar unas horas
—las que el vapor me permitía— en tierra cubana. No tuve tiempo de verificar mi
ensueño antiguo. Esas horas las pasé entre poetas y almas generosas que me
manifestaron su confraternidad y su cariño en un banquete inolvidable. Entreví,
sí, jardines, elegancias, ardientes poemas de carne, ojos milagrosos. Y con los
poetas, entre tanta vida, la única visita que pude hacer fue a la Muerte. Ciertamente -el motivo no lo recuerdo— nos
dirigimos al cementerio, en aquel día un tanto opaco, con otros amigos, Kostia
el perspicuo, Hernández Miyares, cuya gentil arrogancia se arregla muy bien con
su amabilidad cordial; Raoul Cay, aquel charmant
Raoul en cuya casa bebimos un té digno de Confucio y nos vestimos de mandarines
chinos con espléndidos trajes auténticos, mientras en el salón el General
Lachambre hacía la corte a la soberbia María, hoy su respetable viuda; Julián
del Casal, atormentado y visionario como Nerval, todo hecho un panal de dolor,
un acerico de penas, ya con algo de ultratumba en las extrañas pupilas, y que
hoy reposa en la paz y en la gloria que merecieron su corazón de niño
desventurado y sus versos de hondo y exquisito príncipe de melancolías;
Pichardo, el que es hoy laureado poeta de la Isla, y yo.
Tengo presente que íbamos conversadores y que
retornamos menos locuaces y con alguna vaga tristeza. ¿Es que comprendimos que
la visita debía ser pronto pagada?... Poco tiempo después llegó la Misteriosa,
en su carro negro, a casa de nuestro pobre Julián. Y fue en esa tarde de la
visita al cementerio, como en las horas del ágape amistoso, cuando por primera
vez comuniqué con el alma poética de Manuel Serafín Pichardo —a quien su pueblo
aclama entre los primeros— pudiendo apreciarle entre los vinos y las rosas, y
junto a los cipreses. Desde esa época «ha pasado mucha agua bajo los
puentes». El destino nos ha llevado a unos a un punto, a otros a otro. Con el
poeta que acaba de ser moralmente coronado por su patria, nos hemos encontrado,
al azar de la vida, una noche, en un teatro de Madrid, creo que en una
representación de Réjane. Cambiamos unas palabras y no nos hemos vuelto a ver.
Hoy le escribo estas para su libro de versos. Lo hago con sincero placer, a
pesar de una preocupación que ya raya en mí en supersticiosa: casi todo pórtico
que he levantado a la fábrica intelectual de un amigo, me ha caído encima...
Me encantan los versos de Pichardo, antes que todo,
porque no veo en él a un fanático de escuelas, o maniático de maneras. No se
propone enseñar, ni ponerse los hábitos apolillados de fray Luis de León, o los
casacones de Quintana, ni entablar ningún flirt con mis pasadas princesas azules...
Menos se propone componer el mundo; por lo cual le felicito de todo corazón, no
viendo la necesidad absoluta de que todos nos dediquemos a la carrera de
apóstol. Bellamente, noblemente, gallardamente, expresa el poeta sus pensares y
sentires en ritmos varios, y en veces veréis en él reminiscencias clásicas, en
veces, sobre el modo moderno, escucharéis muy sutiles melodías, rapsodias
elegantes y tal cual sonata sentimental chopinizada a la luz de la bella luna
de su patria.
A este noble poeta no le pueden acusar de no cantar
las cosas de su tierra. Patriótico, familiar, o pintor de caracteres, almas y
paisajes, ha escrito poesías que son productos cubanos genuinos, autóctonos. Yo
no sé de versos más hermosamente gráficos que ese Danzón que exterioriza todo
el picante de la molicie lujuriosa, al mismo tiempo que transciende al perfume
del corazón del terruño; relentes de África, atavismos voluptuosos, ecos de
legendarios ingenios, noches de libertad jocunda, aguardiente fuerte y caña
dulce y labios rojos.
El poeta va a España y allí sufre la tentación
de todo artista. Allá ha de producir cincelados sonetos castellanos à l' instar de
las labradas orfebrerías de Gautier; ha de externar su espíritu de adorador de
hermosas visiones en poemas que se demuestran sentidos y brotados espontáneamente,
con el influjo de ese soplo arcano que ha producido en el mundo tantas
maravillas y que antes se llamaba «inspiración». Si el calificativo se usase
todavía, podría decirse de este autor que es un lírico verdaderamente
inspirado.
Tiene en su rica colección una parte fúnebre que
podríamos llamar la loggia de los duelos. Allí están los afectuosos cenotafios,
los «mármoles negros», las urnas votivas, las lápidas recordatorias, los
conceptos consagrados a seres admirados o amados que han desaparecido en la eternidad.
No puedo menos que señalar los versos que dedica a Julián del Casal, al triste
Julián del Casal, a quien yo también amé mucho, pagando así la más pura de las
admiraciones y el más sincero de los afectos.
Hay en este volumen poemas de dolor, ecos de desgarraduras,
crujidos de fibras y de entrañas, lamentos lanzados al choque de la vida. Tal
lo que se contiene en «La copa amarga». Hay otros poemas de entusiasmo, de
impresiones literarias, algunas no muy de mi predilección, como los afamados versos
«A Rostand» —en que no dejan de manifestarse siempre la bizarría, el bello
gesto del esparcidor de flores o del portapalma que se acerca a decorar el
altar de su ídolo o el simulacro de su dios. En ocasiones es escultórico, y más
de una vez sus composiciones hacen recordar la dignidad métrica de su
semipaisano Heredia el francés.
La poesía doméstica que ha tentado a Pichardo es para mí cosa peregrina y extraña. No porque la considere ingenua, arrierée y a la papá, sino porque juzgo poco a sus anchas a las nueve musas para danzar libremente ante los lares... Y eso que el portentoso Hugo las hizo hacer las más lindas evoluciones en El Arte de ser abuelo. Con todo, ¡los niños tienen tan frescas sonrisas y tan claras miradas! ¡Y Pichardo las ha interpretado tan hondamente!
Otra cosa es la canción galante que este poeta
cultiva y prefiere y la cual vuela libre y atrevida como una abeja. Abeja que
en este caso tiene mucho en donde revolar y en donde posarse en esa tierra de
Cuba, florecida de beldades, y en donde hay tanto
Tipo oriental, nívea tez
Y el endrino pelo en haz...
Insistiré: todas las mujeres bellas del mundo tienen
sus encantos especiales; mas el encanto de la mujer cubana es único por su algo
de Oriente, por una fascinación misteriosa, porque por pudo rosa que sea hay en
ella como un incesante y secreto llamamiento. Ovidio lo diría mejor que yo:
Scilicet ut pudor est quamdam coepine
Sic alio gratum est incipienti pati.
Y esto lo digo de las pocas cubanas que en mis
peregrinaciones por el mundo he encontrado.
¡Cómo será la delicia en el paraíso ardiente
de la Isla! Réstame referirme a las traducciones que de varios poetas ha hecho
Pichardo. No puedo aplaudirlas
sino como originales, porque no creo en la posibilidad de una traducción de poeta
que satisfaga. Apenas en prosa se puede dar a entrever el alma de una poesía
extranjera. En verso el intento es inútil, así sea el traductor otro poeta y sea
hombre de arte y de gusto, llámese Llorente, Diez-Cañedo, Leopoldo Díaz,
Valencia, o Pichardo. Lo que el lector obtendrá será una poesía de Pichardo,
de Leopoldo Díaz, de Valencia o de Llorente, o de Díez-Canedo, no de Verlaine,
de Poe, de Mallarme o de Goethe. Don Miguel de Cervantes sabía bien lo que se
decía con lo del revés de los tapices.
Y he aquí lo más conocido, lo más reproducido,
lo más gustado de mi amigo Pichardo: las «Ofélidas». El nombre evoca en seguida
a la pálida enamorada shakespeareana, muerta bajo las flores; «¡flores sobre la
flor!» Y el triunfo de esas poesías cortas, intensas, comprensivas, expresivas,
sensitivas, consiste en su intimidad; en que dejan ver lo interior del poeta,
los caprichos, las amarguras, las heridas. Son pequeños estuches que encierran
joyas con secretos, alfileres con más o menos ponzoña o con casi invisibles
manchas sangrientas... Son fragmentos de vida, he ahí la razón de su boga. Por
eso casi todos los grandes poetas que han escrito «ofélidas» han ido en seguida
al corazón de las gentes. Las de Heine se llaman «Intermezzo», las de Bécquer
«Rimas», las de Verlaine «Parallélement»... Allá lejos, Catulo habría gustado
de todas ellas.
Yo saludo a Pichardo, al gran poeta de Cuba, al aparecer su brillante libro, en cuya cubierta la musa medio desnuda, destacándose en el fondo de la sagrada selva, muestra sus blancos pechos erectos, cerca de los cisnes, de los bienhechores, melodiosos y olímpicos cisnes.
Yo saludo a Pichardo, al gran poeta de Cuba, al aparecer su brillante libro, en cuya cubierta la musa medio desnuda, destacándose en el fondo de la sagrada selva, muestra sus blancos pechos erectos, cerca de los cisnes, de los bienhechores, melodiosos y olímpicos cisnes.
"Manuel S. Pichardo, en Letras, 1911, Madrid, p. 177-186.
No hay comentarios:
Publicar un comentario