Osvaldo Bazil
Mi amistad personal con Rubén
Darío data del año 1910. Antes de esa fecha nuestra relación era epistolar. Su
nombre tenía ya los prestigios de un monarca del verso. Todos ansiábamos
conocerlo. Había anunciado, por cable, su llegada a la Habana, de paso para
México. Para la juventud literaria de cualquier capital de Hispano-América, la
llegada de Rubén Darío era un acontecimiento.
El cetro de la lírica de América
era en sus manos. ¡Todas las cabezas se inclinaban a su paso! Natural, pues,
que la Habana literaria le rindiera jubilosa, sus homenajes. La hora de la
llegada nos la comunicó Catalá.
Era de seis a siete de la mañana,
hora absurda e inconcebible para las estrellas y para los poetas. Pero, ese
día, habían estrellas razagadas en el cielo, para verlo llegar. Y poetas, sin
dormir, que esperaban al poeta príncipe. Esto acontecía en una mañana del mes
de septiembre del año 1910. Ya el poeta está entre nosotros. En un remolcador
lo conducíamos Catalá, Arturo R. de Carricarte, Bernardo Barros, Francisco
Sierra, Eduardo Sánchez de Fuentes y yo.
No me lo imaginaba tal como
apareció ante mí, a pesar de que me era familiar su rostro por los retratos que
publicaban las revistas. El Rubén que vi ante mí era así: pálido, marfileña la
color, alto, grueso, abdomen abacial, ojos chicos y vivos, casi mongólicos,
escrutadores. Sus ojos preguntaban lo que la boca callaba. Manos magníficas,
dedos finos, largos, perfectos; la nariz terriblemente ancha y fea, los labios
finos, tenuemente rosados.
Era un hombre más bien feo, pero
no se le veía la fealdad, sin duda, porque la ocultaba la luz espiritual que
emanaba de su personalidad. Se sentía ante él, al minuto, la impresión de estar
delante de un hombre de genio. Algo búdico había en su gesto y en su rostro.
La presencia del hombre superior
se manifestaba en él, no por lo que decía sino por cómo lo decía o por lo que
callaba o por cómo escuchaba a los demás. Nunca he visto a un hombre que, como
Rubén, sin pronunciar una palabra, tomara parte activa en una conversación
hasta el punto de dirigirla y hacerla interesante. Rubén era hombre así: Gesto
lento. Ademán lento. Andar lento. Hablar lento. ¡Majestuosa lentitud de incensario
ante el altar de un Dios era la suya!
Como el poeta venía de Embajador
de su país, a la celebración del Centenario de México, la primera visita fue
hecha a la Secretaría de Estado. Allí lo esperaba la gentil presencia de
Sanguily, de quien escuchó la bienvenida de Cuba. Seguimos a la Legación de
México, y después a la de Santo Domingo, entonces a mi cargo, en donde le
ofrecí un improvisado Champagne de Honor. En la noche hubo el indispensable
banquete de rigor, en el "Hotel Inglaterra".
Entre los oradores de esa noche
tengo fijo en la memoria a Max Henríquez Ureña y a Fernando Sánchez de Fuentes.
En la Habana se enteró Darío de que el Gobierno que lo había nombrado Embajador
había sido derrocado y que el nuevo Gobierno lo había sustituido con otra
persona, sin avisarle cuál era su situación. Esta América ¡siempre igual! La
inconsciencia midiendo con una misma vara todas las categorías! Nadie podía, en
su patria, dar la representación que él.
Nadie podía honrar como él a su
patria, y, sin embargo, le dejaban abandonado en una ridícula situación. Y todo
porque era amigo personal del Presidente caído! Rubén no sabía qué cosa hacer!
Ponía cables a México, a Nicaragua. Nadie contestaba. Por fin, decidió seguir
viaje, atraído por el deseo de conocer el maravilloso país azteca, en donde
tenía grandes amigos, que no dejarían caer sobre Nicaragua la triste gloria de
que su hijo más ilustre padeciera la afrenta del hambre.
Pero la situación, al llegar a
Veracruz, se hizo casi trágica: en la capital de México, los estudiantes
complicaron la situación, tomando el nombre del poeta como bandera de guerra
contra los Estados Unidos. Y Rubén no tuvo más remedio que retornar a la
Habana, en el mismo barco que lo había llevado. Sus amigos y el Gobierno
mexicano así lo aconsejaron. Le dieron en la persona del pintor Ramos Martínez
un noble emisario oficial para que lo acompañara a Cuba.
De nuevo el poeta, en la Habana,
en el "Hotel Sevilla", instalado en lujoso "apartamento".
El poeta está en desgracia, pero ya está en tierra cubana, en donde toda
esperanza es como más dulce y de más grata realización. La primera tarde de su
regreso de México fuimos a buscarle al "Hotel Sevilla". Eduardo
Sánchez de Fuentes y yo, para dar un paseo en automóvil.
El poeta se preparaba a dar solo
este paseo. Pero se alegró de nuestra compañía. Quería dar muchas vueltas por
el Malecón -nos dijo-. Un misterio de amor asomaba en su sonrisa! Rubén no era
hombre de amor. Era hombre tímido, ruboroso, callado, miedoso, aunque sensual y
artista del amor! Pero, de esto a ser hombre de amor hay una gran diferencia,
como que ambas categorías tienen su naturaleza y su tipo que le son peculiares!
Durante el paseo no hacía sino
mirar para los píos altos del Malecón. Su inquietud era evidente. No me atrevía
a ofrecerle mi ayuda ante tal misterio. Yo lo trataba con gran respeto. Mi
intimidad con él sobrevino después, y con ella, el cariño profundo y el
"tuteo", irremediable en el trópico.
Vidas de
iluminación, Habana, Cuba: J. Arroyo, 1932, p. 76.
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