Max Henríquez Ureña
En Guantánamo, su
ciudad natal, donde transcurrió la mejor parte de su vida, floreció el talento
poético de Regino E. Boti, que representó un ansia renovadora dentro del
modernismo, ya en liquidación, y que en definitiva se afilió a las corrientes
que dieron vida al posmodernismo. Su primer libro de versos, Arabescos mentales (Barcelona, 1913) es
ya obra de madurez. Antes solo había publicado prosas: Rumbo a Jauco (1910), Prosas
emotivas (1910), unos apuntes sobre el origen y la fundación de Guantánamo
y un perfil biográfico de Guillermón
(1912), impresos todos en Guantánamo.
Buen conocedor de los
resortes métricos, como lo reconoció en sus ensayos “La Avellaneda como
metrificadora” y “Yoísmo”, puesto como introducción a su primer libro, cultivó
gran variedad de medidas y combinaciones, desde las más usuales hasta el metro
libre y el intento examétrico. Véase, si no, “Ante la Ciudad Teológica”:
Hay inquietud
en el aire y no corre ni un soplo remiso;
predomina
una calma que aduerme el verdor de los campos
y
ante el pórtico ruin y las tapias austeras
parece
que vaga la pródiga Musa del Cambio.
En
el cielo se acoplan las gamas ardientes,
son
tributo al misterio tumbal del ocaso,
y
unas nubes, de negro de hulla vestidas, se alargan
y
otras vierten radiosas estrías de vivos cinabrios.
El
perfil unilíneo y enjuto se asoma del Dante;
Virgilio
le sigue como un silenciario...
Atraviesan
el orco de aquella agonía,
sin
Caronte ni barca, ni Estigia ni endriagos.
Con
el óbolo presto y el alma convicta y confesa,
Can,
el Cerbero, seis ojos, tres lenguas, tres cráneos,
me
cierra el rastrillo chirreante de la urbe teológica,
cuando
arriba se enciende el misterio tumbal del ocaso.
A veces en la temática se advierten sus lecturas de Heredia,
el de Los trofeos; así en el soneto
“Funerales de Hernando de Soto”, donde además (valga de muestra el tercer
verso) apela a la libertad de cesuras que el modernismo introdujo en el
alejandrino castellano, siguiendo las huellas de los poetas franceses:
Bajo
el lábaro umbrío de una noche silente
que
empenachan con luces las estrellas brillantes,
el
Misisipi remeda un gran duelo inclemente
al
arrastrar sus aguas mudas y agonizantes.
De
los anchos bateles un navegar se siente;
brota
indecisa hilera de hachones humeantes,
y
avanza por la linfa como un montón viviente
aquel
sepelio extraño sin cruces ni cantantes.
Hace
alto el cortejo. Se embisten las gabarras;
al
coruscar las teas los rostros se iluminan
y
fulgen las corazas que el séquito alto lleva.
Cien
lanzas cabecean. Echa el cocle sus garras
y
entre las olas turbias que a trechos se fulminan
el
féretro se hunde y la oración se eleva.
Cuando lanza al público El
mar y la montaña (1921) se ha cumplido una evolución hacia un arte más
personal. Le seduce entonces el micropoema que encierra una observación, o una
agudeza, o un eco intimista de desencanto ante la vida vulgar:
Y mañana, como
un asno de noria,
el
retorno canalla y sombrío,
doblar
la cabeza y escribir:
Al
Juzgado,
con
los ojos aún llenos de lumbres,
sobre
un mar de amatista encantados.
Se
cierra el horizonte —ceniza, plomo, perla.
Los
terrenos candentes se entreabren.
Brillan
las hojas. Los goteros danzan
y
de la tierra sube ese olor
natural,
único, eterno y cósmico;
olor
de hembra, de tumba y de lecho,
de
beso y ramaje, de vida,
de
todo, de nada…
(“Lluvia
montañesa”)
Fácil es apreciar que su verso no está exento de prosaísmos,
un tanto encubierto por su habilidad como versificador. Gusta del asonante y
también del verso blanco, pero es capaz de lograr efectos musicales con la rima
consonante:
Desgrana
el viento su collar de sones;
sinfoniza
la mar sus convulsiones
bajo
la batuta de la marea;
el
nublado la bahía taracea
de
verde y de pizarra; el aguacero
tiñe
el horizonte de azul de acero.
Emproa
el canal un velero;
su
vela latina, su gálibo vano,
despiertan
la rota del triunviro romano;
y
una visión de amores y de orgía
hechiza
esta mañana de verano:
Cleopatra
desnuda bajo la pedrería,
el
triclinio, el espasmo, la falsía
del
beso...
Y el beso del áspid.
La agonía.
(“En
el promontorio”)
A esos primeros libros hay que agregar: La torre del silencio (1916), Kodak-Ensueño
(1929), con pequeños poemas en prosa, y Kindergarten (1930).
Algunos volúmenes
publicó Boti para recoger parte de la obra dispersa de Rubén Darío (Hipsipilas, El árbol del rey David y otros), y completó con oportunos
comentarios críticos esa labor de recopilación, a la cual importa agregar su
acucioso ensayo “Martí en Darío”, y sus estudios sobre La nueva poesía en Cuba (1927), que se amplían en Tres temas sobre la nueva poesía (1928).
Panorama histórico de la literatura cubana, Tomo II, La Habana,
1979, Editorial Arte y Literatura, pp. 352-54.
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