Después del éxodo
El ocaso era un incendio. Las llamaradas de colores del poniente dejaban su beso rojo en las aguas del río, en los dombos de las montañas, en el perfil de la ciudad... Todo estaba envuelto en una media tinta suave y melancólica.
Llegué al muelle.
Terminadas mis obligaciones en el puerto, me disponía a retornar al ingenio. El
botero de la finca me aguardaba. Tan pronto me distinguió dentro de los muchos
que pululaban por el muelle, bajó al embarcadero y comenzó a prepararme el
bote.
Imposibilitado por las
otras muchas embarcaciones atracadas, casi unas encima de otras, para maniobrar
y salir, nos quedamos esperando entre aquella multitud flotante: él, con el
remo presto; yo, de pie, buscando un motivo para la pluma o el pincel.
Era un sábado. El
Iguamo había arrojado sobre la población su ciento de canoas cargadas de
viandas y frutas. Los compradores bajaban al muelle para hacer sus provisiones
hebdomadarias; y una multitud heterogénea de hombres y mujeres y chiquillos,
harapientos y descalzos en su mayoría, levantaba un ruido de enjambre
trashumante, mientras regateaba con los vendedores el precio de la mercancía.
El empuje de vaivén de
las canoas se comunicaba a mi bote. El olor acre de las aguas marinas me hacía
respirar a pulmón lleno. El temblequeo de las reverberaciones del ocaso se
dibujaba en todas las superficies dando a las cosas y las gentes un colorido
fantástico y cambiante. Aquella oleada humana me comunicó una fuerza
misteriosa. Me sentí pletórico, y amé la vida: había encontrado el doble
motivo: el grupo plástico para el pincel y el idilio para la pluma.
Era una pareja. Y no
pecaré de hiperbólico si digo que era una pareja feliz, por lo que de primitivo
acusaba a una vista observadora. Estaban echados junto a la carrilera central
del muelle, y con el busto apoyado en las ruedas de uno de los carritos
–cargados de mercadería– esperaban el impulso que los llevara del muelle a la
aduana.
Él, descalzo, con los
pantalones a media pierna, la camisa hecha tiras, mostrando el musculoso pecho,
miraba con miradas de fuego a su compañera de un minuto o de una vida quizás.
Su lujo era una mocha mellada y mohosa, y la pipa, color marrón, tan
desmesurada que le tumbaba el labio. Un
sombrero de fieltro negro, pringoso y maltrecho, coronaba su busto con algo de
caricatura conventual y mucho de satánico. Mezcla incoherente que mi fantasía
colocó entre un Fausto tropical y un Lutero siboney. Era un indio.
Ella, como él,
descalza también, vestía falda cruda, corpiño ancho, y pañuelo amarrado a la
cabeza con falta de coquetería y gusto raro, pero sobrio. Escuchaba con
atención honda las frases de su amante. Era una india.
Había en sus rostros
la expresión de una reciprocidad de sentimientos, de una yuxtaposición de
ideales tan idénticos y tan íntimos, que se fundían en uno al choque de la
pasión. Estaban abstraídos. Nada de lo que a su alrededor se sucedía tenía
valor ni existencia para ellos. Él la envolvía con el humo de su cachimbo, a la
vez que le volcaba en los oídos el torrente de sus frases. Ella, sin voluntad y
sin nervios, se dejaba arrastrar en alas de sus deseos. Él la besó. Aquel beso
fue un juramento, una promesa, un pacto.
Yo estaba como aletargado.
Para mi actividad mental, solo tenía valor aquella pareja enamorada que
levantaba la tienda de su felicidad echada junto a un vagón, y en las traviesas
de las carrileras. Eran el dúo eterno en contraste luminoso con la marcha del
progreso.
–Ya, dijo el
botero.
Me senté a popa y él
comenzó a remar. Los remos hendían el agua y en su superficie bañada prendía el
ocaso sus serpenteos de granate.
Las fulguraciones
vesperales se reflejaban en las pupilas de los enamorados, y en ellas adquirían
vida y forma las titilaciones policromas del sol de los muertos. Me pareció que
el paso de las nubes se reflejaba en sus ojos como el paso de una procesión
hecatómbica y de derrumbe. Vi como Moctezuma rodaba de su trono entre
resplandores de oros y relámpagos de sangre; seguíale después Atahualpa,
renegando de la biblia al mismo tiempo que elevaba su postrer cántico al Sol. Y
continuaban, en la escolta macabra, el sacrificio insólito de Caonabo y la
cremación neroniana de Hatuey…
Los manglares, bañados arriba de sombra y abajo de reflejos, parecían comprimir el cauce del Iguamo
como si fueran dos hileras de capuchinos que avanzaban al encuentro. El bote se
deslizaba sobre espejos de púrpura y negro, y la llegada de la noche se anunciaba
con rachas húmedas y fugaces.
Sentí un frío intenso.
Frío en las carnes y frío en el sentimiento. Las procesiones de nubes se
acometían como balumbas de bacantes desgreñadas. Pensé en la pareja enamorada
del muelle, y dije en alta voz, como si hablara conmigo mismo: -Desdichados
ejemplares de una raza que fue, ¿qué papel representáis en la Historia?
–Hemos llegado
–exclamó el botero.
Atracó rápidamente al
muelle. La sirena del ingenio rasgó el aire con su ronquido siniestro, y las
lámparas incandescentes y voltaicas del Cristóbal Colón formaban en la
oscuridad crepuscular un resplandor de aurora –la aurora del progreso– que
desafiaba a las últimas manifestaciones de la luz y a las primeras avanzadas de
la noche.
Me eché al brazo mi
capa de agua y puse pie en tierra.
Cuba y América, 8 de enero 1905. Año VIII, Vol. 28,
núm. 15., pp. 15-17.
La procesión de las palmas (mientras
pasaba el tren)
Vosotras, penachos
vivos vaciados en moldes de gloria, hijas augustas de la savia, madroños
giganteos que festonáis la colosal alfombra que se extiende desde las
laberínticas rocosidades de Oriente hasta el verde linde del valle Yumurí, no
os detengáis, salidme al paso en murmullante procesión y contadme vuestras
viejas leyendas. Yo os contemplo. Oíd; ya el tren sale.
Y a mi conjuro
artístico comenzaron a destilar.
Primeramente se
mostraron las palmas reales. Portento de vegetación, supervivencia floral de
épocas que fueron, pasan orgullosas y altaneras como hembras triunfantes de
vientre fecundo… Y pasan, ya erguidas sobre parapetos de pelado granito, ya en
el llano vestido de esmeralda. Son las conquistadoras proféticas. Cruzan en
cuadrillas, en grupos, en conciliábulos, en corros, en haces, en bosques… Triunfantes
y arrolladoras, se adelantan a todos los sueños de la imaginación; y solas o
hermanadas, se ostentan como un sortilegio de estética. Son el astil del buque
prepotente; las cien columnas de la mezquita de Córdova; la escala de cirios de
un altar católico; batallones de pardas melenas flotando sobre las neblina; el
viejo Partenón rindiéndose al peso glorioso de su mole de mármol…
Las palmas reales
cantan, van cantando. Con sus verdosos airones agitan la melodía; con el
estilete de su cogollo llevan la pauta; con sus semillas desgranadas forman un
concertante. Cantan, lloran, suplican. Oíd lo que dicen las palmas reales:
-Oh, Señor del Supremo
Cambio! A ti venimos en súplica. Déjanos con nuestra vieja vestimenta. No nos
pongas otra mantilla que la de nuestras curvadas hojas. No nos dejes más
troncos que nuestros erectos ástiles. Oh, Señor. Concédenos este quietismo de
la forma; déjanos, por los siglos de los siglos, esta vejez que amamos. Señor,
permite que el hombre siempre pueda decir:
Las palmas, ay,
las palmas deliciosas
de las llanuras de
mi ardiente patria,
nacen del sol a la
sonrisa y crecen;
y al soplo de las
brisas del océano
bajo el cielo
purísimo se mecen…
El tren seguía…
A las sinuosidades de
la roca sucedió la pintoresca monotonía del llano.
La procesión avanza.
Ved. Inmensos yareyales, vertiginosos, festinados, se van empujando como
pájaros o sierpes que silban. Corren, corren sin cesar. Sobre el débil y
acilindrado tallo, lleno de negros tatuajes y felpas cárdenas, abren sus anchas
hojas, palmeadas y digitales, como fantásticas alas de dragones imaginarios,
dando fuertes golpes en el aire, y repiqueteando una canción áspera y cortante.
Oíd, amigos, lo que canta los yareyales mientras van procesión:
–¡Oh, Señor del
Supremo Cambio! Danos la bienhallada alegría del perpetuarnos tales como somos.
Queremos adormir a las generaciones del mañana con nuestros voluptuosos
movimientos –que son encanto para la pupila mientras vivimos, y refugio para la
piel calenturienta si nos tronchan. Huélgate con dejarnos ser abanicos para
toda una eternidad, por toda una eternidad…
Y sacudieron su
verdi-amarillo coronamiento como si abofetearan a un tren invisible.
El tren seguía…
Iconos hieráticos,
ante los cuales tal vez los siboneyes entonaron preces, aparecen las palmas
barrrigonas, hibridez física aparente del yarey y la palma real, sin la
arrogancia de ésta ni la monolítica rigidez de aquél. Como locas colegialas,
como borrachas Maritornes, se persiguen –ora en grupos, ya aisladas, bien en
montículos, cuando en hileras… Tienen el fuerte sopor de los señores orientales
aburridos de la vida; y levantándose en sus formas achaparradas a lo Rubén
Darío, se aproximan a su templo cultural en fantástica recua. Oíd; también
cantan, ruegan, imprecan. Oíd; las palmas barrigonas hablan:
–Oh, Señor del Supremo
Cambio, árbitro de la materia, emperador de la línea, amamos nuestra figura
deforme y chocarrera. Nuestra panza hidrópica y nuestro garrido penacho son,
eterno consorcio, el eterno contraste: Heráclito y Demócrito, Sancho y Don
Quijote, Esmeralda y Cuasimodo… Nuestro abdomen mimado de canónigo, asquea;
nuestros movibles arcos, sonorosos y verdegueantes, atraen, seducen, encantan.
Sírvete, Señor, conservarnos así. A nuestra presencia, el hombre mostrará toda
la escala de la emoción; y verá que en el alma humana –como en nuestra
arquitectura vital- hay del cerdo y hay de la nube… Oh, Señor, prueba tu
infinita bondad concediéndonos vivir bajo esta forma!
El tren seguía…
Allá en lo alto, como
teas vetustas de dolmen derruido; aquí, en lo hondo, como flechas clavadas en
tierra, se asomaban las palmas tísicas. Altas, altas, altas hasta lo
prodigioso, delgadas como una maroma de acero, manchadas como un escrofuloso,
roídas como un misal antiguo, se enfilan las palmas anémicas. Tienen las pencas
descoloridas y pobres; sobre la corteza del astil trepan las parásitas; y de
las mal prendidas yaguas cuelgan las lianas sus cables cimbradores, como
bordones en el salterio del aire. Si la brisa las mueve, parece como si se
parten; y a su conjunto desolado sólo falta para integrar la ficción, que se le
prenda mentalmente mantos negros o sudarios blancos para que aparezca como una
legión de monjas exclaustradas o de ánimas en pena… Mas oíd. Estas cloróticas
palmas no cantan. Oíd, es que lloran, es que murmuran las palmas tísicas:
–Oh, Señor del Supremo
Cambio! Esta larga agonía es un martirio. Fuimos doncellas ataviadas para la
boda, y hoy nos das el espectáculo invariable de ver a nuestros novios en
brazos de otros amantes. Somos la rememoración maldita del memento, la tristeza en la alegría, la sombra en la aurora, el
crespón en el azahar. Oh, Señor, somos tus hijas condenadas; somos los índices
diabólicos, y no hay ser humano que no nos execre si nuestro cortejo pasa ante
su alcoba nupcial o su triclinio de orgía. Oh, Señor, danos la muerte. Oh,
Señor, vístenos con otra forma. Haznos laurel, para coronar las frentes
victoriosas; olivo, para simbolizar la paz; violeta, para predicar sencillez.
Oh, Señor, escucha nuestra tos; somos las héticas, las pobres tísicas del
bosque. Oh, Señor, mira cómo te entregamos la existencia. Oh, Señor…
Y la locomotora, dando
un duro pitazo, aceleró su marcha. En el sonido ensordecedor del tren ahogóse
la canturria funeral. Después las palmas tísicas, asomándose a la dilatada
ventana del confín, se despedían como erráticas agonías en viaje hacia lo azul…
Cuba y América, 10 de agosto de 1907. Año XI, Vol.
24, Núm. 6., p. 140.
Ante las ruinas
Declinaba el sol. La campanada del Ángelus pausadamente
tañía.
El incendio —boa colosal— enróscase con estrépito en las
vértebras del monstruo, y a las pocas horas el titán del trabajo habíase
convertido en ironías de muerte. Del ingenio solo habían quedado las altas
chimeneas como dos rojas imprecaciones sobre el negro tapiz de cenizas y al
través del cielo azul.
A suficiente distancia para abarcar el conjunto, se detuvo el
poeta. Se abstrajo; y comenzó a tejer sus memorias –en la red áurica del
recuerdo– la araña gris del pasado.
Pensó: "Una noche, envuelto todo el llano por un velo
neblinoso, semialumbrado por una luna macilenta, yo, junto a ella, y desde lo
más alto de lo que es ahora este amontonamiento informe, hurgaba con la vista
en las tinieblas para determinar los lugares y las cosas..."
Un pájaro negro aleteó cerca de su cabeza y siguió rápido.
El poeta continuaba soñando: "Todavía no estaban
terminados los tabiques exteriores del tacho. Nada más que un inseguro
pasamanos nos salvaba del abismo. Yo lo aquilaté. En aquella obscuridad me
pareció insondable. Hoy, desde el fondo de las ruinas, y por la magnitud de los
escombros, lo mido y me espanto..."
La tarde se moría. Sobre las cosas se depositaba un tenue
rocío. El poeta dio algunos pasos. Y, como pensativo, bajó la cabeza.
Mascullaba: "La miserable fingía al mismo tiempo que me
deseaba. Tuve un arranque atávico, y pensé en arrojarla hacia el precipicio. Un
erectismo súbito me serpeó por la médula. La miré intensamente. Había una
oportunidad para vengarme de su desvío. Un ligero toque y era muerta. Sí, yo
temblé junto a ella... En eso se nos acercaron algunos excursionistas
reclamando nuestra presencia..."
El pájaro negro volvió a cruzar. Lanzó un grito ronco. El sol
se había puesto. El poeta, con paso tardo, se alejaba del montón de ruinas.
Siguió pensando: "Mejor ha sido así. Si la hubiera
despeñado aquella noche no habría sabido del veneno que tienen sus besos ni de
las traiciones que encierra su alma. La he condenado a vivir una vida de
abyección y miserias; a devorar su deslealtad cuando, en medio a los placeres,
llegue el recuerdo a su oasis y me encuentra en él..."
En medio de las
sombras de la ya cerrada noche, el poeta montó en su coche y tomó por el camino
rumbo a la aldea.
Cuba y América, 6 de junio de 1908. Año XII, Vol. 27., núm. 2, p.
6.
Alma bohemia
Sigue, ¡oh, danzarina, tu danzar diabólico! Pasa, vuelve,
gira ante mis ojos borrachos de ver tu cuerpo vertebrado serpentear bajo la
bandera erizada de tu traje. Pasa, oh flor carnal maculada y divina,
prolongando tu fiesta de elásticos sacudimientos. Despierta mi ardor a las
saturnales bohemias. Baila como una peonza fantástica y revela a mis pupilas
tus sugestiones hipnóticas de bacante.
En la quietud lapidaria de este mi vivir aldeano, yo te
esperaba, yo te había soñado, gaviota del ayer que –antes de hacer el nido en
la arruga sáxea del acantil ribereño, viene a cruzar mi páramo de melancolía
con el signo cabalístico de su vuelo. Tórnate incansable, sigue tu danza, que
gusto del ágape de lo ido mientas sacudes tu cuerpo con temblores de rama
herida. Tienes para mí el poder de la fascinación, porque me traes la vara
mágica del deleite con tu menudo cuerpo de morenas turgencias, y en el rebullir
de tu zambra el tirso jocundo de la evocación.
Sigue, oh, danzarina,
en tu danzar diabólico. Quiébrate en haces de luces, rómpete en miríadas de
colores, multiplícate en líneas, espárcete en perfumes, y déjame acordar al
tuyo mi clavicordio anémico para emprender viaje camino del Ensueño…
Tú pasas palpitante
como una miniatura viviente, exultándolo, iluminándolo todo. Tu presencia llena
el escenario. Ennobleces –arma de blasón- su rojez semicircular terminada
arriba en cúspide por medio de cuchillas segmentadas. Finges la más brilladora
estrella entre las que constelan la blanca Media Luna de la Sublime Puerta que
–al foro- abrese como una corola enigmática, como un gran ojo interrogante. Las
lamparillas eléctricas arrojan sobre ti -rayos de oro viejo en aquel
receptáculo revestido de sangre- la lluvia de sus lumbraradas.
En medio del remolino
llameante de las cortinas te detienes. Música y canto rompen de improviso. Y
aquel bailable extraño, suave y ardiente, voluptuoso y nostálgico, sagrado y
maligno, amante y triste, deslíase en ondas zigzagueando como la charladora
cinta de un arroyo. Tú, a la atracción lógica, respondiste con el ritmo de tus
carnes. Oh, yo te amé; te quise con adoración pagana, con todo mi sentimiento
de artista, con todo mi anhelar de hombre, con toda mi exquisitez de poeta;
porque me traías el verso, porque me traías la paleta, porque me traías el
pámpano. Yo, desde lo hondo de mi ser, te decía, temeroso de que aquella hora
de primavera fuese demasiado breve: Sigue, oh danzarina, tu danzar diabólico.
Sigue, sigue, visión de mis tierras santas de peregrinaciones artísticas,
sombras enviadas por los manes de Carlos Baudelaire y Julián del Casal
–atormentados elucubradores que ponían su espíritu en oración sobre el cielo, la
luz, las vírgenes, las flores y las ruinas del Oriente…
Yo comprimí con mi
ardiente mirada todo el manojo de tus encantos. Cuando la música se calló tú te
quedaste en medio al proscenio –como cataléptica, hierática, estatuaria. Yo
admiré tus crenchas endrinas, pegadas a las sienes por un ángulo áureo prendido
de collares: besé tus ojos morenos, negros, largos como dos rayas de carbón
–todo sombras en aquellos momentos porque estaban cerrados: apreté contra los
míos tus labios breves, secos, morados; estrujé mis pálidas mejillas contras
las bereberes tuyas, en donde bajo lo pardo de la piel (prodigio de aurora)
nace el carmín negruzco, violado, de las cabezas berberiscas reproducidas en
terracota. Aquella cabeza tuya era como un alto relieve egipcio animado por un
soplo de vida. Tenía en su achamiento sensual, algo de Medusa, algo de un
gigantesco mascarón de áspid.
Luego cesó el
silencio. La música y el canto ascendían como la llama lujuriosa de un
lampadario erótico. Tú sonreíste. Entre tus dientes de albura de pulpa de coco,
asomó la punta de tu lengua vibrátil, fina, ágil, en una mueca plebeya,
mientras ejecutabas tu litúrgico, característico movimiento de nuca. Tu cuerpo
entonces cayó en un frenesí nervioso, epiléptico, sombrío, feral. Sobre tu pecho
trepidante, convulsionario, la luz daba saltos, finflanes, cabriolas,
zambulléndose y flotando sobre el mar de lentejuelas de tu traje. Tus brazos,
broncíneos, torcidos, flácido, hablaban, gemían, besaban, oprimían, torturaban…
Era con algún esquivo con quien sostenían diálogo. Primero le llamaron, luego
imploraron, más tarde juraron. Y cuando insuficientes a convertirse en
dulcedumbre para atraerlo, todo el electricismo de sus músculos, todo el fuego
de sus arterias corrió a las manos, esas manos tuyas, enanas, atezadas,
infantiles, que saben de caricias y de perversidades. El ingrato se fue.
Entonces, irguiéndose como las testas de dos serpentillas execradas, tiraron
mordidas al aire a tiempo que rugían su dolor por la boca acerada de los
crótalos, que comenzaron un himno metálico lleno de rabia y arrullos. Sigue, oh
danzarina, tu danzar diabólico, sigue, sigue…
Te acogió una especie
de vértigo. Tu falta abierta circularmente en la fimbria, por el movimiento de
la danza, era como una omnícroma campana. Dejaba al desnudo la arrogancia de
tus piernas, pistilos gigantes, ínterin comprimía tu cintura con languidez de
cortesana vencida. Ya era nada que te doblases como la guía de la caña de
azúcar al embate del viento; que martirizaras tu comba, abatiéndola con furor,
que te irguieses como un icono sobre la majestad de tus pies; que te enrocaras,
como las culebras del Hermes, en torno a un eje intangible; que girases como
una libélula ebria; que imitases la caída de un loto o la ascensión de un nube…
Todo era inútil. Tu cuerpo contráctil ya no me decía nada. Tus saltos de pantera
menos. Yo soñaba. Y tú, árabe, egipcia, india, persa o circasiana, pero
cualesquiera que fueses siempre alma de seducción, habías abierto el arca de
mis pobres memorias dormidas…
En mi viaje al Ensueño
divisé el Paraíso de Mahoma antes de caer en la quietud lacustre del Nirvana.
No; no era una visión.
La cicatriz angulosa que flagela tu rostro, bien me dice que eres una bailarina
viviente, diabólica, maligna; que arrullas con tus crótalos; que atraes con el
reverberar de tus collares y ajorcas, de tus arracadas y brazaletes; que sin
deseos ofrendas al placer la sabiduría de tu experiencia, mientras arrancas el
dulzor de la vida con tu verso bohemio, vagabundo, viajero y sin patria.
Cuba y América, 30 de mayo 1908. Año XII, Vol. 26,
Núm. 26, p. 4.
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