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lunes, 20 de mayo de 2019

Una traducción de La Jeune Parque



  Cintio Vitier


 La traducción de poesía es un hecho que siempre nos deslumbra de contradicciones. ¿Cómo repetir lo único? ¿Qué es, en realidad, lo que se intenta expresar en otro idioma, cuando sabemos que lo esencial de todo poema, como diría el místico, es "un no sé qué, que se alcanza por ventura", y que esa ventura del poeta y del lector es inseparable del impulso espiritual que conduce a su hallazgo? Como todo imposible, sin embargo, la traducción de poesía es también una espléndida y fascinante aventura que se nos aparece, al entrar en su reino, colmada de infinitas posibilidades; pero, además, fundada en una sospecha prodigiosa: la de que podemos vislumbrar, aquí y ahora, la unidad del hombre, lo que no está dividido en las razas y las lenguas, y que el instante único de poesía, por su misma esencia, está hecho para encontrar su vibración idéntica en todas las cuerdas del instrumento de Babel.
 Ese rescate de la sustancia desconocida, que constituye la razón última de todo empeño poético, se desdobla sutilmente, adquiere insospechados matices en la empresa de trasladar de un ámbito lingüístico a otro ese tesoro que parece inseparable del organismo verbal en que se nos muestra encarnado y que le da su calidad insustituible, manifiesta y velada, de tesoro. Si la poesía intenta rescatar aquel origen, la idea misma de que esa operación se pueda transmitir interiormente de un idioma a otro, nos conduce a pensar en un rescate del ser de lo poético, extrayéndolo, aislándolo de las propias mallas que le hicieron falta al creador para pescar en lo insondable su pez maravilloso. ¿Pero no es inadecuado el símil? ¿No sabemos que aquí el pez y la red son una misma cosa? Y sin embargo, ¿no pudiera ocurrir que, una vez manifestado lo poético por esos medios únicos que lo hacen posible, contenga ya en sí, por la misma liberación cósmica que significa su nacimiento, una esencia infinitamente expresable, llena de esa luz y ese misterio de comunión que presentimos anteriores o posteriores, de un modo absoluto, a todas las expresiones específicas y contingentes?
 Si tantas perplejidades nos acuden al solo enunciado de la palabra traducción, ¿qué decir cuando se trata de traducir a un poeta como Paul Valéry, para quien “los más hermosos versos del mundo son insignificantes o insensatos, una vez roto su movimiento armónico y alterada su sustancia sonora”. Esta observación, expresada de mil formas por el autor de Charmes, alude, en efecto, a un fenómeno espiritual que constituye tal vez la motivación más profunda y continua de su hacer poético. No ya como observación, sino como vivencia inspiradora, esa actitud absoluta ante la forma es por lo pronto un dato temible para el traductor de Valéry. Pero este amante natural de los imposibles de los imposibles de la inteligencia y la expresión, tenía a su vez que sentirse atraído, justamente a causa de las contradicciones que implican, por las delicias y los infiernos del traductor. Mathilde Pomès nos lo presenta en este aspecto de su actividad, con penetración y finura. Y es significativo que una de las ideas más preciosas y útiles que expone Valéry con respecto a la obra del traductor, sea la siguiente, entresacada del comentario a su propia versión de las Bucólicas: “El trabajo de traducir, con el cuidado de una cierta aproximación de la forma, nos hace, de cierta manera, buscar el modo de poner nuestros pasos sobre las huellas de los del autor, y no fabricar un texto con la ayuda de otro, sino, partiendo de éste, remontarnos a la época virtual de su formación, a la fase en que el estado de espíritu es el de una orquesta cuyos instrumentos se despiertan, llamándose unos a otros y solicitando su acuerdo antes de concertarse. Es de este viviente estado imaginario que sería preciso descender hacia su solución en una obra de lenguaje no original”. Pero entonces habría que convenir en que solo pueden ser traductores los creadores, y aún más, que la traducción constituye un género independiente y especial, con su jerarquía y sus valores propios, dentro del ámbito de la creación poética.
  Sea o no sea aceptable en términos absolutos el juicio, Mariano Brull, como traductor de La Jeune Parque, lo justifica y lo ilustra. Su versión, en efecto, es ante todo la obra de un poeta, llena de sutiles aproximaciones que nos recuerdan la actividad creadora pura en la medida en que, también según Valéry, escribir es siempre traducir. Lo cual no significa, y mucho menos desde que entramos con lo traducido en una relación tan íntima como la quería el autor de Narciso, que pueda darse a este trabajo ejemplar de Brull la categoría objetiva de perfecto, como no sea en el sentido de planteamiento impecable de un problema. Cada lector, al confrontar el texto bilingüe, subrayará las coincidencias y discrepancias de su gusto y de su penetración del poema original, con los resultados ofrecidos por el traductor. No habrá probablemente opiniones unánimes; pero la fecundidad y el primor de la obra se comprobarán siempre por los que tengan una idea clara de las dificultades sorteadas y un tino seguro para medir la delicadeza, tanto de los aciertos aceptados como de los puntos sujetos a mayor controversia. Porque hay una finura de pupila, una tensión de pulso, que es el signo de la única perfección asequible y deseable en este género de empresas.
 No olvidemos que el español es esencialmente popular y el francés esencialmente culto; que el español es una lengua de gravitaciones y el francés de asociaciones; que el español es más pictórico y el francés más dibujante; que la palabra en español está hecha de vibraciones más amplias y ocupa un mayor espacio, mientras la palabra en francés tiende a fundirse en la dirección de su sentido; que, en fin, donde el español parece estar “quedando”, el francés parece estar “desapareciendo”. Por nuestra parte, al hilo de la lectura y comprendiendo tantos obstáculos, hemos señalado los versos o pasajes cuya versión más nos complacen, y los otros. En general puede observarse que el empeño de hacer alejandrinos, obliga al traductor, inevitablemente, suprimir, sustituir, o añadir palabras y frases, con la consiguiente oscilación, a veces casi imperceptible, de sentido. De todos modos, al entrar en este plano infinitamente plástico de los matices de sentido y las correspondencias de sonido (¿no existe un español ideal de Valéry, como seguramente un francés ideal de Dante o de San Juan de la Cruz?), comprendemos que la labor de traducir, en lo que tiene de inacabable por esencia, se aviene profundamente con el planteamiento de la poesía de Valéry, al que alude en la dedicatoria de La Jeune Parque, cuando dice: “este ejercicio”. En efecto, lo que a él le fascina es el estado de creación antes que la obra cerrada, y aun en esta persigue las huellas que pueden conducir al momento interior de la elección, de los obstáculos, de las aproximaciones, de los avances y retrocesos: en una palabra, al momento en que la obra se busca a sí misma y se confunde con las operaciones, lúcidas o ciegas, del espíritu. Por eso la crítica en Valéry tiende a convertirse en una psicología poética, y sus textos, a pesar de lo difícil o imposible que resulta concebirlos bajo otra forma, invitan a no considerarlos como definitivos o consumados, sino como “poesía en acto”. De aquí que una traducción como la de Brull, tan adentrada en la atmósfera íntima del poema, sea preciosa tanto por la hermosura de sus aciertos, como en la calidad de lo que el lector juzgue perfeccionable, porque así tenemos la sensación, tan cara a Valéry, del misterio penumbroso de un perenne “borrador”.


  
 Y sin embargo, como observa Charles du Bos en su Diario (22 de julio de 1922), Valéry “no admite jamás la palabra que es solo tránsito: es anti o más bien a-transición por excelencia, y el milagro (…) consiste en haber obtenido esa fluidez y esa música sin que una sola palabra sea desposeída de su compleja y rica diadema de asociaciones. El verso de Valéry corre, en una indefinible liquidez, con materiales tan densos, tan sólidos, tan minerales como es posible”. Tocamos aquí el centro de la cuestión que se plantea el autor de Ebauche d’un serpent como discípulo de Mallarmé: redescubrir la posibilidad del discurso poemático. A partir de Rimbaud la poesía francesa más significativa se caracteriza por el hecho extraordinario de que lo que se ofrece es solo el final de una combustión. De aquí lo incandescente, después lo cristalino de una poesía que es un ascua o un precipitado, y de aquí también el descubrimiento de la “poesía pura”. Llega entonces un instante en que se verifica a cada paso lo poético en estado de vislumbre, pero en que es muy difícil hacer el poema en el sentido natural, clásico o romántico, de la palabra. Por eso el nudo de la obra de Valéry está en el empeño de devolver el movimiento a la poesía, sin traicionar las ganancias (las “diademas de asociaciones”) adquiridas por la decantación cristalizadora que realiza Mallarmé, ganancias a las cuales, desde luego, él no puede renunciar. ¿Y no será que todo lo que se consideró, con razón, impuro e ingenuo a la esencia de lo poético, integra la posibilidad natural de que la poesía encarne y trascurra, –en una palabra, la posibilidad misma del poema?
 La solución de Valéry resplandece con brillos especiales en el texto de La Jeune Parque. En efecto, este poema como El cementerio marino y los fragmentos de Narciso, pero con mayor complejidad dramática y más riqueza de modulaciones en la voz solista, es sustancialmente un monólogo, por lo tanto, un discurso: también a veces un aria; y uno de sus encantos principales consiste precisamente en las graduaciones del tempo y del sonido. No resistimos a citar el pasaje que es un típico ritardando y diminuendo, después de la aceleración febril que lo prepara, desde “Hier la chair profunde, hier, la chair maitresse” hasta “Descends, dors, dors!” –instante que contiene, como en un deliquio de entrega y de piedad, el clímax del elemento cristiano del poema:                                                                          Suavemente,
 Al fin mi frente toca ese consentimiento, 
 Al cuerpo le perdono, y gusto la ceniza.
 Toda entera me doy al gozo del descenso,
 Abierta a los testigos, los brazos en la cruz,
 Entre voces sin fin, y sin mí balbuceadas.
 Duerme, mi saber, duerme. Y fórmate esa ausencia;
 Al germen y a la oscura inocencia retorna,
 Entrégate a las sierpes, viva, y a los tesoros…

 Entonces la voz se apaga y se oyen en la penumbra como los fragmentos, las sílabas húmedas de un coro sibilino:

 (La puerta baja es aro… en que la gasa pasa…
 A un tiempo todo ríe y muere en boca loca…
 Bebe en tu boca el pájaro y no lo puedes ver…
 Ven más abajo, habla bajo… Lo negro no es tan negro…)

 La contradicción apunta por Du Bos entre la fluidez de la corriente poemática y la resistencia de los materiales, se enriquece si consideramos el sistema de cortes que utiliza Valéry para no perder las sorpresas y el encanto de la detención, de los silencios mallarmeanos, que aquí oscilan entre un sentido absoluto de límite y otro dialéctico de pausa, en la acepción que la pausa tiene dentro del lenguaje dramático. La cita inicial de Corneille nos avisa; pero a los que habíamos adivinado un sabor Racine en el monólogo de la joven Parca, pensando además que así Valéry trataba de resolver esa tendencia al límite y a lo insoluble que representa Mallarmé, nos sirve de rotunda confirmación lo que declara el poeta a Du Bos en el diario de 30 de enero de 1923: “Diga usted más bien que he inscrito a Racine en Mallarmé…” Por lo demás esta conversación está llena de preciosas observaciones y confidencias en torno al poema que nos ocupa. Dice, en efecto, Valéry: “sin duda cuando comencé a escribir La Jeune Parque el principio del poema fue completamente mallarmeano, mas, ¿por qué? Hacía veinte años que no escribía versos y, al dedicarme de nuevo, era natural que la cadencia mallarmeana fuese lo primero en volver; pero es a partir de ese momento que para mí Racine entra en juego; si lo dijese que pasajes enteros de La Jeune Parque mientras con un dedo tecleaba de Gluck-Gluck es por demás el único que ha sabido encontrar el recitativo apropiado al versos raciniano…”


  En cuanto a la concepción del poema, siempre vuelve a extrañarnos que, en un mundo como el de Valéry, donde el pecado en sentido estricto no se valora (incluso al sentir la mordedura de la serpiente la Parca no se pregunta “¿Qué pecado?” o “¿Qué culpa?” sino “¿Qué crimen por mí misma o sobre mí consumado?”), irrumpa nada menos que el tema de la caída. Es cierto que al principio aparece como replanteada en términos griegos, y que la Parca no cae de un estado de inocencia sino de un estado de impasibilidad (hasta diríase que la diamantina impasibilidad es aquí tentada por la “oscura inocencia”), por esto resulta aún más enigmático y, sin duda, de las perplejidades que tal situación provoca, nace el impulso interrogante del poema. Porque ¿de qué modo se introduce la tentación del tiempo, de la fecundidad, de la muerte, en el pecho de una hija de los Dioses? La inocencia puede ser tentada, y aun forma parte de su naturaleza el serlo, pero ¿cómo alcanzaría la tentación a lo que está fuera de la vida? Y sin embargo, la Parca absorta, dice:

  Mas que sentirme herida me sentí conocerme…

 Ese conocimiento (la ciencia del bien y del mal), esa iluminación de las entrañas tenebrosas de la virgen

  -¡Mi ojo negro es umbral de infernales moradas!-

 se va desplegando como resultado progresivo del veneno que ella enseguida nombra mío, y que se aclara, conociéndola. La caída se convierte así en una metamorfosis, y asistimos a la tácita lucha entre la revelación cristiana (conocimiento-llaga-descenso) y la actitud pagana, representada por la noción, interior al poema, de que aún en la decadencia de la naturaleza prístina, se verifica un fuego que arde y se transforma con medida, un movimiento armonioso aunque lleno de dolor y contradicciones; y por la lucidez, por la consciencia estoica:

  Puesto que mis visiones entre el ojo y la noche
  Su mudanza más mínima, a mi orgullo consultan

 Esta absoluta conciencia, tan propia además de un poeta que, como su Narciso, encontraba un “tesoro de impotencia y orgullo” en la contemplación del “inagotable Yo”, nos devuelve al aspecto de especulación y juego en la ora poética de Valéry. Juego, ciertamente, de azar y de destino, donde eran cifras de mágica influencia en rapto y la atención, la voluptuosidad y el artificio. El aguzado texto que nos ofrece Brull, comparable a esas sombras de algunos pintores impresionistas, tan inteligentes y móviles que parecen luz, nos obliga a recorrer los puntos más significativos del arco que ese juego levanta y deja en el aire del espíritu, como ruina voluntaria y espléndida de un creador que prefirió el impulso a lo absoluto y la lucidez al impulso; que respetó en la expresión el misterio del germen; que buscó la verdad por la más implacable, nerviosa y tierna ironía.

                                                                                                1951

  Vitier, Cintio: "Una traducción de La Jeune Parque", Revista Cubana, (28): 176-185; en.-jun. 1951. Crítica sucesiva, La Habana, Instituto del Libro, 1971, p. 57-66.

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