Cintio Vitier
La traducción de poesía es un hecho que siempre nos deslumbra
de contradicciones. ¿Cómo repetir lo único? ¿Qué es, en realidad, lo que se
intenta expresar en otro idioma, cuando sabemos que lo esencial de todo poema,
como diría el místico, es "un no sé qué, que se alcanza por ventura",
y que esa ventura del poeta y del lector es inseparable del impulso espiritual
que conduce a su hallazgo? Como todo imposible,
sin embargo, la traducción de poesía es también una espléndida y fascinante
aventura que se nos aparece, al entrar en su reino, colmada de infinitas
posibilidades; pero, además, fundada en una sospecha prodigiosa: la de que
podemos vislumbrar, aquí y ahora, la unidad del hombre, lo que no está dividido
en las razas y las lenguas, y que el instante único de poesía, por su misma
esencia, está hecho para encontrar su vibración idéntica en todas las cuerdas
del instrumento de Babel.
Ese rescate de la
sustancia desconocida, que constituye la razón última de todo empeño poético,
se desdobla sutilmente, adquiere insospechados matices en la empresa de
trasladar de un ámbito lingüístico a otro ese tesoro que parece inseparable del
organismo verbal en que se nos muestra encarnado y que le da su calidad
insustituible, manifiesta y velada, de tesoro. Si la poesía intenta rescatar
aquel origen, la idea misma de que esa operación se pueda transmitir
interiormente de un idioma a otro, nos conduce a pensar en un rescate del ser
de lo poético, extrayéndolo, aislándolo de las propias mallas que le hicieron
falta al creador para pescar en lo insondable su pez maravilloso. ¿Pero no es
inadecuado el símil? ¿No sabemos que aquí el pez y la red son una misma cosa? Y
sin embargo, ¿no pudiera ocurrir que, una vez manifestado lo poético por esos medios únicos que lo hacen posible,
contenga ya en sí, por la misma liberación cósmica que significa su nacimiento,
una esencia infinitamente expresable,
llena de esa luz y ese misterio de comunión que presentimos anteriores o
posteriores, de un modo absoluto, a todas las expresiones específicas y
contingentes?
Si tantas
perplejidades nos acuden al solo enunciado de la palabra traducción, ¿qué decir
cuando se trata de traducir a un poeta como Paul Valéry, para quien “los más
hermosos versos del mundo son insignificantes o insensatos, una vez roto su
movimiento armónico y alterada su sustancia sonora”. Esta observación,
expresada de mil formas por el autor de Charmes,
alude, en efecto, a un fenómeno espiritual que constituye tal vez la motivación
más profunda y continua de su hacer poético. No ya como observación, sino como
vivencia inspiradora, esa actitud absoluta ante la forma es por lo pronto un
dato temible para el traductor de Valéry. Pero este amante natural de los
imposibles de los imposibles de la
inteligencia y la expresión, tenía a su vez que sentirse atraído, justamente a
causa de las contradicciones que implican, por las delicias y los infiernos del
traductor. Mathilde Pomès nos lo presenta en este aspecto de su actividad, con
penetración y finura. Y es significativo que una de las ideas más preciosas y
útiles que expone Valéry con respecto a la obra del traductor, sea la
siguiente, entresacada del comentario a su propia versión de las Bucólicas: “El trabajo de traducir, con
el cuidado de una cierta aproximación de la forma, nos hace, de cierta manera,
buscar el modo de poner nuestros pasos sobre las huellas de los del autor, y no
fabricar un texto con la ayuda de otro, sino, partiendo de éste, remontarnos a
la época virtual de su formación, a la fase en que el estado de espíritu es el
de una orquesta cuyos instrumentos se despiertan, llamándose unos a otros y
solicitando su acuerdo antes de concertarse. Es de este viviente estado
imaginario que sería preciso descender hacia su solución en una obra de
lenguaje no original”. Pero entonces habría que convenir en que solo pueden ser
traductores los creadores, y aún más, que la traducción constituye un género
independiente y especial, con su jerarquía y sus valores propios, dentro del
ámbito de la creación poética.
Sea o no sea aceptable en términos absolutos
el juicio, Mariano Brull, como traductor de La
Jeune Parque, lo justifica y lo ilustra. Su versión, en efecto, es ante
todo la obra de un poeta, llena de sutiles aproximaciones que nos recuerdan la
actividad creadora pura en la medida en que, también según Valéry, escribir es
siempre traducir. Lo cual no significa, y mucho menos desde que entramos con lo
traducido en una relación tan íntima como la quería el autor de Narciso, que pueda darse a este trabajo
ejemplar de Brull la categoría objetiva de perfecto, como no sea en el sentido
de planteamiento impecable de un problema. Cada lector, al confrontar el texto
bilingüe, subrayará las coincidencias y discrepancias de su gusto y de su
penetración del poema original, con los resultados ofrecidos por el traductor.
No habrá probablemente opiniones unánimes; pero la fecundidad y el primor de la
obra se comprobarán siempre por los que tengan una idea clara de las
dificultades sorteadas y un tino seguro para medir la delicadeza, tanto de los
aciertos aceptados como de los puntos sujetos a mayor controversia. Porque hay
una finura de pupila, una tensión de pulso, que es el signo de la única
perfección asequible y deseable en este género de empresas.
No olvidemos que el
español es esencialmente popular y el francés esencialmente culto; que el
español es una lengua de gravitaciones y el francés de asociaciones; que el
español es más pictórico y el francés más dibujante; que la palabra en español
está hecha de vibraciones más amplias y ocupa un mayor espacio, mientras la
palabra en francés tiende a fundirse en la dirección de su sentido; que, en
fin, donde el español parece estar “quedando”, el francés parece estar
“desapareciendo”. Por nuestra parte, al hilo de la lectura y comprendiendo
tantos obstáculos, hemos señalado los versos o pasajes cuya versión más nos
complacen, y los otros. En general puede observarse que el empeño de hacer
alejandrinos, obliga al traductor, inevitablemente, suprimir, sustituir, o
añadir palabras y frases, con la consiguiente oscilación, a veces casi
imperceptible, de sentido. De todos modos, al entrar en este plano
infinitamente plástico de los matices de sentido y las correspondencias de
sonido (¿no existe un español ideal de Valéry, como seguramente un francés
ideal de Dante o de San Juan de la Cruz?), comprendemos que la labor de
traducir, en lo que tiene de inacabable por esencia, se aviene profundamente
con el planteamiento de la poesía de Valéry, al que alude en la dedicatoria de La Jeune Parque, cuando dice: “este
ejercicio”. En efecto, lo que a él le fascina es el estado de creación antes
que la obra cerrada, y aun en esta persigue las huellas que pueden conducir al
momento interior de la elección, de los obstáculos, de las aproximaciones, de
los avances y retrocesos: en una palabra, al momento en que la obra se busca a
sí misma y se confunde con las operaciones, lúcidas o ciegas, del espíritu. Por
eso la crítica en Valéry tiende a convertirse en una psicología poética, y sus
textos, a pesar de lo difícil o imposible que resulta concebirlos bajo otra
forma, invitan a no considerarlos como definitivos o consumados, sino como
“poesía en acto”. De aquí que una traducción como la de Brull, tan adentrada en
la atmósfera íntima del poema, sea preciosa tanto por la hermosura de sus
aciertos, como en la calidad de lo que el lector juzgue perfeccionable, porque
así tenemos la sensación, tan cara a Valéry, del misterio penumbroso de un
perenne “borrador”.
Y sin embargo, como
observa Charles du Bos en su Diario
(22 de julio de 1922), Valéry “no admite jamás la palabra que es solo tránsito:
es anti o más bien a-transición por excelencia, y el milagro (…) consiste en
haber obtenido esa fluidez y esa música sin que una sola palabra sea desposeída
de su compleja y rica diadema de asociaciones. El verso de Valéry corre, en una
indefinible liquidez, con materiales tan densos, tan sólidos, tan minerales
como es posible”. Tocamos aquí el centro de la cuestión que se plantea el autor
de Ebauche d’un serpent como
discípulo de Mallarmé: redescubrir la posibilidad del discurso poemático. A
partir de Rimbaud la poesía francesa más significativa se caracteriza por el
hecho extraordinario de que lo que se ofrece es solo el final de una
combustión. De aquí lo incandescente, después lo cristalino de una poesía que
es un ascua o un precipitado, y de aquí también el descubrimiento de la “poesía
pura”. Llega entonces un instante en que se verifica a cada paso lo poético en
estado de vislumbre, pero en que es muy difícil hacer el poema en el sentido natural,
clásico o romántico, de la palabra. Por eso el nudo de la obra de Valéry está
en el empeño de devolver el movimiento
a la poesía, sin traicionar las ganancias (las “diademas de asociaciones”)
adquiridas por la decantación cristalizadora que realiza Mallarmé, ganancias a
las cuales, desde luego, él no puede renunciar. ¿Y no será que todo lo que se
consideró, con razón, impuro e ingenuo a la esencia de lo poético, integra la
posibilidad natural de que la poesía encarne y trascurra, –en una palabra, la
posibilidad misma del poema?
La solución de Valéry
resplandece con brillos especiales en el texto de La Jeune Parque. En efecto, este poema como El cementerio marino y los fragmentos de Narciso, pero con mayor complejidad dramática y más riqueza de
modulaciones en la voz solista, es sustancialmente un monólogo, por lo tanto,
un discurso: también a veces un aria; y uno de sus encantos principales
consiste precisamente en las graduaciones del tempo y del sonido. No resistimos a citar el pasaje que es un
típico ritardando y diminuendo, después de la aceleración febril que lo
prepara, desde “Hier la chair profunde, hier, la chair maitresse” hasta
“Descends, dors, dors!” –instante que contiene, como en un deliquio de entrega
y de piedad, el clímax del elemento cristiano del poema: Suavemente,
Al fin mi frente toca ese consentimiento,
Al cuerpo le perdono, y gusto la ceniza.
Toda entera me doy al gozo del descenso,
Abierta a los testigos, los brazos en la cruz,
Entre voces sin fin, y sin mí balbuceadas.
Duerme, mi saber, duerme. Y fórmate esa
ausencia;
Al germen y a la oscura inocencia retorna,
Entrégate a las sierpes, viva, y a los tesoros…
Entonces la voz se
apaga y se oyen en la penumbra como los fragmentos, las sílabas húmedas de un
coro sibilino:
(La puerta baja es aro… en que la gasa pasa…
A un tiempo todo ríe y muere en boca loca…
Bebe en tu boca el pájaro y no lo puedes ver…
Ven más abajo, habla bajo… Lo negro no es tan
negro…)
La contradicción apunta
por Du Bos entre la fluidez de la corriente poemática y la resistencia de los
materiales, se enriquece si consideramos el sistema de cortes que utiliza
Valéry para no perder las sorpresas y el encanto de la detención, de los
silencios mallarmeanos, que aquí oscilan entre un sentido absoluto de límite y
otro dialéctico de pausa, en la acepción que la pausa tiene dentro del lenguaje
dramático. La cita inicial de Corneille nos avisa; pero a los que habíamos
adivinado un sabor Racine en el
monólogo de la joven Parca, pensando además que así Valéry trataba de resolver
esa tendencia al límite y a lo insoluble que representa Mallarmé, nos sirve de
rotunda confirmación lo que declara el poeta a Du Bos en el diario de 30 de
enero de 1923: “Diga usted más bien que he inscrito a Racine en Mallarmé…” Por
lo demás esta conversación está llena de preciosas observaciones y confidencias
en torno al poema que nos ocupa. Dice, en efecto, Valéry: “sin duda cuando
comencé a escribir La Jeune Parque el principio del poema fue completamente
mallarmeano, mas, ¿por qué? Hacía veinte años que no escribía versos y, al
dedicarme de nuevo, era natural que la cadencia mallarmeana fuese lo primero en
volver; pero es a partir de ese momento que para mí Racine entra en juego; si
lo dijese que pasajes enteros de La Jeune Parque mientras con un dedo tecleaba
de Gluck-Gluck es por demás el único que ha sabido encontrar el recitativo
apropiado al versos raciniano…”
En cuanto a la
concepción del poema, siempre vuelve a extrañarnos que, en un mundo como el de
Valéry, donde el pecado en sentido estricto no se valora (incluso al sentir la
mordedura de la serpiente la Parca no se pregunta “¿Qué pecado?” o “¿Qué
culpa?” sino “¿Qué crimen por mí misma o sobre mí consumado?”), irrumpa nada
menos que el tema de la caída. Es cierto que al principio aparece como
replanteada en términos griegos, y que la Parca no cae de un estado de
inocencia sino de un estado de impasibilidad (hasta diríase que la diamantina
impasibilidad es aquí tentada por la “oscura inocencia”), por esto resulta aún
más enigmático y, sin duda, de las perplejidades que tal situación provoca,
nace el impulso interrogante del poema. Porque ¿de qué modo se introduce la
tentación del tiempo, de la fecundidad, de la muerte, en el pecho de una hija
de los Dioses? La inocencia puede ser tentada, y aun forma parte de su
naturaleza el serlo, pero ¿cómo alcanzaría la tentación a lo que está fuera de
la vida? Y sin embargo, la Parca absorta, dice:
Mas que sentirme
herida me sentí conocerme…
Ese conocimiento (la ciencia del bien y del mal), esa
iluminación de las entrañas tenebrosas de la virgen
-¡Mi ojo negro es
umbral de infernales moradas!-
se va desplegando como resultado progresivo del veneno que
ella enseguida nombra mío, y que se
aclara, conociéndola. La caída se convierte así en una metamorfosis, y
asistimos a la tácita lucha entre la revelación cristiana
(conocimiento-llaga-descenso) y la actitud pagana, representada por la noción,
interior al poema, de que aún en la decadencia de la naturaleza prístina, se
verifica un fuego que arde y se transforma con medida, un movimiento armonioso
aunque lleno de dolor y contradicciones; y por la lucidez, por la consciencia
estoica:
Puesto
que mis visiones entre el ojo y la noche
Su
mudanza más mínima, a mi orgullo consultan
Esta absoluta
conciencia, tan propia además de un poeta que, como su Narciso, encontraba un
“tesoro de impotencia y orgullo” en la contemplación del “inagotable Yo”, nos
devuelve al aspecto de especulación y juego en la ora poética de Valéry. Juego,
ciertamente, de azar y de destino, donde eran cifras de mágica influencia en
rapto y la atención, la voluptuosidad y el artificio. El aguzado texto que nos
ofrece Brull, comparable a esas sombras de algunos pintores impresionistas, tan
inteligentes y móviles que parecen luz, nos obliga a recorrer los puntos más
significativos del arco que ese juego levanta y deja en el aire del espíritu,
como ruina voluntaria y espléndida de un creador que prefirió el impulso a lo
absoluto y la lucidez al impulso; que respetó en la expresión el misterio del
germen; que buscó la verdad por la más implacable, nerviosa y tierna ironía.
1951
Vitier, Cintio: "Una traducción de La Jeune Parque", Revista Cubana, (28): 176-185; en.-jun.
1951. Crítica sucesiva, La Habana,
Instituto del Libro, 1971, p. 57-66.
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